En este país, quejarse de la administración pública es más que un pasatiempo: es un deporte nacional. Rodalies, burocracia, servicios públicos que parecen diseñados por Kafka… Nos quejamos, sí, pero no por costumbre, sino por pura necesidad. El derecho al pataleo es, probablemente, el único derecho que aún se ejerce sin cita previa.
Por eso, cuando una experiencia con el sistema no solo no alimenta nuestra colección de lamentos, sino que la contradice, el asombro es tal que merece contarse. No por costumbre, sino por justicia.
Todo comenzó con una carta que traía malas noticias: multas de tráfico asociadas a una moto que creíamos haber vendido hace más de 25 años. Veinticinco. Pero parece que el pequeño detalle de transferir la titularidad se nos escapó. Cosas que pasan cuando uno da por hecho que el papeleo se hace solo.
Comisaría de los Mossos
Después de un par de peregrinaciones a las oficinas de Tráfico —esos lugares donde los turnos se asignan por sorteo y la lógica brilla por su ausencia— la única salida legal que nos ofrecieron fue... presentar una denuncia. Claro, porque denunciarse a uno mismo por no saber a quién pertenece una moto que dejó de existir en tu vida en los años 90 es el procedimiento estándar.
Armado de paciencia y resignación, me dirigí a la comisaría que comparten Mossos y Guardia Urbana en Pau Claris. Una fila de turistas en la puerta delataba el escenario: calor, desorden y un aforo máximo de 11 personas que se ignora con la misma soltura con la que se ignoran los pasos de cebra en verano.
Una solución creativa
Ya dentro, y tras explicar mi odisea a una agente de los Mossos, esta consulta con sus superiores. Regresa acompañada de un Guardia Urbano. Y, contra todo pronóstico, no vino a decirme que me fuera a casa a seguir sufriendo, sino a ofrecerme una solución creativa. Escuchen bien: una solución. Creativa. En una comisaría. En agosto. En Barcelona.
El agente propuso hacer una denuncia en la que constara que ya no era el titular de la moto, de forma que se pudiera tramitar su baja. Rellenamos el formulario, firmamos los papeles y salí con algo tangible bajo el brazo. No era oro, pero después de tanto despropósito, se sentía como tal.
Servicio público real
Podría haber terminado ahí, y ya habría sido suficiente. Pero no. Al día siguiente —sí, al día siguiente, menos de 24 horas después— recibo una llamada del mismo agente. Me informa, con voz serena y profesional, que ha logrado contactar con el conductor actual de la moto y que los trámites pueden seguir su curso.
Yo, mientras tanto, sigo esperando que me despierten. Que un agente público, sin saber siquiera mi nombre completo, decida implicarse más allá de lo que exige su función, es algo que debería ocupar titulares. Servicio público real. Anónimo. Eficiente. Empático. Casi parece ciencia ficción.
Un premio para los héroes civiles
En un país que entrega premios semanales al mundo del espectáculo, ¿no podríamos tener uno para estos héroes civiles, personal medico, policias, bomberos que hacen su trabajo... y un poco más? Que nos salvan del agujero administrativo o de la emergencia que sea con una sonrisa, ingenio y, sobre todo, humanidad.
Gracias, Robert —ahora sí, ya sé tu nombre—. Por recordarnos que, a veces, la administración también puede funcionar. Y que, en el lugar más inesperado, aún se encuentra gente extraordinaria.