La reciente visita de Pablo Iglesias a Barcelona ha concitado la ira de los partidos y opinantes nacionalistas catalanes, pero no tanto por lo mismo por lo que genera parecida irritación entre la mayoría de los partidos tradicionales del resto de España, esto es, a grandes rasgos su propuesta de transformación radical de la vida política española mediante un discurso utópico que descansa sobre un poso aglutinante de demagogia y populismo.
No han tardado en colgarle el sambenito de “lerrouxista”, con el que los nacionalistas suelen tratar de deslegitimar a todo aquel que no comulgue a pie juntillas con la visión esencialista dominante en el discurso de la Cataluña oficial
Lo que más ha indignado a los nacionalistas, tan acostumbrados al seguidismo filonacionalista de buena parte de la izquierda catalana, ha sido la desacomplejada españolidad de Pablo Iglesias, que no sólo ha dejado meridianamente claro que no es partidario de la independencia de Cataluña, sino que encima se ha atrevido a rebajar el sacrosanto “derecho a decidir sobre una sola cosa” que defienden los nacionalistas, diluyéndolo bajo la impracticable promesa del “derecho a decidir sobre todas las cosas”. “Más soberanistas que nosotros, nadie”, sentencia el líder de Podemos. ¿Pero quién se ha creído ese mesetario coletudo -en el único sentido admitido por el DRAE, sinónimo de descarado, desvergonzado- para venir a casa nostra a darnos lecciones sobre algo que nos hemos inventado nosotros?, braman al unísono independentistas de todos los partidos.
No han tardado en colgarle el sambenito de “lerrouxista”, con el que los nacionalistas suelen tratar de deslegitimar a todo aquel que no comulgue a pie juntillas con la visión esencialista dominante en el discurso de la Cataluña oficial. Si no eres capaz de recitar de corrido y con el corazón en la mano el credo secular que describe las creencias de la comunidad nacionalista -“Cataluña es una nación milenaria oprimida desde hace trescientos años bajo el yugo de un Estado opresor…”-, no estás legitimado para hablar de Cataluña ni, menos aún, para decir lo que le conviene o no a Cataluña, que es algo que compete única y exclusivamente a los iniciados en la fe nacionalista, con independencia de si estos son muchos -y no hay duda de que hoy por hoy son bastantes- o sólo “cuatro locos”, como, según Josep Pla, se decía que eran a principios del siglo XX. Es decir, no importa la cantidad de feligreses que profesen la fe, lo importante es que sólo ellos están en disposición de interpretar los anhelos del pueblo catalán y de ir descifrando a su ritmo el guión de nuestro destino colectivo, escrito hace “más de mil años”, que son los que, según el presidente Mas, tiene la nación catalana. “Somos una nación con más de mil años de historia y sin Estado propio”, afirma Mas apelando implícitamente al decimonónico principio de las nacionalidades según el cual cada nación tiene derecho a tener su propio Estado.
Pero ¿quién era el tal Lerroux? ¿Se referiría el término lerrouxista -utilizado sin reparo como sinónimo de anticatalán por los nacionalistas- al mismo Lerroux que fue presidente del Gobierno durante la Segunda República?, me pregunté la primera vez que lo oí hace ahora diez años, coincidiendo con la presentación del manifiesto por un nuevo partido político en Cataluña, que dio paso a la fundación de Ciutadans. Me informé y descubrí que sí, que efectivamente el mismo Lerroux que presidió el primer Gobierno del llamado bienio conservador (1933-36) había sido a principios de siglo un político radical, populista y anticlerical, conocido como el Emperador del Paralelo, que, en palabras de Josep Pla, pronto se convirtió en el “amo absoluto de Barcelona”, concretamente desde las elecciones provinciales de 1903. En la década subsiguiente su popularidad no tuvo parangón en la capital catalana, a la sazón la ciudad más cosmopolita de España, la más vibrante porque en ella se reconcentraron las luchas obreras de todo el país, aunque también la más convulsa de resultas de la violencia anarquista que le valió el nombre de la “ciudad de las bombas”.
Pero, si tanto predicamento tuvo Lerroux en Barcelona, ¿por qué nombrar a Lerroux es mentar la bicha en la Cataluña de hoy? ¿Quizá por su más que probable implicación en uno de los casos de corrupción, el del Estraperlo, más sonados de la primera mitad del siglo XX en España? No, en absoluto. Tampoco su radicalismo anticlerical explica el lugar privilegiado que el personaje ocupa en la demonología oficial catalana, que, lamentablemente, se reduce esencialmente a los demonios imaginados por el nacionalismo, desde Felipe V hasta Albert Boadella. Por desgracia, así se escribe y se reescribe la historia en Cataluña.
Los nacionalistas se han autoerigido en representación exclusiva y abusiva del conjunto de los catalanes
Lo que convierte la figura de Lerroux -tan discutible, en perspectiva, por el populismo disolvente de sus primeros años, su más que probable venalidad y la inconsistencia de su oscilante trayectoria política- en el espantajo que los nacionalistas sacan a pasear cada dos por tres es su oposición frontal y -para qué negarlo- verbalmente agresiva al entonces todavía embrionario nacionalismo catalán. Sin embargo, la beligerancia verbal de Lerroux, el “amo absoluto de Barcelona” en la primera década del siglo pasado, fue directamente proporcional al desprecio que le dispensaron a él los principales líderes nacionalistas, que, a pesar del incontestable apoyo electoral con el que contaba Lerroux entre los catalanes, se empeñaron en presentarlo como un cuerpo extraño a Cataluña, incluso -recurriendo de nuevo a Pla- como un “agente del Ministerio de la Gobernación”. Vaya, algo parecido a cuando ahora se tacha de agente del CNI a cualquiera que no comulgue con el credo nacionalista. La paranoia es de tal magnitud que, aunque parezca increíble, incluso hay algún profesor universitario que escribe que “Podemos ha nacido intelectualmente (sic) del laboratorio de ideas que es la FAES”.
Los nacionalistas se han autoerigido en representación exclusiva y abusiva del conjunto de los catalanes. Ellos son Cataluña y lo demás son imposturas alógenas. Oponerse al nacionalismo es oponerse a Cataluña, como oponerse al nacionalcatolicismo antaño era oponerse a España. Remedo de la anti-España franquista, el concepto de la anti-Cataluña que blanden los nacionalistas ante cualquier interferencia entre el pueblo catalán y su destino manifiesto, la independencia, muestra a las claras su concepción patrimonialista de la realidad catalana. Ellos, los propietarios, pueden proponer barbaridades como “parar la economía catalana una semana” (Junqueras dixit) o decir necedades como que “el siglo XXI será el siglo en el que Cataluña recuperará su plena libertad -perdida, claro está, en 1714-” (Mas dixit). Por lo que hace a Cataluña, tienen patente de corso incluso para desbarrar, y si uno quiere gozar del mismo privilegio ya puede empezar a recitar el consabido credo: “Cataluña es una nación milenaria oprimida…”.