Pensamiento

El delirio de Mas a la luz de la psiquiatría moderna

6 octubre, 2014 09:08

Como si el azar bienhumorado guiara mis pasos lectores, ha caído en mis manos (o mejor dicho, ellas se lanzaron hacia él,así que mis ojos recorrieron el enunciado del título: El delirio, un error necesario*) un libro del prestigioso psiquiatra andaluz Carlos Castilla del Pino. Leyéndolo he constatado que la enfermedad mental del presidente Mas, sin ser de tal gravedad que justifique el internamiento, coincide punto por punto con la definición del delirio y el diagnóstico que Castilla del Pino hace de los sujetos delirantes, y a dicha constatación quiero dedicar el presente artículo.

El psiquiatra andaluz, cartesiano de pro, comienza, como se debe, por el intento de definición del delirio: Defino el delirio como el error inherente a una interpretación adiacrítica en el juicio de realidad. Por eso el delirante confiere carácter de evidencia a lo que hasta entonces fue hipótesis, teoría, conjetura. Definición que requiere una cierta explicación, pues la interpretación diacrítica es aquella que nos permite distinguir entre lo que percibimos en el mundo real y los objetos puramente mentales que se hallan dentro de nosotros. Cuando la capacidad de discernimiento de la realidad de unos y otros se reblandece hasta desaparecer se cae en el delirio o, como dice el psiquiatra: ese fallo de la diacriticidad permite confundir una interpretación como una observación, y ello nos lleva a una conclusión muy clara, como escribe Castilla del Pino: El delirante no es que cometa un error (…), sino que él está en el error, instalado definitivamente en un error total, sobre él y sobre su entorno, al conferirle a sus creencias el rango de evidencias. De esa suerte de círculo vicioso es difícil salir, porque, como evidencia Del Pino: El error delirante es retroalimentado por el propio delirio, a consecuencia del solipsismo a que le conduce su modo de razonar sobre la cuestión que delira.

No hay delirio sin fantasía, como es obvio, porque ésta es lo que podríamos denominar el “agente provocador” del delirio en que se hunde el sujeto

No hay delirio sin fantasía, como es obvio, porque ésta es lo que podríamos denominar el “agente provocador” del delirio en que se hunde el sujeto. Si tenemos en cuenta cómo define la fantasía el psiquiatra, gaditano de nacimiento y cordobés de adopción: La fantasía emerge como una construcción mental de una realidad de naturaleza distinta a la exterior.(…) Si no hubiera realidad externa, o si en ésta no lográramos siempre lo deseado, la fantasía no tendría razón de ser. Por eso, la fantasía es fantasía sobre la realidad, la misma que nos deparó frustración, la que hizo imposible la realización del deseo, es obvio el carácter de creación mental compensatoria que tiene el delirio, es decir, El delirante, al hacer reales sus fantasías, elimina la realidad a la que sustituye. Lo fantaseado es para él real, y de ahí esa especie de complejo del Palau, equivalente al ya establecido y operante complejo de la Moncloa que padecen todos sus inquilinos, tarde o temprano, y que los aleja de la realidad a la que, supuestamente, dicen servir.

El delirio, sin embargo, tiene una dimensión individual que no podemos hurtar, porque esas fantasías que sustituyen a la realidad suelen ser también, fantasías de uno mismo dentro de ellas, de ahí que, como establece Castilla del Pino: La fantasía la construye el sujeto para verse in mente como protagonista de ella. Toda fantasía es fantasía de un yo exultante e hipertrófico. Toda fantasía es fantasía de grandeza, al hacer posible en ella la máxima satisfacción del deseo. ¿Cuántas veces no hemos oído que lo que pierde al presidente Mas son sus delirios de grandeza? Y ello es, precisamente lo que ha de reprochársele: la deformación que su fantasía delirante hace de la realidad, traicionándola. Y ello puede degenerar en locura, como advierte el psiquiatra: La locura del delirio (base de toda locura: “sin delirio no hay locura” –Jaspers–), no es la huida desde la realidad a la fantasía, sino el intento (grotesco, inaceptable por parte de los demás) de convertir la fantasía en realidad. Y en ese intento estamos, para desgracia de una comunidad que no se merece tener un presidente delirante, dispuesto, con la ayuda tenaz de otros delirantes como él, a romper la convivencia por afán de notoriedad, porque para la psiquiatría es evidente que el delirante obtiene un plus de identidad merced a su delirio. Gracias al delirio, implanta en la realidad un yo que le confiere un manifiesto perfil en el mundo; es el “perseguido”(…) el “condenado”, el “salvador del mundo”, lo que nos lleva a pensar si todos los delirios lo son, en última instancia, de grandeza. Gracias al delirio –continúa Castilla del Pino– el delirante obtiene una presencia que de otra forma se le negaba, y todos hemos de recordar que esa negación provino de las urnas, con el severo correctivo con que recibieron su propuesta mesiánica para hacer realidad su delirio secesionista. Desde la perspectiva del impulso que siente el ser humano para instalarse en el delirio, es evidente que cuanto menos definida sea la personalidad del sujeto, más riesgo hay de caer en él, porque las convicciones sobrevenidas son el mejor pasto de esa carencia que intenta suplirse con la sobreactuación. Castilla del Pino es claro al respecto: es interesante la observación de que cuanto más deficitaria es una estructura de carácter tanto más susceptible es el sujeto para presentar un síndrome sicopatológico neto, muchas veces de tipo delirante.

Parte de esas convicciones de Mas es el error inhumano de su tan solemne como pretenciosa seguridad, como si ésta fuera un escudo que lo protegiera frente a la visión crítica

Y es vox pópuli el escaso carácter de un político segundón, encumbrado para servir de puente para el advenimiento del hereu que perpetuara la nissaga de poder pujolista. De ahí que, a falta de ideas no delirantes, el presidente Mas haya repetido, con esa fingida experiencia de Maquiavelo de rebotiga, que para enfrentarse al poder del estado español, lo que hace falta es astucia. Ahora bien, con este giro estratégico cae de lleno en una de las características básicas de la escasa personalidad del delirante, a juicio de Castilla del Pino: el delirante se torna “sagaz” a fuerza de buscar “tres pies al gato”, y como alguno me dijo, “soy capaz de leer en un papel en blanco. No cabe duda de que ese papel en blanco es, en este caso patológico que nos ocupa, el famoso “80% del pueblo catalán” o la “amplia mayoría” sobre la que él escribe sus delirios. Ahora bien, y ya acabo, es muy significativo este preciso juicio de Castilla del Pino sobre el caso del presidente Mas, porque, a juzgar por las pruebas que hemos ido viendo, donde en el libro se lee delirio nosotros podemos leer Mas con todas las de la ley diagnóstica: No habría delirio si el sujeto no mantuviese una vinculación sentimental insuperable con el objeto en crisis. Ese objeto es él mismo, al que ha de salvaguardar como sea, antes que declararse arrollado y vencido por la realidad en torno. La tensa y permanente inseguridad del delirante en áreas de sí mismo que ha de proteger a toda costa, es la responsable de que el delirio se genere, se mantenga y el sujeto se instale en él a perpetuidad. Le va en ello “la vida” como sujeto, es decir, su entidad como tal. Sin delirio puede biológica pero no psicosociológicamente vivir. Sin delirio ni para sí mismo tendría biografía. Ante tanta contundencia, que se ajusta a la realidad del caso presente como una oración a los deseos del feligrés –y no entro en las papeletas que para acabar delirante, según Castilla del Pino, tienen aquellos con férreas convicciones religiosas, como las del propio presidente, o ideológicas–, ¿quién puede dudar de que el fracaso secesionista de Mas no será sino su propio y patético fracaso biográfico?, porque sin su Estado ¿en qué estado queda Mas? En el de la insignificancia, donde hace tiempo que habita, a pesar de sus deseos delirantes de protagonismo.

Parte de esas convicciones de Mas es el error inhumano –porque según Castilla lo propio de las personas es dudar– de su tan solemne como pretenciosa seguridad, como si ésta fuera un escudo que lo protegiera frente a la visión crítica de quienes la reciben como un ingrediente definidor del delirio en que vive. Por eso, a Castilla del Pino no le cabe duda de que no dudar de los demás ni de sí mismo (de nuestra capacidad para adquirir un saber seguro acerca de uno, de los demás, de nuestra necesidad de mentirnos y hasta de des-conocernos), ése es el error. Que se consolida cuando, prescindiendo de todo ello, se llega al error mayor: el de creerse en la verdad, el dogma.

He aquí, por lo tanto, cómo se llega de la fantasía delirante a la posesión del dogma, cuyo destino, bien nos lo enseña la Historia, no es compartirlo con los demás sino imponérselo. En el caso que nos ocupa es obvio que el tratamiento adecuado no lo prescribirá un psiquiatra, sino el Tribunal Constitucional.

*Castilla del Pino, Carlos (1998) El delirio, un error necesario. Oviedo, Ediciones Nobel.