Parece que Artur Mas está dispuesto a cambiar la fecha y la pregunta -o preguntas- de su consulta a condición de que el Gobierno le permita convocarla. Según él, todo es negociable menos el referendo. Así las cosas, Mariano Rajoy ya sabe a qué atenerse en su próximo encuentro con el presidente de la Generalitat. En sus manos está la posibilidad de desbloquear la situación. Basta con que deje a los catalanes votar. ¿El qué? Eso es lo de menos, siempre y cuando el asunto sea de importancia. Pueden votar, pongamos por caso, sobre la necesidad de empezar a erigir un panteón de catalanes ilustres, cuyos primeros moradores serían, sin duda alguna, todos y cada uno de los miembros de la familia Pujol-Ferrusola; o sobre la conveniencia de convertir el himno del Barça en himno vehicular de la enseñanza pública y privada del país, lo que conllevaría su aprendizaje desde el parvulario y su ejecución e interpretación en todos los niveles del sistema educativo; o en fin, y en aras a un mejor aprovechamiento de los recursos públicos, sobre la oportunidad de eliminar la diversidad de cabeceras periodísticas escritas, audiovisuales y digitales existentes hoy en Cataluña -al fin y al cabo, todas dependen del mismo presupuesto y dicen más o menos lo mismo- para conservar un solo diario, una sola radio, una sola televisión y una sola plataforma digital, todos ellos grandes y libres. Estoy seguro de que en los tres supuestos consultivos el sí sería abrumador o, lo que es lo mismo, el no sería tan residual como aquel Estado al que se refirió Pasqual Maragall hará pronto ocho años coincidiendo con la entrada en vigor del actual Estatuto.
Para el nacionalismo catalán, la reivindicación llamado "derecho a decidir" se ha convertido en algo lisérgico. Permite a los adeptos huir de la realidad y sus conflictos para refugiarse en el paraíso artificial de la independencia y el Estado propio
Pero dudo mucho que el grado de flexibilidad anunciado por Mas llegue a tanto. Sea como sea, lo importante, insisto, es el voto. Y no únicamente para el presidente de la Generalitat; también para sus subalternos y asociados. Anteayer, a raíz de la presentación en Madrid del Manifiesto de los libres e iguales, los portavoces de ERC y CIU en el Parlamento catalán, lejos de discutir el sentido del documento y las propuestas en él contenidas, apelaron a la presunta incompatibilidad entre la condición de intelectual y la "actitud antidemocrática", el primero, o directamente al "miedo a la democracia" de los firmantes, el segundo. No hace falta indicar que por democracia esos preclaros representantes de la voluntad popular catalana entienden tan sólo el ejercicio del derecho al voto de sus congéneres regionales. Y sobra añadir que ese mismo derecho que ellos reclaman para sí se lo niegan, en lo que a sus asuntos atañe, al resto de los españoles.
Para el nacionalismo catalán, la reivindicación del voto -es decir, del llamado "derecho a decidir" y la consiguiente consulta- se ha convertido en algo lisérgico. Permite a los adeptos huir de la realidad y sus conflictos para refugiarse en el paraíso artificial de la independencia y el Estado propio; facilita una visión deformada de las cosas, con lo que semejante distorsión suele traer consigo -para entendernos: el adepto cree estar transitando por una verde e inconmensurable llanura y resulta que tiene ante sí un precipicio-, y sume al interfecto en un estado de placidez balsámica. Ah, y lo que es peor, al igual que aquel LSD de nuestra juventud -ignoro cómo andará ahora la cosa-, crea adicción. El problema, ya lo adivinan, es la vuelta a la realidad. Cuando no el mal viaje, que muchas veces, por desgracia, no tiene retorno. En fin, no sé hasta qué punto esta gente está en condiciones de razonar. Pero, en todo caso, avisados quedan.