En la mayoría de los improvisados equipos de fútbol infantiles de los años ochenta había por lo menos un flipado. El chaval, dueño de imaginación prodigiosa y una autoestima a prueba de balas, aseguraba driblar como Maradona, chutar como Schuster o rematar de cabeza con la destreza de Hugo Sánchez. Cuando la realidad, claro, lo desmentía, al resto del equipo no le quedaba más remedio que reírse —tierno bullying— y ponerle el mote que lo acompañaría de por vida. ¿Hoy va a venir el Koeman? ¿Cómo le va a nuestro Ronaldo? Pues bien: en cuanto a la música pop, los hermanos Noel y Liam Gallagher (Manchester, 1967 y 1972) son ese chaval. Con una salvedad. A estos les salió bien.
En efecto, los disfuncionales hijos del indeseable Thomas Gallagher —un roadie alcohólico y abusivo del que debieron defenderse a puñetazos— aseguraban desde el primer local de ensayo en Burnage que iban a ser tan grandes como The Beatles. Que venderían más discos que los Stones. Papeletas tenían pocas. En contra, casi todo: la escasez léxica, una madre coraje agotada que los mantenía con trabajos de limpieza y un entorno de cervezas tibias, drogas baratas y viviendas sociales. Pero lo que tenían a favor —y lo que acabaría salvándolos— tampoco estaba mal: el visionado semanal de Top of the Pops y la lectura a fondo de los tabloides musicales de la época como bibliografía obligatoria. Y la fanfarronería. El chulismo de barrio. La certidumbre demencial de creérselo.
En el documental Supersonic (Mat Whitecross, 2016, reeditado en 2025 con material inédito), se cuenta ese bildgunsroman politoxicómano y sensacionalista –más Trainspotting que Oliver Twist– con corrección pero no demasiado pulso. Parece claro que en el ecosistema en el que aparecieron –aquel invento lucrativo del britpop– existían muchos grupos mejores que ellos. Tal vez la mayoría. ¿Cómo iban a competir esos gañanes con la elegancia andrógina de Suede, el cool intelectualizado y sexy de Pulp o el talento inteligente de sus archienemigos Blur?
'Oasis Supersonic'
Pero el caso es que Oasis representan a otra Inglaterra: la de los currelas, las filas del paro, los hooligans domesticados y los chavales con parka verde con ganas de jarana y lolololo. En 1994 debutan con Definitely Maybe, un disco que arranca con Rock ’n’ Roll Star. Más claro imposible. El sueño de ser estrella sin haber hecho nada para merecerlo. Una megalomanía contagiosa, desprejuiciada, que además sonaba bien. Canciones nostálgicas de apenas unos niños, que copian riffs y fraseos de sus hermanos mayores. Dueños de una puesta en escena tan auténtica que resulta desarmante: Live Forever, Cigarettes & Alcohol, Slide Away. La prensa amarilla y el gusto de los hermanos por lo bufonesco ponen el resto.
Con el segundo disco sucede lo inimaginable. Los tíos siguen haciendo canciones que gustan. El chiste –por contradecir a Morrissey-- sigue haciendo gracia. Como decía el single de Johnny Coppeland: todo perro tiene su día. Y un buen perro –decimos aquí– puede tener hasta dos: los dos primeros discos. Entonces se enrolan –o los enrolan-- en una guerra contra Blur. El título What’s the Story (Morning Glory)? era, por cierto, una coña privada de Noel: un juego entre la expresión coloquial ¿qué pasa, tronco? y el argot británico para referirse a la erección matutina (Morning glory). Todo muy sutil, como vemos. El disco, grabado en Rockfield Studios (Gales), suena a lo que es: torpe, sobreproducido, pegajoso. Pero también irresistible. Contiene la omnipresente y tontaina Wonderwall, Some Might Say; Don’t Look Back in Anger convierte un plagio de Lennon en un nuevo hit; Champagne Supernova cierra el álbum con siete minutos de aquel aforismo: ¿Dónde estabas tú cuándo nos estábamos drogando?
En 1995, los dos grupos más populares de la escena publican sus nuevos singles el mismo día. Country House (Blur) contra Roll With It (Oasis). Londres contra Manchester. Colegio privado contra absentismo escolar. Esa batalla la ganó Blur. sí, el single era mejor. La del talento también, pero hasta Damon Albarn lo ha dejado claro: “Ya han ganado”. En España el britpop desembarca con retraso pero con hambre. Las tiendas de discos importan Morning Glory. En la portada del Rockdelux, Blur se enfrentan a Oasis como si fueran el Barça y el Madrid. Las radios repiten Wonderwall hasta el empacho. Y de pronto, los chavales españoles de clase media, con camiseta de Adidas y Walkman, también creen que ser de barrio obrero mola. Oasis venden aquí más que en ningún otro país de Europa. La explicación es sencilla: su mensaje es el sueño aspiracional de cualquier currito. Donde Blur ofrece ironía, Oasis vende fe.
(What's the Story) Morning Glory
Su obra posterior es decadencia bien documentada: peleas, insultos, discos mediocres, separaciones y declaraciones de vergüenza ajena. Hasta llegar a hoy. Tres décadas después, los autodenominados Caín y Abel del rock británico volvieron a la carretera. La gira Live ’25, nacida, dicen, de la necesidad económica de Noel tras su divorcio, se ha convertido en el fenómeno nostálgico de este año. Richard Ashcroft (The Verve) abre los conciertos con Urban Hymns entero.
Los melómanos de morro fino afirman que Oasis son malos. Que no les aportan nada y que tal vez tengan el deshonroso récord (junto a Coldplay) de ser el grupo de éxito mundial con letras más mediocres de la historia de la música. La mayoría de sus aciertos son calcos retro, un riff de Beatles por aquí, una inflexión a lo Lennon por allá. Las mejores cinco canciones de Oasis no admiten punto de comparación con las canciones de sus precedentes.
Y sin embargo, su gira no dejó de cosechar éxitos hasta su término, hace unos días. Un Masterplan de manual. Hay muchos que, aunque nos cueste reconocerlo, somos de su equipo. O mejor: nos gustaría pensar que somos de su equipo. Aunque sea mentira, aunque ellos sean unos millonarios rijosos y nosotros unos viejales de gustos vintage. O a lo mejor somos de su equipo precisamente por eso, porque no hay nada más de barrio que querer huir de él y forrarse para comprar chorradas (véase Lamine Yamal). Como esos hinchas del Barça o Madrid que, pese a estar desencantados con la dirección o política de fichajes de su club no pueden dejar a su equipo. El fanatismo ingenuo como una de las bellas artes.
Qué buscaban los estertores de la Generación X en esa fiesta de reunión de antiguos alumnos exagerada –y a qué precios: gastar la extra de navidad en bebidas y la camiseta de Adidas– merece otro artículo en clave sociológica. Pero, ay, cuando bajas del metro y toda la estación canta Wonderwall a grito pelado el corazón late de nuevo. Porque esos cuarentones quieren formar parte de la fiesta: unirse a ellos por una noche. Abrazarse a la mediocridad y el basiqueo que triunfa, a la cerveza cara, a olvidar por un momento de la hipoteca y el trabajo alienante.
¿Por qué seguimos a Oasis? Tal vez porque, por un día, nos permiten renunciar al cinismo. Porque a veces no hay nada mejor que dejarse llevar y cantar Wonderwall o Don’t Look Back in Anger grito pelado en un estadio lleno de desconocidos. Un karaoke de clase media envejecida donde, durante tres minutos, todos somos el flipado del barrio que al final mete el gol.
