"Nunca el Estado español había sido lo bastante fuerte para realizar una política descentralizadora y las regiones seguían conservando sus particularidades y características. Lo curioso es que en el siglo XIX los liberales fueron centralistas, mientras que sus contrarios, los carlistas, habían defendido, sobre todo en las Vascongadas y en Cataluña, los fueros locales. La Primera República había sido también centralista y se hundió, en gran parte, por la insurrección de los cantonales, que desde la izquierda introducían por primera vez el federalismo. Durante la Restauración, los industriales catalanes y vascos acrecentaron mucho su potencia económica, y exigían del Gobierno de Madrid una protección aduanera que les asegurase su mercado principal, que nunca fue otro que el resto de España, entrando así en conflicto con los agricultores y terratenientes de las otras regiones, que veían amenazadas sus clásicas exportaciones de productos del campo. Como Cataluña y el País Vasco incluían las más ricas provincias españolas, contribuían más con sus impuestos y luchaban por administrar ellas mismas esas fuentes tributarias para su propio beneficio. Este era el fondo económico de la disputa, aunque el problema se hubiera agriado, por la posición poco amigable de los gobiernos monárquicos ante las manifestaciones lingüísticas, culturales y folklóricas, que fueron muchas veces reprimidas, sobre todo durante la dictadura de Primo de Rivera. Esto lo demuestra el que el mayor enemigo de la autonomía del País Vasco fue una de sus provincias, Navarra, que no se había industrializado y donde predominaban los campesinos pequeños y medios. Asimismo, las regiones limítrofes a Cataluña, ligadas a ella históricamente, como Aragón y Valencia, pero de estructura económica distinta, asistieron con la mayor indiferencia a la lucha de aquella por el Estatuto, dando al traste con la idea de hacer resurgir la "Gran Cataluña". En cambio, la autonomía gallega se planteaba de un modo muy diferente, no había estridencias, no despertaba sospechas, no encontraba enemigos. Galicia, región poco desarrollada económicamente, no entraba en contradicción con las otras regiones, pedía simplemente respeto a su lengua, a su literatura, a sus costumbres y a su tradición".
A cualquiera que lea estos párrafos seguramente no le habrá sorprendido su contenido pensando que es otra interpretación del llamado "problema histórico" entre España y sus comunidades denominadas históricas. Lo sorprendente es que su autor dejó la vida terrenal hace más de 42 años (en 1971). Su nombre, Manuel Tagüeña, uno de tantos exiliados de la Guerra Civil española que con 25 años llegó a dirigir un Cuerpo de Ejército republicano en la Batalla del Ebro con más de 70.000 hombres bajo su responsabilidad.
La revolución cultural y social nos hace plantear seriamente si en realidad hemos de aceptar como cierta la paradoja de que contra más información recibimos, más felices y más libres nos sentimos
Como tantos otros ilustres personajes de nuestra historia contemporánea, pues no todos lo fueron de un bando, éste militante del Partido Comunista y doctorado en Matemáticas, seguramente, será recordado como un brillante militar con una carrera meteórica en tan corto espacio de tiempo; sin embargo, después de haber leído sus memorias, descubrí otra faceta interesante de su vida aunque no la más conocida, sobre todo cuando reflexiona sobre los grandes acontecimientos políticos que le tocó vivir.
Han pasado más de 70 años del último conflicto civil entre españoles y da la sensación de que otro ciclo histórico se va cerrando para volver de nuevo al origen. Sin duda, los tiempos no son los mismos; ahora gozamos de cierta libertad que muchos, los más progres, se atreven a catalogarla como "democrática" y nada comparable a tiempos pasados; aunque en el fondo intuyamos que seguimos siendo tutelados por los que actualmente ostentan el poder. En efecto, la revolución cultural y social que ha venido provocada por las nuevas herramientas de comunicación nos hace plantear seriamente si en realidad hemos de aceptar como cierta la paradoja de que contra más información recibimos, más felices y más libres nos sentimos.
El verano pasado aproveché junto a mi familia de unos días de vacaciones en la costa normanda, al noroeste del país galo. Todo resultaba relajante y enriquecedor deleitándonos del conocimiento histórico y cultural de esta parte del territorio francés que tanto influyó en nuestra historia más reciente, pues solamente tendríamos que recordar lo que supuso el día D sobre las libertades de las que nos vanagloriamos actualmente en nuestro entorno occidental. Pues bien, esa relajación momentánea a la que me refiero desapareció al instante cuando me conecté a través de internet con los medios de comunicación españoles. El efecto fue inmediato y a medida que me introducía en la lectura de artículo tras artículo, la tensión iba en aumento. Por fin, la desconexión en la red me devolvió a la realidad aunque luego llegó el periodo de reflexión sobre los mismos temas y cuestiones. ¿Tan mal nos encontramos en España? ¿Tanto desapego hay entre Cataluña y el resto del Estado? ¿Será todo mentira? ¿Cómo hemos podido llegar a esto? y ¿hasta cuándo dejarán la prensa y los medios de comunicación de transformar la realidad cotidiana en noticias fácilmente manipulables?
Lo curioso del caso es que ya hemos pasado por esto. Veamos uno de esos momentos históricos que podríamos tomar como ejemplo. ¿Recuerdan aquel conflicto entre España y los Estados Unidos, la llamada Guerra de Cuba, que acabó con la práctica desaparición del colonialismo español? No se preocupen, mi intención no es debatir entre culpables e inocentes, pero sí que podríamos llegar a la conclusión de que aquella prensa agresiva y sectaria dirigida por el magnate de la prensa norteamericana William Randolph Hearst, éste que posteriormente fue llamado en las pantallas cinematográficas Ciudadano Kane, contribuyó decisivamente al desastre humano generado por los intereses de una minoría, eso sí, muy influyente.
Más recientemente todavía recuerdo una breve conversación mantenida en los pasillos de un congreso político donde un aspirante electo para gobernar este país me confesaba con cierta amargura su fracaso al no tener el apoyo ni de Felipe González ni de El País. En fin, ejemplos como estos, podría contarles muchos.
¿Se imaginan una TV3 libre o una TVE donde se pudiera ejercer el libre ejercicio del periodismo aprendido en la calle y en las universidades?
Me pregunto, entonces, si algún día podremos disponer de esos medios de comunicación que nos merecemos y que pagamos. Que estén al servicio de la ciudadanía y no a costa de ella o del gobierno de turno. ¿Se imaginan una TV3 libre o una TVE donde se pudiera ejercer el libre ejercicio del periodismo aprendido en la calle y en las universidades? ¿El poder leer cualquier periódico en Cataluña o en el resto del Estado sin tener la sensación de que nos están manipulando? Sin duda, es un tema para reflexionar, sobre todo para aquellos que solo leen y escuchan lo que es afín a sus ideas e intereses. Esto me lleva a la siguiente reflexión sobre si debemos creer de verdad que el derecho a la información, tal como lo entendemos en este país, contribuye a hacernos más libres y solidarios.
Las últimas manifestaciones multitudinarias realizadas el pasado 11 de septiembre y el 12 de octubre alcanzaron un índice de participación popular no acorde con los datos presentados por la prensa nacional ni por los órganos gubernamentales dando la sensación de presentarnos por ambos lados una realidad virtual increíble por la ciudadanía. Mi percepción subjetiva es que en la Diada asistieron cientos de miles y en el día de la Hispanidad solo fueron decenas de miles. Sin embargo, lo que debemos cuestionar es por qué hay tanto interés en algunos medios de comunicación, sobre todo en Cataluña, en confrontar el número de asistentes en ambas manifestaciones. ¿Acaso se intenta demostrar con ello la hegemonía de unos sobre otros ciudadanos en Cataluña? ¿O que solo son unas decenas de miles los descontentos en Cataluña con la deriva soberanista escondida bajo el llamado derecho a decidir?
Créanme si les digo que el sentir general de los que no nos sentimos atraídos ni identificados con ese fervor identitario se basa en la prudencia, el respeto y la igualdad con las personas con las que convivimos en nuestro entorno aunque nos sintamos provocados por alguien que intenta demostrar su disconformidad mediante la imposición de una bandera en el balcón de al lado. Un símbolo que en el fondo nada tiene que ver con la igualdad sino que intenta marcar distancia entre unos y otros.
Tal como yo lo entiendo, el Gobierno autonómico de Cataluña y sus medios propagandísticos, influenciados excesivamente por la Assemblea Nacional Catalana (ANC), están jugando con fuego intentando justificar su propia inoperancia y torpeza en el conocido agravio del pez grande que quiere comerse al chico utilizando un lenguaje provocador como que "España nos roba", o sea, que los españoles les robamos. Este término no busca sino el enfrentamiento social y por ende entre los propios ciudadanos catalanes.
La sociedad española no tiene sentido sin una parte de ella, por más que una minoría en su globalidad regional intente demostrar lo contrario
El señor Mas debe marcharse. Ya tuvo su oportunidad y la malgastó. Ahora es el momento de dar paso a otros dirigentes que sean leales y justos con quienes les votan, o no. Su tiempo ya pasó y la oportunidad de emular la misma hazaña que su antecesor Lluís Companys está ya fuera de lugar en nuestros tiempos. Nuestra historia más contemporánea ha de hacerle reflexionar que éste no es el camino para conseguir el bienestar de sus gobernados.
Nosotros somos lo que somos y no podemos cambiar unilateralmente las reglas del juego democrático por la decisión o las argucias de carácter sentimental o patriótico de una clase dirigente y retrógrada que se resiste a dejar su hegemonía sobre la clase media y trabajadora. Queremos vivir en paz respetando nuestra propia idiosincrasia como la de los demás y no necesitamos ser tutelados por nadie que priorice la diferencia, ignorando a su pesar lo que nos une como miembros de una sociedad avanzada y progresista.
En el contexto actual, Europa no tendría sentido sin la unión de toda su ciudadanía tanto si proceden de países ricos y poderosos o de otros en vías de desarrollo. De una misma forma, la sociedad española no tiene sentido sin una parte de ella, por más que una minoría en su globalidad regional intente demostrar lo contrario. Históricamente, las frustraciones y desencuentros entre parte de la sociedad catalana, prioritariamente la clase dirigente y acomodada, se han ido sucediendo cíclicamente durante más de 200 años y casualmente bajo los mismos argumentos desde su inicio. El resultado ya lo conocemos, por eso, no caigamos en la petulancia de que si los tiempos han cambiado nada de aquello volverá a ocurrir.
No hay que tener temor sino esperanza en el futuro; sin embargo, conviene para el bien común de todos los que convivimos en la misma tierra buscar otros objetivos consensuados entre todas las partes o sustituir los que hay si no sirven con la aquiescencia de todos. Todo lo contrario sería buscar el desánimo, la frustración y el desengaño. Intentemos romper el ciclo histórico que nos mostraba nuestro héroe de la Guerra Civil demostrándonos a nosotros mismos que somos mejores de lo que nos pensamos.