“A todo el mundo, sin excepción, le interesa completar democráticamente el proceso político del país. Tanto a los del sí-sí como a los del sí-no, como incluso a los del no”, aseguraba el presidente Mas el pasado martes en su última performance, de aire redentorista, dejando claro una vez más que para él “el mundo” se reduce a los catalanes que, de una manera u otra, participan del proceso independentista entablado en Cataluña. El mundo de Mas parece reducirse, pues, al 30% de los catalanes que el pasado 9 de noviembre se decantaron por una de las tres opciones posibles. Los demás, los catalanes que decidimos no participar del proceso, sencillamente no existimos, por muy mayoritarios que podamos ser.
Los catalanes que decidimos no participar del proceso, sencillamente no existimos, por muy mayoritarios que podamos ser
Pero ¿a quién puede interesar que se celebren, como pretende Mas, cuatro elecciones autonómicas en menos de seis años? Una de las claves del llamado proceso soberanista estriba en la gestión del tiempo que cada uno de los actores implicados está llevando a cabo. La duración de una legislatura -que en España como en casi todas partes es de cuatro años- es un elemento fundamental para la estabilidad política y económica de un país. Reducir por sistema los ciclos electorales a una media de un año y medio no parece la mejor forma de llevar a cabo una política responsable y mínimamente eficaz, pues nos condena a vivir inmersos en una campaña electoral permanente, con todo lo que eso conlleva en términos de tensión social, promesas incumplidas y añagazas.
Si la hoja de ruta de Mas prospera, el balance puede ser estratosférico: cuatro elecciones autonómicas y una autoconsulta independentista en menos de seis años. Según fuentes de la Generalidad, el último adelanto electoral (2012) nos costó a los catalanes entre 24 y 25 millones de euros, una cifra que no incluye el dinero destinado a pagar el operativo de cerca de 8.000 agentes de seguridad movilizados el día de las elecciones, entre mossos y policías locales, ni los 8,5 millones de euros que se gastaron en sus respectivas campañas electorales los partidos con representación parlamentaria. El coste del 9N sigue siendo un misterio, pero según la vicepresidenta Ortega no superó los casi 9 millones de euros presupuestados inicialmente para la consulta suspendida por el Tribunal Constitucional. Lo normal hubieran sido dos elecciones autonómicas (2010 y 2014), por lo que las otras dos elecciones y la autoconsulta están de más. Es decir, cerca de 60 millones de euros malbaratados, una suma nada desdeñable que podría haber servido, por ejemplo, para enjugar el déficit de los hospitales públicos catalanes correspondiente al año 2013, déficit que los centros han tenido que afrontar íntegramente este año, lo que en la práctica ha supuesto una reducción de 60 millones en sus ya de por sí demediados presupuestos. No es de recibo que un Gobierno que, por un lado, recorta en gasto sanitario, educativo y de políticas sociales se empeñe, por otro, en la convocatoria compulsiva de todo tipo de procesos electorales redundantes para ver si por casualidad suena la flauta y resulta que en Cataluña se da, por fin, una mayoría independentista.
Reducir por sistema los ciclos electorales a una media de un año y medio no parece la mejor forma de llevar a cabo una política responsable y mínimamente eficaz
Artur Mas parece decidido a tensar la cuerda al máximo y aprovechar a toda costa la actual efervescencia política y social para precipitar los acontecimientos con prontitud. Sólo así se entiende su radicalización verbal de los últimos tiempos, que le ha llevado a sugerir que Rajoy no es un “auténtico demócrata” y a referirse al Estado español como único “adversario real” de Cataluña. El fin justifica los medios, debe de pensar el president que, entregado al culto al instante que recorre Cataluña, parece olvidar que hay vida más allá del procés y que, independientemente del éxito o el fracaso de su empeño rupturista, Cataluña seguirá dependiendo en buena medida del resto de España y viceversa.
Por su parte, Rajoy se aferra al ritmo sosegado y tranquilo que exige la observancia de una Constitución que, como la de 1978, consagra la indisoluble unidad de la nación española y la soberanía única del pueblo español, pero que -a diferencia de otras como la alemana, la francesa o la italiana- no contiene cláusulas de intangibilidad. Es decir, que, como recordaba el Tribunal Constitucional en su reciente sentencia sobre la declaración de soberanía del Parlamento catalán, no hay ni un solo artículo de nuestra Constitución que no pueda ser reformado a través de los canales previstos por la propia carta magna.
Ahora bien, no cabe duda de que en condiciones normales el proceso político y legislativo que en última instancia pudiera conducir a la secesión de Cataluña, que es un objetivo grave aunque legítimo, debería ser necesariamente complejo y reiterativo -empezando por una reforma constitucional por el procedimiento agravado- a fin de evitar la toma de tan trascendental decisión atendiendo a una hipotética opinión general accidental o coyunturalmente favorable. No en vano existe una gran diferencia entre una mera opinión coyuntural, alimentada durante años desde las más altas instancias autonómicas de Cataluña sin oposición real, y una verdadera opinión pública consolidada y debidamente informada del pro y el contra -desde sus premisas hasta sus últimos efectos- de un proyecto político de consecuencias probablemente irreversibles.
El debate sobre las posibles consecuencias de la secesión ha resultado hasta ahora ilusorio y poco equilibrado
El debate sobre las posibles consecuencias de la secesión ha resultado hasta ahora ilusorio y poco equilibrado tanto por el regalado entusiasmo de la mayoría de sus partidarios como por la no menos regalada indolencia de los más de sus detractores. Los primeros minimizan, cuando menos, los costes de la separación, pese a que todo hace prever que a corto y medio plazo serían enormes. Poco parece importarles el aciago impacto que una declaración de independencia tendría necesariamente sobre los vínculos afectivos, culturales, económicos, de memoria histórica colectiva y de instituciones políticas que los catalanes venimos compartiendo con el resto de los españoles desde hace siglos. ¿Pero acaso podría ser de otra manera cuando tal declaración, de producirse, supondría a grandes rasgos decirles al resto de los españoles que a los catalanes todo eso nos importa más bien poco?
Los segundos, los partidarios de que Cataluña siga formando parte de España, los mismos que para Mas ni siquiera existimos, hemos empezado a desperezarnos y, poco a poco, la balanza empieza a equilibrarse. De ahí que Mas, Junqueras y compañía insistan machaconamente en que “hay que aprovechar esta oportunidad histórica” para declarar la independencia a todo trance. “Ahora o nunca”, repite Mas dejando clara la insoportable levedad de sus argumentos. No será fácil, pero ante este panorama resulta imprescindible que los partidos que se oponen al decisionismo de Mas y Junqueras (PP, PSC-PSOE y Ciutadans, fundamentalmente) hagan el esfuerzo de ponerse de acuerdo pronto para dar una respuesta concluyente a la política de hechos consumados de Mas.