“Un país normal”. Ese es el lema que el kafkiano proceso soberanista toma de la campaña permanente de Òmnium Cultural, la asociación independentista presidida por Muriel Casals que forma junto con la ANC de Carme Forcadell la Guardia de Corps del presidente de la Generalidad, Artur Mas. Véase la foto del pasado 14 de enero cuando, flanqueado por las dos promotoras de la normalidad, el presidente de la comunidad candidata a “país normal” anunció la convocatoria de elecciones para el 27 de septiembre, buena nueva que llega como Dios manda: ¡nueve meses antes del alumbramiento!
¿Alguien se imagina a Pedro Sánchez, Ed Miliband o Nicolas Sarkozy lloriqueando en antena por la realización de sus respectivos proyectos políticos?
Sin duda, una muestra inequívoca de normalidad. Al igual que el hecho de que -además de Casals, Forcadell y el figurante Vila d’Abadal- también posara para la foto del anuncio electoral Oriol Junqueras, posado en todo caso perfectamente coherente con su firme determinación de no ejercer de líder de la oposición parlamentaria en toda la legislatura. De ahí que, cuando los republicanos se han visto obligados a forzar la comparecencia de Mas ante la comisión parlamentaria que investiga el caso Pujol y a la vez cualquier otro asunto que pueda ayudar a diluir el caso Pujol, los convergentes hayan puesto el grito en el cielo ante tamaña “deslealtad”. Todo muy normal, claro.
La foto del 14 de enero es la quintaesencia de la normalidad. De una normalidad sin precedentes en las democracias occidentales, pero normalidad al fin y al cabo. Es normal porque encaja a la perfección con la imagen y la voz rota entre sollozos de un político que suplica en antena la consumación inmediata de su proyecto político. “¡Hagámoslo, hagámoslo de una vez! Lo pido con esperanza y al mismo tiempo con la angustia de aquel que sabe que perder el tiempo no es bueno”, clamaba un emocionado Junqueras bajo la compasiva mirada de Mónica Terribas que, transmutada por un momento en la Isabel Gemio de Lo que necesitas es amor, le alentaba: “Hágalo, porque no quiero que se vaya con la angustia de no haber podido decir alguna cosa”. Grotesco. ¿Alguien se imagina a Pedro Sánchez, Ed Miliband o Nicolas Sarkozy lloriqueando en antena por la realización de sus respectivos proyectos políticos? No, ¿verdad? Cosas de la normalidad.
Aquel día sentí vergüenza ajena. Sí, digo ajena y no propia porque me niego a aceptar la apropiación de la catalanidad que los nacionalistas catalanes -a menudo, es cierto, con la inestimable colaboración de muchos catalanes no nacionalistas y de no pocos españoles no catalanes- pretenden imponer. Conviene recordar que aquel día Junqueras no lloraba al evocar el hambre en el mundo, ni de resultas de una catástrofe humanitaria o de un desastre natural, ni siquiera por la desaparición de Excalibur. Sollozaba porque el presidente Mas se hacía de rogar en torno a la convocatoria de “elecciones plebiscitarias”, un oxímoron que según Junqueras, entre otros prohombres, debería permitirnos “traspasar la puerta” de acceso a la independencia.
Para ello bastaría con una mayoría absoluta en el Parlamento autonómico surgido del oxímoron electoral. La mitad más uno de los escaños, sí, pero no necesariamente de los votos. Claro, eso de las mayorías reforzadas para sustraer de los vaivenes de la política las decisiones de especial trascendencia es un camelo que sólo se tragan los constitucionalistas, académicos o no. Quizá valga para reformar el Estatuto o para dotarse o, mejor aún, para no dotarse de una ley electoral propia, iniciativas que requieren la adhesión de 90 diputados de los 135 que conforman la Cámara catalana por ser decisiones importantes, pero no para algo tan natural como separarnos del resto de España.
Noticias que en una sociedad “normal” solo serían portada de revistas satíricas colman en Cataluña las páginas de nuestros subvencionados periódicos
Tal vez el secreto está en que aquí las decisiones importantes requieren la aceptación de 90 diputados, mientras que las trascendentales sólo exigen la conformidad de 68. ¡Paradojas de la normalidad! Por otra parte, ¿dónde está el problema? Hoy podemos declarar la independencia a la brava y de aquí a dos años, si nos prueba mal, proclamar la reincorporación a España sin más ni más, que para algo tenemos derecho a decidir lo que nos dé la real gana en cada momento. En este sentido, me viene a la cabeza una inolvidable frase de otro prócer independentista, Vicenç Villatoro, que en su intervención en la nunca bien ponderada película L’endemà señaló que la Constitución de la Cataluña independiente “será lo que la gente quiera en cada momento”. Vaya, todo lo contrario de lo que debe ser la Constitución de un país democrático, perfectamente definido por el juez Robert Jackson, de la Corte Suprema de los Estados Unidos, en 1943: “El auténtico propósito de una Constitución es el de sustraer ciertas materias a las vicisitudes de las controversias políticas, colocarlas fuera del alcance de mayorías y funcionarios”.
Por desgracia, la frase de Villatoro, el llanto de Junqueras, la Constitución del juez Vidal, la kermés del 9N, el volem votar, el tenim pressa y otros muchos disparates forman parte de la anómala normalidad que se ha apoderado de Cataluña al calor del proceso. Lo mucho, lo intenso y lo diverso de la estupidez a la que hemos sido expuestos últimamente los ciudadanos de Cataluña nos ha hecho a casi todos inmunes a la idiocia. Hemos desarrollado tolerancia al patetismo. Noticias que en una sociedad “normal” solo serían portada de revistas satíricas colman en Cataluña las páginas de nuestros subvencionados periódicos.
En efecto, yo también deseo la normalidad de Cataluña. Pero tengo claro que no la materializarán quienes hasta ahora se han obstinado en impedirla, menospreciando los logros de nuestro presente y pasado reciente (la España constitucional) en aras de un pasado remoto reinventado (una Cataluña independiente anterior a 1714) y de un futuro improbable (una Cataluña independiente integrada en la Unión Europea). Sería como pedirle a un pirómano que extinga un incendio forestal.
Lo de las elecciones plebiscitarias no tiene ni pies ni cabeza, claro está, pero no debe subestimarse la gravedad del desafío plebiscitario de CiU, ERC y la CUP. Conviene que el 27 de septiembre -o cuando quiera que sean las próximas elecciones catalanas- esos catalanes que en las elecciones generales siempre otorgan mayoría a los partidos constitucionalistas no se queden en casa, como en anteriores convocatorias autonómicas, y vayan a votar. De lo contrario, seguiremos instalados en esta anómala normalidad.