Esta es una parte del texto que preparé para mi intervención en el debate organizado por la Universidad de Gerona el pasado 28 de octubre. Los cuatro ponentes dispusimos de diez minutos para presentar nuestros argumentos antes de iniciar propiamente el debate que tuvo una duración de cuarenta minutos, y veinte minutos más en los que el público pudo hacernos preguntas. La primera parte que hoy se publica corresponde a esa exposición inicial. El resto del texto aparecerá en otros dos próximos artículos que espero resulten interesantes para los lectores de CRÓNICA GLOBAL.
Agradezco a Joan Vergés, director de la cátedra Ferrater Mora, y a la Universidad de Gerona el haberme invitado a participar en este debate anunciado con tan provocativo título: "¿La independencia de Cataluña sería un mal negocio, sí o no?·. Y digo, provocativo porque poner en duda en los tiempos que corren que la independencia será lo que el maná fue para los israelitas en el desierto casi te asegura ser objeto de repulsa pública. Si no he entendido mal, se trata de un debate académico en el que vamos a fundamentar nuestra respuesta en razones de orden puramente económico, dejando al margen nuestras emociones y legítimas preferencias políticas. Lamento, como académico, que el Sr. López Casanovas renunciara a participar en el debate cuando supo que se me había invitado y yo había aceptado la invitación. Sólo dispongo de 10 minutos así que paso a responder la pregunta y exponer brevemente mis argumentos.
No hay un solo argumento sólido que avale la noción de que la independencia mejoraría nuestro nivel de bienestar
Mi contestación a la pregunta de si la independencia sería o no un mal negocio, es un sí rotundo. No sólo sería un mal negocio independizarse sino que afirmo que casi con toda seguridad sería un pésimo negocio. ¿En qué me baso para hacer una afirmación tan rotunda? Primero, en un hecho incontestable: a los catalanes nos ha ido muy bien siendo españoles; y, segundo, en que no hay un solo argumento sólido que avale la noción de que la independencia mejoraría nuestro nivel de bienestar. Paso a desarrollar sucintamente estas dos tesis.
En cuanto a la primera afirmación, quiero subrayar que a los catalanes el haber sido españoles les ha proporcionado unas excelentes oportunidades de negocio que los comerciantes y empresarios han aprovechado a fondo durante los últimos 300 años y de las que se han beneficiado también los trabajadores catalanes, nacidos aquí o venidos en muchos casos, como el mío, de otros lugares del resto de España. Los historiadores económicos estiman que partiendo en 1800 de una renta per cápita relativa prácticamente igual a la media española (102,4), ésta aumentó de manera sostenida hasta alcanzar su nivel más elevado, 163,5, en 1950, en pleno franquismo. A partir de ese momento, comenzó a perder terreno y la última cifra de esta serie la sitúa en 123,7 en el año 2000 (Estadísticas Históricas de España, v. III, coordinado por A. Carreras y X. Tafunell. Fundación BBVA 2005). Empleando las cifras del INE y Eurostat, se puede comprobar que la renta per cápita de los catalanes en 2013 era el 24,4 % superior a la renta del resto de los españoles y el 13,3 % superior a la media de las regiones de la UE. Es también sensiblemente superior a la de todos los departamentos franceses del área del Mediterráneo-Sur. A los catalanes no les ha ido pues nada mal formando parte de España. De hecho, Cataluña y también España, constituyen dos buenos ejemplos de lo que los economistas denominamos crecimiento sostenido.
Cuando el Reino de España firmó el tratado de adhesión a la CEE, lo que querían las élites políticas, económicas y sociales de Cataluña era justamente lo contrario: más integración y mayor protección del mercado ‘nacional’ para seguir ganando dinero
Y precisamente porque ha sido un gran negocio, a nadie salvo a algunas minorías extravagantes se les ocurría pedir la independencia de Cataluña hasta hace muy poco tiempo. Hasta 1986, para ser exactos, cuando el Reino de España firmó el tratado de adhesión a la CEE, lo que querían las élites políticas, económicas y sociales de Cataluña era justamente lo contrario: más integración y mayor protección del mercado ‘nacional’ para seguir ganando dinero. No es ninguna casualidad que los escasos intentos de proclamar la independencia, aprovechando momentos de graves convulsiones políticas, sociales y económicas en España, acabaran en un completo fracaso. Nadie con la cabeza sobre los hombros quería matar la gallina de los huevos de oro. No hace tanto tiempo que el president Mas, siendo ya primer consejero del gobierno de la Generalitat en 2002, declaró en una entrevista que “el concepto de independencia lo veo anticuado y un poco oxidado”.
Paso ahora a justificar mi afirmación de que no se han presentado argumentos sólidos que respalden la hipótesis de que la independencia mejorará el nivel de bienestar de los catalanes. Para empezar, hay que reconocer que la independencia tendrá efectos negativos sobre la actividad económica de las empresas y entidades financieras localizadas en Cataluña. Aunque se ha tratado de esconderlos, haciendo hipótesis inverosímiles para minimizar su cuantía o incluso evitar entrar a considerarlos, lo cierto es que ni siquiera los economistas partidarios de la independencia han podido negar que ésta tendrá efectos negativos sobre la base económica de Cataluña, sus exportaciones de bienes y servicios, y efectos indeseables sobre las entidades financieras cuya sede social, que no el grueso de su negocio, está en Cataluña. A la luz de la experiencia de países que han pasado por un proceso de desintegración, la caída del comercio se producirá en un plazo relativamente breve, 5 años, y sus consecuencias serán severas e irreversibles. Y en cuanto al impacto sobre el sistema financiero, sus efectos negativos se dejarán sentir incluso antes de declararse la independencia.
Además, las pérdidas que ocasione la independencia no podrán compensarse con los beneficios ilusorios que los economistas partidarios de la independencia han bautizado con el sugerente nombre de dividendo fiscal de la independencia. Todo lo fían a los 16.000 millones en números redondos en que cifran el déficit fiscal estimado (y subrayo esta palabra, estimado) de Cataluña con la APC y que haciendo un acto de fe creen que estará a disposición del nuevo Estado catalán. La credulidad humana es ilimitada y andan estos días unas brigadas amarillas, los “Testigos de Jehomás”, llamando a las puertas de nuestras viviendas para preguntarnos a qué queremos dedicar esos recursos adicionales que traerá la independencia. Pues bien, todavía estoy esperando a que alguno de los economistas partidarios de la independencia demuestre que el hipotético dividendo fiscal de la independencia será positivo.
Todavía estoy esperando a que alguno de los economistas partidarios de la independencia demuestre que el hipotético dividendo fiscal de la independencia será positivo
Volveremos con seguridad sobre esta cuestión durante el debate, pero permítanme ahora ilustrar mis argumentos con un sencillo ejemplo tomado del mundo del deporte, la actividad que absorbe tanto tiempo, desvelos y recursos en Cataluña y el resto de España. El C.F. Barcelona tiene un presupuesto superior a 500 millones y como consecuencia de las transacciones que realiza en el desarrollo de sus actividades (fichas, contratos, compras de bienes y servicios, etc.) aporta unas cantidades importantes a Hacienda. Pues bien, lo que afirmo es que si Cataluña se independizara y el C.F. Barcelona quedara excluido de las ligas españolas y sus equipos sólo pudieran jugar en las ligas catalanas y europeas, los ingresos del club (la base económica que lo sustenta) disminuirían notablemente y los impuestos que ingresaría a la Hacienda catalana (ingrediente esencial del dividendo fiscal de la independencia) serían muy inferiores a los que ahora ingresa en la Agencia Tributaria española. Suponer que los ingresos tributarios que ahora se generan se mantendrán inalterados después de la independencia es una falacia, un engaño, porque presupone sin ningún fundamento que la actividad económica y los ingresos del club y, por consiguiente, las bases impositivas, no se verán afectadas por la independencia.
Conclusión general
Comprendo que a algunos economistas partidarios de la independencia con inclinación regeneracionista y redentorista, lo logrado por España durante los últimos 300 años les parezca poco. Deberían hacerse mirar la vista. El avance de la economía española durante la segunda mitad del siglo XX se considera un ejemplo de lo que en Crecimiento Económico se denominan ‘milagros económicos’, para referirse a economías relativamente atrasadas que en pocas décadas avanzan con gran rapidez hasta alcanzar una renta per cápita entre las más elevadas del mundo. Naturalmente que España tiene que afrontar retos importantes (envejecimiento, crecimiento de la desigualdad, despilfarro, corrupción política, etc.), problemas, presentes, por otra parte, en todos los Estados desarrollados, incluso en los más prósperos de la UE, y también en Cataluña. Quienes ven en la independencia una posibilidad de regeneración, deberían, como decía, mirarse la vista porque no hay ninguna otra CCAA española cuyo presidente desde 1980 a 2003, haya defraudado a Hacienda durante 34 años y haya tenido la desfachatez de querellarse contra el periódico que alertó en 2012 que poseía cuentas en paraísos fiscales. Por ello, resulta ilusorio fiar la solución de estos problemas a lograr la independencia. Ninguna sociedad, mucho menos las nuestras, tan acomodadas y viejas, pueden empezar de cero. Y empezar de cero con frecuencia tampoco garantiza ni la democracia ni el buen gobierno.
La mera enumeración de problemas al estilo Podemos, tras las que se escudan los economistas partidarios de la independencia para presentarla como la opción menos perjudicial, no puede ocultar que España continúa siendo uno de los países con renta per cápita más alta del mundo (26 en la lista del FMI en 2013 y 20 si eliminamos los países del golfo y Luxemburgo), y éste es el mejor indicador global de la competitividad de sus empresas y entidades financieras, muchas de las cuáles han registrado un proceso de internacionalización impensable hace unos años. Lo que a muchos catalanes y españoles nos preocupa y avergüenza no son los complicados problemas a los que tenemos que hacer frente, sino que Cataluña esté gobernada por personajes que en lugar de afrontarlos, presentando puntualmente los presupuestos y proponiendo reformas para el conjunto del Estado, han renunciado a gobernar y se dedican a tiempo completo a conspirar deslealmente contra el Estado, soslayando cuando no infringiendo abiertamente el cumplimiento de las normas que democráticamente hemos aprobado todos los españoles, a alimentar una fractura social en Cataluña de consecuencias imprevisibles, y a generar una inseguridad jurídica e incertidumbre sobre su futuro de su economía que en nada beneficia a la economía catalana ni a la española en su conjunto.