El impresionismo abstracto es una tendencia pictórica contemporánea sobre la que no me voy a extender en el presente artículo; lo que sí voy a hacer en él es abusar del término para propósitos distintos a los de la crítica de arte, pues me parece que se aviene a la perfección con una actitud política que pretende erigirse en fundamento de la legitimidad democrática y que consiste en recibir determinadas impresiones de los hechos -impresiones adquiridas por contagio social, por propaganda mediática-, asimilarlas sin ningún interés por la precisión, y convertirlas de inmediato en meras abstracciones que se acomodan a las ingratas formas y los oscuros colores del recelo, la antipatía, la indignación, el odio.
Los lugares comunes del impresionismo abstracto son de la misma especie que los prejuicios, pero se perciben como ideas políticas, y esta percepción les da carta de naturaleza. El famoso psicolingüista norteamericano George Lakoff puso marco a las obras del impresionismo abstracto: llamó justamente frames ("marcos") a los espacios mentales que crea este fenómeno y, gracias al éxito internacional de la versión popular de su teoría cognitiva -expuesta en un librito titulado No pienses en un elefante-, se hizo con una fortuna. Ahora bien, el doctor Lakoff -que encima tuvo la desfachatez de atribuir en exclusiva a la propaganda del Partido Republicano la práctica de perturbar las conciencias de los ciudadanos con marcos de relaciones mentales favorables a su causa- no inventó nada nuevo; ochenta años antes que él, Walter Lippmann ya había descrito con todo detalle, y sin la arrogancia cientificista que caracteriza ciertas aportaciones de la psicolingüística, la naturaleza de la opinión pública, que no puede consistir en nada más -insistamos en ello- que en asociaciones de ideas que por su misma abstracción nunca llegan a un grado de precisión suficiente para ser puestas en entredicho. Así lo expone Lippmann en un pasaje de su obra capital, La opinión pública:
"En muchos asuntos de gran importancia pública, y en asuntos más personales, aunque en distintos grados según el sujeto, los hilos de la memoria y las emociones se enmarañan. Como resultado, una misma palabra puede connotar cualquier número de ideas diferentes: las emociones se desplazan de las imágenes a las que pertenecen, a nombres parecidos a los que a éstas les corresponden. En las zonas de nuestra mente que nunca sometemos a la crítica, llevamos a cabo un amplísimo número de asociaciones onomatopéyicas, o basadas en el contacto o la sucesión. También creamos vínculos emocionales vagos y convertimos en máscaras palabras que habían sido nombres".
Antes del fascismo se presenta siempre el populismo, que es el principio activo de los movimientos totalitarios, y no parece que nadie en Europa se quiera dar cuenta de cómo va volviendo por sus casos
Así, por ejemplo, cuando un tradicionalista oye las palabras liberal o progresista, su mente navega al instante por terribles escenas de concupiscencia y desorden moral, y cuando un izquierdista oye las palabras liberal o conservador ya solo ve estafadores profesionales, mojigatos y carcundas; y el demonio de la rabia acude inmediatamente a las conciencias de ambos para lanzarles al ataque. Lo mismo le ocurre a un independentista catalán o vasco cuando oye la palabra español, que en su marco mental convive con franquista, facha y fascista y con toda suerte de perversos estereotipos; a un luchador antisistema cuando oye las palabras transgénico o farmacéutica, o a una feminista radical cuando oye la palabra hombre, términos que no quieran saber ustedes con lo que pueden llegar a convivir en los marcos mentales correspondientes. En fin, el lector puede poner todos los ejemplos que desee; el mecanismo, por supuesto, es idéntico para todas las ideologías que admiten una rápida vulgarización, y los marcos no se limitan a contener palabras; también incluyen, aún con mayor eficacia, fantasmas más desdibujados que las palabras y que precisamente por ello mueven con mayor eficacia al fanatismo.
De todo lo que acabo de exponer se desprende que, cuanto más simple es una idea, más fácilmente prospera, y que en la actual sociedad de la hiperimitación, en la que -gracias a los grandes avances tecnológicos que hemos conocido en las últimas décadas- todo se difunde a la velocidad del rayo, el éxito bendice al que logra poner en circulación las abstracciones mejor diseñadas para ser asimiladas cómodamente y para generar una ira inmediata en sus receptores. El político de vocación populista sabe tan bien como cierto personaje de un relato de Adolfo Bioy Casares del que ahora no recuerdo el título que "la gente a nada quiere tanto como a sus odios". Y puesto que lo sabe, sabe también que su futuro político depende fundamentalmente de la provisión de esos odios.
El angustioso crecimiento del Frente Nacional que auguran los sondeos franceses, por ejemplo, no puede responder más que a una hábil gestión de la opinión pública. No es casual, por supuesto, que ocurra en tiempos de aguda crisis; la xenofobia es un sentimiento latente en toda la especie humana y se incrementa sin duda cuando la situación social genera miedo, pero no se abriría paso en forma de oferta política si no existiera la voluntad de sustituir el razonamiento por el impresionismo abstracto. El auge de la extrema derecha es la tendencia más grave de todas las que se pueden observar en estos momentos en Europa, principalmente porque contradice de manera frontal los principios que alumbraron la Unión y porque los europeos no podemos contemplar como si no fuera con nosotros la aparición de un nuevo fascismo en el continente. Sin embargo, antes del fascismo se presenta siempre el populismo, que es -lo ha sido en todas las catástrofes de la historia reciente- el principio activo de los movimientos totalitarios, y no parece que nadie en Europa -y mucho menos en España- se quiera dar cuenta de cómo, al principio poco a poco y después cada vez más de prisa, va volviendo sobre sus pasos, por la izquierda y por la derecha, el esperpéntico fantasma del populismo, cargado con todo el arsenal de su impresionismo abstracto y dispuesto como siempre a salvar a pueblos y naciones.