La semana pasada un buen amigo con el que hablo menos de lo que debiera me recordó, por si se me había olvidado, que arrancaba el Año Vinyoli. Tenía razón: se me había olvidado. Estábamos a 3 de julio y al día siguiente se cumplían cien años del nacimiento del poeta, por lo que el Departamento de Cultura de la Generalitat, fiel a la costumbre instaurada en la década de los ochenta por el parafuncionario Altaió, daba por inaugurado el año dedicado a su figura. Joan Vinyoli -o, para ser precisos, Juan Viñoly- nació, en efecto, en Barcelona el 4 de julio de aquel año infausto en que Europa empezó a desgarrarse como nunca hasta entonces. Pero lo infausto, para él, vino más bien con el fin de la guerra. No por la guerra en sí, sino por la epidemia de gripe que asoló medio mundo aquel otoño y se llevó por delante a 70 millones de personas. Su padre, que era médico, no rehuyó el cumplimiento del deber y murió a pie de obra. Esa orfandad precoz marcaría la vida del futuro poeta. A los dieciséis años tuvo que ponerse a trabajar para mantener al resto de la familia: entró en la Editorial Labor y ya no saldría de allí hasta la jubilación.
El arranque del pasado jueves tuvo ya un pequeño lunar: entre los intervinientes figuraba Àlex Susanna
Pero, además de ejercer sus labores como "empleado de escritorio" -así gustaba de calificarse a sí mismo no sin cierta retranca, pues llegó a alcanzar en la empresa el puesto de subgerente-, Vinyoli escribía. Poesía, y de la buena. Por desgracia, en la Cataluña que le tocó en suerte esa calidad no fue apreciada más que en sus últimos años, y aún hasta cierto punto. La sombra de Espriu lo cubría todo. Para entendernos: el plus de poeta nacional -y abstemio, habría que añadir, aunque sólo sea para rematar el contraste entre el estoico de Sinera y el epicúreo veraneante de Begur y Santa Coloma de Farners-. Algo así se ha repetido ahora con la celebración de los centenarios respectivos. El de Espriu ha contado con toda la parafernalia institucional y un presupuesto de escándalo -empezando por los obscenos honorarios del comisario Bru de Sala-, mientras que el de Vinyoli se mueve en otra dimensión, mucho más modesta y quisiera creer que también más humana y más apegada a su obra.
Aun así, el arranque del pasado jueves tuvo ya un pequeño lunar. Entre los intervinientes figuraba Àlex Susanna. Natural, ya que se trata del actual director del Instituto Ramon Llull (IRL) y la obra de Vinyoli merece ser difundida urbi et orbi. Pero Susanna no figuraba sólo como director del IRL; también como "amigo personal del poeta". Yo no sé lo que es un amigo personal, pero sí sé lo que es un amigo. Y, en particular, un amigo de Joan Vinyoli, dado que yo lo fui. Y me consta que Susanna, suponiendo que hubiera llegado a serlo, perdió un buen día esa condición. Exactamente el día en que Vinyoli descubrió que aquel joven con ínfulas de poeta no se había arrimado a él porque apreciara su obra y su compañía, sino sólo por las puertas que podía llegar a abrirle en el siempre mezquino mundo de la literatura catalana. Una vez abiertas esas puertas, y en la creencia de que ya no podría abrirle muchas más, fue el propio Susanna quien dejó de frecuentar a Vinyoli. Sin explicación ninguna, como quien abandona un trasto viejo la noche de San Juan.
He dicho antes que Vinyoli escribió toda su vida poesía. En esa poesía, no todo fueron versos. También hubo cartas y, en especial, postales. Es posible que Susanna recibiera alguna y la conserve. Son retazos de vida, de un valor literario notable. Pero la amistad, la verdadera amistad, no la forjan una simple postal, un par de visitas a domicilio o una firma estampada en un acto de homenaje, sino una relación robusta, sostenida, basada en la confianza, la lealtad y, a menudo, el cariño. Es lo que permite, andando el tiempo, afirmar que uno ha sido amigo de alguien y, por supuesto, que este alguien lo ha sido de uno. Lo demás son sólo medias verdades, cuando no grandes mentiras