Uno ve las imágenes de la pedida de mano en Ribeira, allá en Galicia, y le vienen ganas de casarse, eso sí que son juergas antes de una boda, y no lo de disfrazar al novio de bailarina y pasearlo por Lloret de Mar. Niños, viejos, hombres, mujeres, y seguro que algún trans —hoy no faltan en ninguna familia que se precie— se liaron a palos, cuchilladas y atropellos como si no hubiera un mañana. Si allí estaban celebrando el amor entre dos muchachos, no quiero imaginar lo que hacen estas familias cuando se trata de solucionar disputas. La tragedia de Romeo y Julieta es una comedia rosa a lado de esta pedida de mano. Los Montescos y los Capuletos iban del brazo a todas partes y se comían a besos, comparados con los Bentos y los Borjas.
Lo malo es que, después de la juerga, se anuló la boda. Una lástima para los novios, que seguro que se aman pese a las discusiones familiares, pero sobre todo una lástima para los espectadores, que esperábamos el enlace con verdaderas ganas. Si la pedida de mano fue como fue, la boda prometía ser todavía mejor. Las bodas gitanas duran muchas horas, a veces incluso varios días, y eso da para diversas reyertas entre muy distintos grupos, de manera que al final uno ya no sabe con quién tiene que pelearse ni a quién tiene que romperle una silla en la cabeza, lo cual da mucho juego y es fuente de diversión.
En las imágenes que se han visto en todas las televisiones, puede observarse la presencia de un coche patrulla de la policía, pero no se ve a ningún agente interviniendo. De ello se deduce que los policías estaban allí como invitados a la pedida de mano, tal vez incluso como testigos de la ceremonia, y nada más. Alrededor del vehículo policial volaban barras de hierro, mesas y sillas, en sus cercanías se apuñalaba a gente y se atropellaban rivales, pero los agentes estaban a lo que estaban, es decir, estarían emocionados al comprobar cómo se querían los novios y enjuagándose las lágrimas con un pañuelo, lo que les dificultaba ver que dos familias intentaban matarse. Es comprensible: uno no es piedra, y ante el amor que se profesan dos adolescentes, se le nubla la vista y se abstrae de todo lo demás.
Antes, para pedir la mano, uno se vestía con lo mejor que tenía —que no solía ser mucho— y se iba a casa de la novia, acongojado, donde le esperaba el futuro suegro para cantarle las cuarenta y para preguntarle cómo se ganaba la vida y si tenía pensado darle pronto algún nieto, que esta casa está muy vacía, y más que lo estará si la niña se va. La cosa finalmente se despachaba compartiendo un coñac con el suegro, que en el fondo no era tan hijo de puta como parecía, y a otra cosa.
Eso hoy en día se considera demasiado aburrido, así que se monta un baile seguido de karaoke y pelea multitudinaria, en este orden a poder ser. Si el novio sobrevive a la pedida de mano, está listo para la boda. Si cae durante la trifulca, habrá que buscar otro para la niña, esta vez un poco más resistente, que el anterior no nos duró nada. Es una buena manera de comprobar si el chico que se ha buscado la niña está hecho con buen material, esas cosas es mejor averiguarlas antes de que se casen.
Si algo tienen los gitanos es que saben divertirse, da igual que sea una boda, un bautizo o una comida familiar. Es gente alegre, que igual te canta una rumba que te vende una camiseta Nike o te rompe la cabeza con un bate de béisbol, pero siempre con ese salero. A veces hay que lamentar desgracias irreparables, pero eso es como el chiste de Gila, aquél del tipo al que en el pueblo engañaron para que agarrara los cables de alta tensión.
—El pobre quedó convertido en un montón de ceniza, pero ¿y lo que nos reímos?