“Hacer estructuras de Estado sin tener Estado no es constitucional”, descubría ayer en Catalunya Ràdio el secretario general adjunto de ERC, Lluís Salvadó. Y completaba su arrebato de lucidez: “ERC no va a cumplir la Constitución y estamos intentando que tampoco lo haga CiU; vamos a hacer un Estado y la independencia, y eso ni es estatutario ni es constitucional”. (Mención aparte merece la repregunta de la presentadora de la radio pública catalana, Sílvia Cóppulo, que como si tal cosa inquirió con aflicción: “Pero ¿por qué lo ponen en una ley, que entonces se puede enviar al Consejo de Garantías Estatutarias? ¿Por qué no lo hacen fuera de una ley y dejan un espacio para la interpretación?”).
En una democracia militante como la alemana un partido como ERC sería inconstitucional
A juzgar por la tranquilidad con la que suelta tamaño disparate -y si no fuera porque a lo largo de la entrevista confunde reiteradamente el Tribunal Constitucional (TC) con el Consejo General del Poder Judicial, entre otros prodigios-, cualquiera diría que Salvadó sabe que nuestra democracia no es una democracia militante como la alemana, es decir, que en España el número tres de un partido político puede manifestar que su partido es contrario al orden constitucional y quedarse tan ancho. En una democracia militante como la alemana un partido como ERC sería inconstitucional. La democracia española -como la estadounidense, entre otras- es una democracia procedimental, lo que en la práctica supone que cualquier objetivo político, salvo aquellos que incurren directamente en el ilícito penal, sea constitucional. De ahí que, en España, incluso la secesión de una parte del territorio sea un objetivo constitucional. Por eso se equivoca Salvadó cuando dice que “la independencia no es constitucional, y eso lo sabe todo dios”.
Lo que no es constitucional ni, valga la redundancia, democrático es hacerla de forma unilateral y al margen de los procedimientos constitucionalmente establecidos. Por lo demás, resulta sencillamente grotesco el hecho de que la independencia se esté haciendo -en palabras de Salvadó- “con luz y taquígrafos”, cuando los partidos explícitamente independentistas (ERC y la CUP) obtuvieron en las últimas elecciones autonómicas la friolera del 17,17% de los votos. Ni siquiera contando como independentista a CiU -que, más allá de perder 12 diputados, se presentó y ganó las elecciones con un programa en el que la palabra independencia no aparecía por ningún lado- los partidos independentistas suman la mayoría de los votos. Contando con el ardid de CiU, resulta que las fuerzas secesionistas ni siquiera alcanzaron la mitad de los votos en el 2012 (se quedaron en un 47,87%), y aún así no han hecho más que apelar a una supuesta mayoría del pueblo de Cataluña que quiere la independencia. Supongo que, dentro de la lógica alternativa que preside el proceso soberanista, esa mayoría imaginaria es la que justifica con creces la construcción preventiva de estructuras de Estado para ir “preparando la desconexión”. Entiendo que, aplicando la máxima de que quien puede lo más puede lo menos, de lo que se trata es de asegurar el tiro, no vaya a ser que su ya consumada desconexión de la realidad no asegure el principal objetivo del proceso, en teoría mucho más fácil: la desconexión de España.
Hay suficientes evidencias de que los partidos que lideran el proceso soberanista consideran la Constitución un “documento muerto”
Las palabras de Salvadó me traen a la memoria un interesante artículo académico que leí hace unos días en torno a la sentencia del TC sobre la declaración de soberanía del Parlamento catalán. Su autor, un profesor de Derecho Constitucional de la Universidad Pompeu Fabra, hace un certero análisis de la decisión del Alto Tribunal, que por un lado invalidó el “principio de soberanía” recogido en la declaración de la Cámara catalana del 23 de enero del 2013. Pero, por otro, forzó al máximo la interpretación de la Constitución para no declarar inconstitucional la referencia al “derecho a decidir” del pueblo de Cataluña, siempre que se interprete como una aspiración política legítima que debe encauzarse a través de los canales previstos por la Constitución para su propia reforma. La reforma, en cualquier caso, debe partir del respeto a los principios de la indisoluble unidad de la nación española y de la soberanía única del pueblo español. Partiendo de esa base las posibilidades de reforma son ilimitadas, de ahí que afirmemos que de acuerdo con nuestra Constitución la secesión no está excluida como posibilidad legal.
Una vez más -como ya ocurriera con la sentencia del Estatuto- el TC se mostraba deferente con el legislativo autonómico tratando de salvar la constitucionalidad de una resolución cuyos promotores reconocen sin tapujos que no van a cumplir la Constitución. A tal respecto el autor del artículo hace una reflexión que, tras oír las inspiradas palabras de Salvadó, me parece todavía más atinada: “De la misma manera que, cuando interactuamos con gente a la que no consideramos locos, resolvemos cualquier ambigüedad en sus afirmaciones dándoles el sentido que las haga más razonables, los tribunales tienden a leer las disposiciones legales de manera que lo que estas establezcan sea conforme a la Constitución”. Y prosigue: “Del mismo modo que interpretamos que nuestro interlocutor no está loco, los tribunales deben asumir que las instituciones políticas desean respetar la Constitución”. Esa es la presunción general. Sin embargo, el autor apunta que, por desgracia, hay suficientes evidencias de que los partidos que lideran el proceso soberanista consideran la Constitución un “documento muerto”, por lo que resulta difícil mantener la presunción de que los movimientos políticos del Parlamento autonómico vayan a ser respetuosos con nuestra Carta Magna. El caso es que algunos de nuestros interlocutores, como Salvadó, reconocen sin ambages que no podemos esperar de ellos un comportamiento razonable. Otros, en cambio, siguen presentando sus desvaríos como ejemplos de astucia. Está claro que la desconexión es un hecho.