Viendo, desde la ventana de mi casa, las esteladas que cuelgan de las ventanas de mis vecinos, de los vecinos que no habían tenido nunca la ocurrencia de colgar tal bandera, he pensado que lo que se me presentaba ante los ojos eran los estandartes de un fenómeno mimético a gran escala, de uno de esos fenómenos que, como ciertos cuerpos celestes, no se observan más que una o dos veces en la vida. De hecho ya hace mucho tiempo que lo pienso -no hay que ser muy perspicaz para llegar a conclusión tan obvia-, pero una cosa es pensarlo y la otra es contemplarlo desde la ventana.
Se ha insistido una y otra vez en que el movimiento secesionista que absorbe desde hace un año toda la atención política y mediática de Cataluña ha surgido de un pueblo maduro y consciente que, de manera inopinada, ha tomado la delantera a sus dudosos representantes. Lo han proclamado, en primer término, los más interesados en presentarlo así -los dudosos representantes y los periodistas que les sirven con admirable fidelidad-, pero a la divulgación del mito también se han apuntado con igual convicción los que siempre tienden a guardar media distancia, e incluso los que se declaran abiertamente contrarios a la separación. Como si la escandalosa propaganda diaria de los medios públicos y de los medios intervenidos por el Gobierno de la Generalidad -casi todos los que se generan en Cataluña- no hubiese tenido nada que ver en ello. Creer que un movimiento como este puede surgir espontáneamente de la opinión pública equivale a creer que los centenares de miles de personas que se manifiestan a favor de la independencia -niños incluidos, pues por algo los cuentan- tienen una formación suficiente en teoría política, historia, derecho y economía, y acceso a los datos necesarios para hacerse con un criterio propio y llegar personalmente a la conclusión de que Cataluña no puede continuar formando parte de España. La única explicación alternativa que se ofrece a tan rara creencia es el mimetismo de masas.
Pocas cosas me parecen tan moralmente reprobables como la actitud de esos padres que se manifiestan con sus hijitos a cuestas o agarrados de la mano
Este último año, los que no vemos exactamente las cosas como la gran mayoría del pueblo catalán, los que -en palabras de un tertuliano afecto al régimen- debemos ser considerados extravagantes, hemos tenido ocasión de hablar a menudo con familiares, amigos y conocidos que han abrazado de golpe y porrazo la causa secesionista, y les hemos oído decir que ellos no tenían nada en contra de los españoles pero que les querían de vecinos, que ellos no eran independentistas pero les han obligado a serlo, que ahora ya no queda otra solución que irse de España, que cada vez que el ministro Wert abre la boca crea miles de nuevos independentistas, y que con la independencia -gracias a la recuperación del dinero que nos roban- saldremos rápidamente de la crisis. Sueltan esas cosas de corrido y todos las dicen con el mismo tono y con la misma cara, y parecen convencidos de haber llegado a tales conclusiones con su propia capacidad de reflexión. Y si, en el curso de la conversación, a uno se le ocurre decir que el castellano también es lengua de Cataluña, le responden que sí, como también lo son el inglés, el chino y el urdú. A veces pueden decir también el rumano o el ruso, pero el urdú no falta nunca.
Como sea que algunas personas que recitan esas letanías han demostrado en el pasado que eran cultas, inteligentes y honestas, todo invita a pensar que el mimetismo afecta en un mismo grado las mentes obtusas y las agudas; que, cuando encuentra las condiciones adecuadas para ejercer su tiranía sin límites ni obstáculos, concentra tal potencia energética en las pocas neuronas que pone en funcionamiento, que las otras se apagan de repente como ocurría en otros tiempos con ciertos aparatos que, acaparando casi toda la electricidad disponible en un edificio, hacían bajar la intensidad de las bombillas de las casas hasta dejarlas en la mínima incandescencia. Consistiendo el estado mimético en una obnubilación total o parcial de la conciencia, el imitador no reconoce nunca su condición: la adolescente presumida que calca todos los movimientos de las actrices de las series juveniles americanas no va a estar nunca dispuesta a admitir la procedencia de sus tics faciales, sus gesticulaciones y sus tonos de voz; el arrogante consejero de la Presidencia que calca todos sus movimientos del presidente de la Generalidad no va a estar nunca dispuesto a admitir la procedencia de sus tics faciales, sus gesticulaciones y sus tonos de voz. De igual modo, quienes repiten todas y cada una de las consignas que oyen por la radio y la televisión -la imitación de ideas no es distinta a la imitación de caras y poses- creen haberse formado una opinión propia.
Aun cuando la imitación esclaviza con la misma fuerza a personas de todas las edades, es evidente que la infancia -no poseyendo aún ninguno de los recursos que puede inventar un adulto para oponer una cierta resistencia- es la que se muestra más vulnerable. Lanzar a los niños a la imitación de las penosas elucubraciones de los adultos debería, pues, considerarse a todos los efectos una forma de perversión de menores. Pocas cosas me parecen tan moralmente reprobables como la actitud de esos padres que se manifiestan con sus hijitos a cuestas o agarrados de la mano y que encima lo hacen con la cara de orgullo humanitario del que viene de repartir limosnas entre los pobres. El pasado 11 de septiembre las cámaras de una televisión enfocaron a una niña de unos diez años que participaba en la cadena humana. La periodista que cubría la información le preguntó que por qué había ido. "Para que nos devuelvan el dinero", respondió la chiquilla. Entre hacer que una niña diga una cosa como esta o hacerla subir a un escenario peinada y pintada como una cabaretera no existe una gran diferencia moral.
Al día siguiente, la consejera de Enseñanza dijo que la escuela debe inculcar sentido de pertenencia. No sé qué libros habrá leído la consejera, pero esto es lo último que la escuela liberal -destinada por sus fundadores a desarrollar el pensamiento crítico- se puede llegar a permitir.