Barcelona no es una ciudad amiga de las estatuas a pie de calle, como las que se han puesto de moda en medio mundo, como la de Woody Allen en Oviedo; la de Pessoa en Lisboa; la de Federico García Lorca en la Avenida de la Constitución de Granada, a la que en 2012 le mutilaron un pie, por cierto; la de Fernando Quiñones en Cádiz, un prodigio de gracia y desparpajo; la entrañable de Gaudí en León, delante de la Casa Botines, obra suya, o la de Rosa Chacel en Valladolid, estatuas que invitan al ciudadano a rodear por los hombros al homenajeado y hacerse una foto de recuerdo como si hubiesen sido, el broncíneo y el carnal, amigos íntimos de toda la vida.
Barcelona no es una ciudad amiga de ese tipo de estatuas, y, además de la de Gaudí, en el Paseo Manuel Girona, y una de Ghandi en un parque entre Llull y Bac de Roda, bien pocas hay. Otras dos de Gaudí, en el Palau Güell, causan tanta vergüenza ajena, que mejor dejarlas en el piadoso olvido. Aquí se ha optado por las estatuas vivientes de las Ramblas, que tampoco desmerecen, desde el punto de vista artístico. De hecho, y para los grandes merecimientos que muchos de sus hijos, ya de la ciudad, ya de Cataluña, han hecho, no tenemos una ciudad en la que pararse a cada rato para saber quiénes fueron sus hijos ilustres.
Barcelona no es una ciudad amiga de las estatuas a pie de calle, y cuando nos decidimos a erigirlas, entonces nos pierde la megalomanía
Cuando nos decidimos a erigirlas, entonces nos pierde, a los barceloneses, la megalomanía, como sucede con las estatuas de Verdaguer, en la plaza de su propio nombre, que de puro elevada ni siquiera se aprecian los rasgos fisiognómicos del vate; la de Clavé, batuta en ristre, que corona el Paseo de San Juan por la parte de Gracia, ¡el inmenso Clavé!, de cuyo macizo pedestal mayestático se bajaría a la carrera si le volviera a correr la sangre por sus venas de bronce, ¡él, que fue la humildad personificada!, y la de Colón, señalando en la dirección contraria del camino que siguió..., apta para lucir la camiseta del Barça como escudo nacional de Barçalunya...
Es curioso que la estatua más reciente, en algo equiparable a aquellas cercanas al transeúnte, sea la del gato de Botero en la recién creada -en términos de crónica de la ciudad- Rambla del Raval. Una estatua apreciada sobre todo por los niños y los turistas, amén de los amigos de la escultura. Lo más próximo a ese nuevo concepto de la escultura como ciudadanía inmóvil sería la estatua de Guimerà, en la placeta del Pi, pero no han podido ahorrarse la peana enaltecedora, no sea que se lo miren con demasiada familiaridad.
Los caprichos escultóricos de nuestra ciudad saltan a la vista si uno se pasea por Rambla de Cataluña, región eminentemente burguesa de la ciudad, donde se han instalado dos esculturas chocantes: El toro pensant y La girafa presumida, obras de Josep Granyer i Giralt. O si recuerda que la estatua a Galceran Marquet, con su capell de conseller, que acaso deberían recuperar nuestros milenaristas gobernantes -para que lo luzca, ¡pubilla del coneixement!, la inefable Rigau-, le fue adjudicada de rebote porque se renunció a homenajear -en un arranque nacionalista avant la lettre- a Blasco de Garay, quien en 1543 hizo en el puerto de Barcelona una demostración de su máquina de propulsión de las embarcaciones que sorprendió a propios y extraños, pero que no fue suficiente como para que le granjeara el reconocimiento de los barceloneses.
Otra cosa son las estatuas que coronan fuentes, de mayor tradición en la ciudad. Desde la de Hércules, ahora en Paseo San Juan y en su momento en el paseo de la explanada, delante de las viejas murallas de la Ciudadela, al lado del Jardín del General (Lancaster) donde se aclimató por primera vez el níspero en Cataluña, por cierto; hasta la de Diana, en la Gran Vía, a la altura del antiguo Ritz; pasando por la Font del Trinxa, tan peculiar, en la esquina de Pelayo con Ronda Universidad.
Dejo para el final la mención de obras que esculturalmente son fallidas a causa del exceso de pretenciosidad con que fueron concebidas. Me refiero a la de Macià y a la de la Colometa, en la Plaza del Diamante. Pero no se funde a gusto de todos, eso es cierto.
Y para después del final la que bulle alegre en mi recuerdo como muestra de lo que debe ser la fidelidad al esculpido: la de Montaigne en París, justo delante de la Sorbona, una estatua amuleto para quienes estudian allí y, antes de afrontar un examen, acarician el pie del creador del género ensayístico, este: