Seguimos a la espera de una definición del improbable futuro estado y de la forma de gobierno con que quiera dotarse. Un juez español (a su pesar, parece) elabora en los ratos libres de su dedicación al procomún español una constitución sobre la que poco o nada se conoce, pero, dada la proclividad del tripartito a los articulados que pretenden aprehender la totalidad de lo real para no dejar nada al azar de la libre iniciativa individual y colectiva, no me extrañaría, si este señor juez simpatiza con alguno de los partidos que lo formaban, como así parece también, que se demore en darnos algunas migajas de unos fueros con cuya extensión no pueden competir ni los de toda la Edad Media juntos.
Que se adopte, para la nueva democracia, el más honroso y adecuado título de Onfalocracia, porque es el que refleja más poderosamente el intenso ensimismamiento de ese futuro estado
Modestamente sugiero en el título, como aportación desinteresada, y dada la facilidad con que en la tribu nostrada se recurre a nociones forjadas en la fragua donde se atiza con frenesí el fuego del delirio, que se adopte, para la nueva democracia, el más honroso y adecuado título de Onfalocracia, porque es el que refleja más poderosamente el intenso ensimismamiento de ese futuro estado, que se quiere crear para romper con el pasado, y mucho me temo que en ese derribo incontrolado hasta San Jorge salte por los aires y se entronice al auténtico patrón de la Onfalocracia: San Narciso. Pasaría, pues, de patrón del catalán oriental y de la ciudad inmortal, a patrón de la veguerial, por puro sentido común y etimológico. Estos cambios en el santoral no deben asustar a nadie: que se lo digan a la pobre santa Eulàlia, que perdió el patronazgo por un quítame allá estas langostas en cuyo exterminio sí que se afanó la Mercè.
Así pues, una sociedad que ha hecho del meliquisme, que es la versión catalana del chovinismo cercano, casi una religión dispuesta a entonar a coro la conocida canción “Som els millors…en tot!”, que desgraciadamente no renta derechos de autor, caso excepcional en esta comunidad tan amante de regalías y, sobre todo, de privilegios y aranceles y consideraciones especiales en honor a esa milloria ante la que han de prosternarse las naciones vecinas y lejanas, en acción de sumillaje, más que de sumisión, porque suma a esta a la humillación a que les gustaría someter a quienes han impedido con tan malas artes histórico-políticas que ellos pudieran alcanzar la Onfalocracia que llevan en los genes desde el hombre de Talteüll, “el primer català”, como decía en tiempos de su descubrimiento la propaganda oficial de la Delirohistoria propia de ese improbable futuro país onfalocrático.
Recrearse en la imagen ideal de uno mismo, el narcisismo primario de que hablaba Freud, no deja de tener sus consecuencias nefastas, entre ellas la radical desconexión con el principio de realidad, de manera que, sometido el narcisismo al choque inevitable con ella, los daños se multiplican y son capaces de deprimirnos profundamente. La onfalocracia no actuaría como un espejo donde, según quería Lacan, ha de sustanciarse la compleja dialéctica entre el yo, la imagen, el otro, el mundo y la verdad, sino al revés, como el velo de Maya que convierte en mundo nebuloso los impulsos emocionales acríticos que son el fundamento de la onfalocracia.
Si el Movimiento Nacional que se declaró en rebeldía contra la II República escogió la denominación de Democracia orgánica, es evidente que su émulo, el Movimiento Nacional bis, que se quiere declarar en rebeldía contra la democracia actual, heredera y superadora de ambos fracasos, el de la República y, sobre todo, el del MN1, habría de escoger el ombligo como la representación simbólica de su forma de presentarse ante el resto de estados del mundo. Los círculos perfectos son siempre círculos viciosos, porque nada hay fuera de la perfección que pueda igualársele. A la Onfalocracia catalana le sucedería lo mismo: de puro orgullo umbilical acabaría haciendo realidad el viaje a la semilla de Alejo Carpentier: sumiéndose en la nada perfecta del no ser a fuerza de serlo todo; lo mejor, obviamente.