Pensamiento
Somos catalanes, somos cojonudos... ¿no?
A estas alturas supongo que no hace falta que venga yo a explicarles qué pasó el último 8 de abril en el Congreso de los Diputados. Seguro que se han enterado y que la pila de opiniones que tienen sobre el tema les llega hasta el techo y más allá. Menda lerenda sólo quiere llamar la atención sobre un temita que desde ese día me llama la atención y me preocupa bastante. Me refiero al nuevo ataque por tierra, mar, aire (y prensa, claro) del narcisismo catalán sin fronteras.
Yo en tiempos, cuando estaba de humor, gustaba de comparar a los políticos catalanes con los israelíes... pero no en aquello en que les halaga ser comparados, me temo. Yo solía decir medio en broma, medio en serio: los israelíes y los catalanes se parecen en que lo hacen todo mejor que sus vecinos... excepto la política.
¿Cómo si no se entiende, insistía yo, que países tan primorosos y tan prósperos, tan ejemplares, tan capaces de sacar de les pedres pans y del desierto campos de golf regados con agua bendita, se lo monten tan rematadamente mal en Madrid y en la ONU? ¿Por qué siendo tan cojonudos, resulta que todo el mundo desconfía de nosotros y nos odia?
¿Tendrá algo que ver con cierto autismo asociado a cierta prepotencia de andar por casa?
Más que nada lo digo porque en una reciente tertulia televisiva me vi embarcada en un para mí surrealista rifirrafe con un colega catalán de profesión que va y a estas alturas sostiene que Cataluña va ¡tan bien! que es en estos momentos no sólo el motor sino el faro de la recuperación económica, política y democrática de todas las Españas. Vamos, que suerte tienen de nosotros, y de que nos queremos ir dando un portazo, porque para conseguir que nos quedemos van a tener que salir de brutos, de torpes y de preindustriales todos los demás.
A ver. Ciertamente esa idea de que los catalanes hemos salvado España de sí misma una y mil veces da un morbo muy agradable. Y es verdad que ha habido momentos estelares de lo catalán en el marco de lo español. Pero de ahí a pretender que somos la sal de la tierra, el azúcar de España y el pimentón de Europa, y sobre todo pretender que lo somos ahora, cuando todo va como va, cuando Cataluña afronta los peores recortes sociales y de todo tipo de su historia y cuando la inversión pasa de largo como alma que lleva el diablo, no es que sea autobombo. Es que es delirio, y delirio peligroso. Es sociopatía nacional.
Yo primero pensé que era un patinazo dialéctico de mi colega en aquella tertulia, que él solo se había metido en un jardín sin darse ni cuenta. Pero una atenta y aplicada lectura de unos cuantos artículos de este y de aquel, de todos los que, vamos a decirlo claramente, escriben a toc de pito en estos casos, ha ido transformando lenta pero inexorablemente mi resquemor en miedo pánico. No estamos ante una mera inconsistencia más. Es algo planeado. En ciertos ambientes ahora toca decir que bien mirado la consulta del 9-N era para preguntar al pueblo catalán: "¿Quiere usted ayudar a los pobres españoles que no son de aquí a aprender a hacer la O con un canuto?".
A ellos les parecerá una manera muy creativa de envainársela: vas y dices que todo este lío no era más que una manera más impulsiva de lo habitual de querer ser la gran locomotora de España. ¡Más madera, que es la guerra! Lo malo es que además de decirlo, se lo creen. Que están tan imbuidos del mito de la superioridad política (por decirlo amablemente) catalana que ni se dan cuenta de que lo que dicen se da de hostias, ya no con la sensibilidad ajena, sino con la pura y dura realidad. ¿Pero de verdad no ven que estamos con el agua al cuello?
Normal que nos vaya como nos va. A este paso acabaremos con Obama exigiéndonos que congelemos los asentamientos de Badalona y Cornellà.