Permítanme que les escriba acerca de un tema peliagudo y delicado, al menos para mí, porque afecta a personas con las que me he criado y a las que aprecio profundamente, personas que me producen, sin ellos pretenderlo, cierto desasosiego. No puedo achacarles el sentimiento que despiertan en mí porque, en todo caso, será algo que deba resolver yo mismo con el psicólogo. Créanme si les digo que lejos de mi intención está el que se crean juzgadas por un servidor. Acepten, sencillamente, que empiece con mi propia terapia.
Son, en muchos casos, los primeros catalanes de la familia, los hijos del éxodo rural, de la inmigración de los años 60
Mucha gente, ante la perspectiva de convertirse en padres, realizan propósitos de enmienda. Algunas personas dejan de fumar. Otras se convencen firmemente de que deberían dedicar menos horas al trabajo para estar más en casa con su familia. Paralelamente a estas decisiones, hay parejas conformadas por individuos castellanohablantes que, simplemente, deciden hablar a sus hijos, de manera única y exclusiva, en catalán. Y digo deciden, porque cuando una persona ha estado más de veinte años de su vida sin decir ni una palabra en catalán, el hecho de optar por esta lengua para la comunicación exclusiva con un hijo sólo puede responder a una decisión meditada y tomada a priori. Ni natural, ni innata, ni espontánea. Ni revelaciones divinas, ni santos caídos del caballo.
Desde hace unos años me he dado de bruces con esta realidad que me produce, por qué no admitirlo, cierta perplejidad. No utilizaré el término epidemia por las connotaciones obvias de la palabra, pero a la vista está, por el número de casos con los que casualmente me he ido encontrando, de que no se trata de una anécdota, sino que ha extendido a lo que podríamos llamar fenómeno. Pero antes de que subrayen mi nombre con un grueso rotulador fluorescente en la lista de “malos catalanes” permitan que les trace el perfil, generalizaciones mediante, de las personas a las que me estoy refiriendo.
Se trata de parejas cuyos miembros responden al mismo patrón. Ambos han nacido durante los años 70 o a principios de los 80. Ambos son castellanohablantes porque ambos son de familia castellanohablante. Ambos fueron escolarizados en la EGB, buena parte del tiempo bajo el amparo del sistema democrático. Ambos han crecido y se han criado en ciudades, barrios y ambientes de mayoría social castellanohablante, los extrarradios de Javier Pérez Andújar, en los que la presencia del catalán quedaba relegada a una posición residual, en concreto a un reducido número de vecinos y a la televisión. Ambos tienen estudios superiores. De hecho, pertenecen probablemente a la primera generación en sus familias en tenerlos. Son, en muchos casos, los primeros catalanes de la familia, los hijos del éxodo rural, de la inmigración de los años 60, de los que llegaron en trenes como El Sevillano, de Andalucía, de las Castillas, de Galicia, de Extremadura, de lo que algunos denominan en la actualidad la “España subsidiada”. Estas personas llegadas del resto de España no tuvieron la necesidad de hablar en catalán por la realidad y la composición social de los barrios y las ciudades que les acogieron y, por qué no decirlo, porque no existía la asfixia psicológica y mediática nacionalista actual. Aún así, esto no quiere decir que renegasen de lo catalán ni de la nueva tierra de acogida. ¿Cuántas de estas familias, en homenaje y agradecimiento a la tierra que les había recibido, no dudaron en llamar Jordi a sus hijos o Montse a sus hijas? Otro factor que aglutina a los protagonistas del fenómeno es que, a grandes rasgos, suelen emplear un catalán, académica y normativamente hablando, penoso. Lógicamente, esto responde a que debe de resultar muy difícil hablar una lengua de buenas a primeras e intentar hacer ver que es tu propia lengua materna cuando no lo es.
Pero, ¿por qué?
¿Cuántas de estas familias, en homenaje y agradecimiento a la tierra que les había recibido, no dudaron en llamar Jordi a sus hijos o Montse a sus hijas?
¿Acaso lo hacen por un complejo de inferioridad no resuelto? Quizás acepten su propia incompetencia en cuanto a la expresión oral en catalán. Quizás pretendan evitar a sus hijos ese mal trago, y por ese motivo opten por introducir el catalán en el hogar, como si de una política de inmersión lingüística casera se tratase. Quizás los nuevos padres aprovechen la ocasión para recibir clases particulares de catalán por parte de sus hijos.
Por otra parte, quizás también hayan asumido como propia la idea de que el catalán es una lengua maltratada, sumida a lo largo de la Historia a las más ignominiosas de las humillaciones. Quizás al sentimiento de inferioridad haya de añadírsele una absurda culpabilidad, como si el mal que ellos y sus ancestros le hicieron al catalán debiera ser compensado. Quizás por ello se crean en el deber de ponerse al servicio del espíritu de la lengua catalana, ofreciéndoles en ritual y como ofrenda un catalanohablante casto, puro e inmaculado: su propio hijo.
Seguramente reconozcan que su catalán oral ha sido (o es), durante buena parte de su vida, deficiente, pero ¿les lleva eso a pensar que si aplican la inmersión lingüística en el hogar van a experimentar un ascenso social repentino, que van a conquistar a través de su hijo un hipotético estatus de catalán de primera categoría, de pata negra como la Moreneta? ¿Asumen, por tanto, la idea de que lo catalán ha de ser en catalán, de que se es más catalán en catalán, de que es menos catalán en castellano? ¿Asumen, por tanto, que ellos mismos, que han sido catalanes en castellano, son menos catalanes, catalanes de segunda?
No es que no lo respete, sino que, simplemente, no lo entiendo. ¿Cuándo y cómo tomaron la decisión? ¿Fue durante la primera cita, con el primer beso, o quizás en el sofá bajo una manta durante una noche fría de sábado? ¿Lo vieron claro con la primera ecografía? ¿Ante el primer pañal? ¿Lo plantea uno? ¿Lo plantea el otro? ¿Se echa a suertes? ¿Es fruto de una apuesta? ¿De una promesa? ¿En qué momento se decide sacrificar el “¡cómo te quiero!” por el “com t’estimo!”? ¿Suena igual? ¿Se siente igual?
¿De qué manera, en qué lugar, cuándo y por qué se decide renegar de la propia lengua materna y cortar el cordón lingüístico-umbilical?