"En Macondo comprendí que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver", dice Sabina en una hermosa canción. Y sin embargo, yo he vuelto a García Márquez, a Cien años de soledad, cuatro veces en mi vida, y en las cuatro ha subvertido el estado natural de mis rutinas.
Las voces apagadas, las voces oprimidas, son siempre las portadoras de una verdad más fiel y más honesta, y por lo mismo más terrible, de un discurso que domina justificándose y hablando siempre de lo mismo
Quien aspire a ser buen narrador no puede evitar poner un texto en su contexto. Y habida cuenta de que, pese a los mitos edificados, nadie es nada sin los otros, espero que se me disculpe el aparente exabrupto: la objetividad es indecente, por vacua, por fútil, por impertinente y por embustera.
La historia deja sujetos singulares, y el gitano Melquíades, muy por encima de Napoleón, es uno de ellos. Un gitano honrado en los tiempos en que nadie confía en la honradez de los gitanos. La historiografía común se complace en documentar (y encumbrar) toda suerte de fruslerías que sustentan el discurso de los vencedores. La historia de los oprimidos, olvidados, vejados, necesitados, burlados, empobrecidos y desamparados se ha contado poco y mal, como ya advirtiera W. Benjamin.
Lo que no cabe en la retórica hegemónica, no obstante, se abre camino (cuando lo hace) en la literatura menos estéril, en la otra, en la de aquellos escritores que se resisten a repetir como tarugos una propaganda forjada a imagen y semejanza de lo establecido. Pero pocos tienen el valor de romperla, o por lo menos cuestionarla, aun cuando toda historia, incluso la más individual de todas, es mala ficción si se la separa del resto, del contexto, de los otros. La representación de una vida no es nunca consecuencia de una acción individual, porque el origen del lenguaje es la conversación.
Esto, que es un hecho biológico, no es óbice para que se construyan las mayores y más duraderas teorías sobre las más eminentes medias verdades. Uno se deja seducir fácilmente cuando tiene necesidad de ser seducido. Esto, que es sin duda una obviedad, se olvida pronto cuando se habla y se piensa en primera persona. Y entonces el nosotros, que en estos tiempos goza de inmejorable salud, no es más que una burda maniobra retórica para enmascarar un yo que, desafiando las leyes más elementales de la lógica, quiere hablar y pensar en nombre de todos.
Las voces apagadas, las voces oprimidas, son siempre las portadoras de una verdad más fiel y más honesta, y por lo mismo más terrible, de un discurso que domina justificándose y hablando siempre de lo mismo. Cuando esto ocurre, ¿quién podría tener unos oídos tan afinados como para poder escuchar una queja inaudible?
La vida ya está empezada cuando unos personajes escogidos arbitrariamente irrumpen en ella. Pero José Arcadio Buendía nunca fue un ceñudo descreído que se despachara amargamente contra todo intento novedoso de organizar la vida en común. Y siguió pensando hasta redimirse, en el limbo de lo desacostumbrado, de los cien años más productivos de la literatura, como siguió pensando hasta que pudo hacerlo Gabriel García Márquez, para estupor de algún que otro estólido profesor entregado sin pasión a la necia carrera de aparentar mayor solemnidad y distinción que sus colegas. En fin, visiones alternativas de una realidad que se ha vuelto opaca en los tiempos de mayor realismo.