Anteayer, mientras escuchaba el discurso que el presidente del Gobierno de España pronunció tras el Consejo de Ministros extraordinario, no podía por menos de preguntarme por qué ese hombre había tardado tanto en decir lo que estaba diciendo. Teniendo en cuenta que, como él mismo reconoció en su intervención, el desafío del Gobierno de la Generalitat y del Parlamento de Cataluña era ya cosa vieja, ¿a qué haber esperado tanto tiempo en contestar con las palabras justas, ni una más ni una menos, a quienes con su proceder ponían en cuestión el propio Estado de derecho? La única explicación a semejante demora cabe buscarla en el complejo con que los sucesivos gobiernos de España y muchísimos ciudadanos españoles han tratado siempre al nacionalismo, sea este de matriz catalana, vasca, gallega o de nueva planta. Un complejo en el que se mezclan, a partes iguales, temor y mala conciencia. Temor a que una negativa a sus demandas derive en una inestabilidad mayor que la existente; mala conciencia o sentimiento de culpa por lo que los gobiernos de la España franquista —y, según como, de la España a secas— hicieron o dejaron de hacer con cuantos aparejos sirven a esos nacionalismos como signo de identidad.
Mariano Rajoy no dijo sino lo que cualquier gobernante de un Estado democrático habría dicho desde el primer momento ante las pretensiones de un movimiento secesionista
Y es que, si bien se mira, anteayer Mariano Rajoy no dijo sino lo que cualquier gobernante de un Estado democrático habría dicho desde el primer momento ante las pretensiones de un movimiento secesionista. Que no hay democracia sin ley. Que todo cuanto afecta al conjunto de los españoles —como es, por ejemplo, la integridad territorial del país— debe ser decidido por el conjunto de los españoles. Que nuestro código de barras democrático, aquello que nos hace ciudadanos libres e iguales, es la Constitución de 1978, y que a ella debemos remitirnos mientras no exista otra. Que todo se puede hablar y discutir, faltaría más, siempre y cuando se acepten las reglas del juego, o sea, siempre y cuando se acate el marco jurídico vigente. Que, en definitiva y tal y como se desprende de todo lo anterior, ni la ley de consultas catalana ni la convocatoria a las urnas que de ella emana pueden haber lugar.
Pero también es cierto que esa demora del presidente del Gobierno en proclamar lo obvio no debería achacarse, como tantas veces se ha hecho, a la premiosidad que le caracteriza o, en el mejor de los casos, a la prudencia que hay que esperar de cualquier gobernante. O no sólo a eso. También, y de forma especial, a la ausencia en España de un verdadero sentimiento de ciudadanía. Al fin y al cabo, los políticos no son más que un reflejo de la sociedad a la que representan; se mueven al son que marcan sus electores, y si estos no les apremian en un determinado sentido, difícilmente van a ser ellos quienes tomen la iniciativa.
Y no es que la palabra ciudadanía no se haya oído ni continúe oyéndose por estos pagos. Piénsese en la malhadada asignatura de ESO y Bachillerato con la que parecía que el anterior presidente del Gobierno iba a cambiar la suerte de generaciones de jóvenes españoles y que no logró superar las embestidas de la Conferencia Episcopal, por un lado, y de los muy izquierdosos autores de libros de texto, por otro. O piénsese en el uso tan impropio como políticamente correcto que se hace hoy del vocablo como superador de un plural, ciudadanos, que acarrea una notoria mancha de género. Pero no me refiero, claro está, a ninguna de esas acepciones del término, sino a la ciudadanía como compendio de los deberes y derechos inherentes a la condición de ciudadano. Es este y no otro el significado que en verdad nos concierne y cuya concreción en hechos tanto echamos en falta. Porque los españoles somos ciudadanos libres e iguales en virtud de esa Constitución de 1978 que tanto nos costó levantar y que hemos convertido entre casi todos, por acción u omisión y siguiendo la estela de los nacionalismos, en el sumidero de nuestras peores frustraciones. Lejos de comportarnos como sujetos políticos, de intervenir en los asuntos públicos en la medida en que todo lo público nos compete, de defender lo que sí importa, la inmensa mayoría de los españoles nos hemos acostumbrado a una suerte de vagancia cívica mientras una minoría diligente no descansaba en su afán por laminar nuestra ciudadanía.
Hasta hoy. Y lo más triste es que lo que pase mañana acaso ya no dependa sólo de nuestra voluntad.