En su edición de ayer el diario Abc daba cuenta de una concentración protagonizada por niños en el patio de una escuela. Esos niños llevaban un cartel donde podía leerse «Amaia askatu», en alusión a la detención de la abogada de etarras y portavoz de Sortu Amaia Izco, llevada a cabo por la Guardia Civil en Pamplona el día anterior, dentro de la llamada operación Mate. Por supuesto, los niños no se concentran espontáneamente, ni siquiera en el patio de una escuela, y aún menos se ponen de acuerdo para elaborar un cartel con una misma leyenda, imprimir no sé cuantas copias del original y usarlas a modo de pancarta todos a una. No, eso son cosas de mayores o, como mínimo, de jóvenes ya creciditos. En realidad, si uno observa la fotografía publicada en el mismo medio, verá como entre la chiquillada aparecen algunas cabezas, si no pensantes, sí notorias, que cabe atribuir sin duda a maestros del centro. Incluso la foto —subida a Twitter por el propio Colegio Público San Francisco— tiene toda la pinta de haber sido tomada por una mano maestra.
El hecho de que eso suceda en un colegio público confiere al delito una gravedad todavía mayor
No hace falta añadir que no es la primera vez que en un colegio del País Vasco o Navarra los niños son usados como carnaza para la siembra del odio y la violencia. Tal vez por ello el PP, a instancias del Ministerio del Interior, acaba de registrar una enmienda en el Congreso de los Diputados para que sea introducida en la reforma del Código Penal e impida que los condenados por terrorismo, una vez cumplida la pena, puedan ejercer la labor docente. Bien está, sobra decirlo, pero no basta. Ignoro si entre esos maestros del colegio San Francisco de Pamplona hay condenados por terrorismo; en todo caso, lo que sí hay, seguro, son simpatizantes y apologistas de una banda terrorista, o sea, personas que merecerían acarrear una condena de este tipo. Y el hecho de que eso suceda en un colegio público confiere al delito una gravedad todavía mayor. Que el propio espacio público —ya que no otra cosa es un centro escolar dependiente de la representación del Estado en la Comunidad— sea un vivero de futuros terroristas cuyo principal objetivo será destruir el Estado que los cobija, no sólo clama al cielo, sino que supone también un soberano ejemplo de estulticia por parte de quienes deberían velar por su conservación.
Estos días, a raíz de los trágicos atentados de París, se ha hablado y escrito mucho sobre la falta de determinación de no pocos maestros franceses, hijos o no de la inmigración, a la hora de encarar en sus aulas el problema del fundamentalismo islámico. Y no parece que el respeto hacia determinadas creencias, ungido de un biempensante relativismo cultural, haya contribuido en nada a combatir una ideología que descansa en la intolerancia, fomenta el odio y desemboca fatalmente en la violencia. Del mismo modo, quienes conocemos las entrañas del sistema educativo implantado hace 35 años en Cataluña sabemos que, entre los valores pregonados por una gran mayoría del profesorado de la escuela pública y concertada, no está precisamente el de la fraternidad para con los ciudadanos del resto de España o con los propios catalanes nacionalmente infieles. Más bien lo contrario. Ya falseando la historia, ya enalteciendo la llamada lengua propia en detrimento de la común, ya sacando a los críos y no tan críos a pasear festivamente para oponerse a cualquier reforma educativa procedente del Gobierno y que ponga en peligro la cosmovisión nacionalista, lo que esos docentes han logrado es inculcar en sus alumnos una intolerancia —y hasta a veces un odio visceral, rayano en la violencia— hacia el prójimo que no puede sino derivar en una fractura social como la que se está viviendo hoy en día en Cataluña. Por supuesto, los medios de comunicación, y en especial la televisión autonómica, han puesto mucho de su parte. Pero su infame propaganda ha tenido como blanco unos organismos indefensos, sin el menor pensamiento crítico al que agarrarse y atentos tan sólo a la palabra sagrada. De un modo u otro, a ellos —como a esos niños pamplonicas o a los de la banlieue parisina— les han prometido el paraíso a cambio de combatir al diablo.