Una tarde, en el Orfeó de Sants de Barcelona, su directora Montserrat Tous daba clase de solfeo a un grupo de críos. Como otras veces, puso una pieza y preguntó qué les evocaba. La mayoría recurrió a imágenes de la naturaleza: bosques, prados, playas o lagos. Pero uno se apartó de la norma: “Me recuerda la armonía del universo”. Él no lo sabía, pero enlazaba con la teoría con más fuerza en la música occidental: el pitagorismo. El musicólogo estadounidense Ted Gioia (La música. Una historia subversiva) afirma que hoy, todo el que se relacione con la actividad musical es, en cierto modo, pitagórico.
Pitágoras, conocido por el teorema que lleva su nombre, sostenía que el movimiento de los astros reproducía una melodía, la música de las esferas, que el oído humano no puede oír, pero que da sentido al cosmos. Platón retomará la idea, que llega hasta nosotros a través de Agustín de Hipona, Boecio y todo el romanticismo con Hegel, Schopenhauer y Nietzsche y Steiner, quien afirma: “El sistema dodecafónico se relaciona (...) con el radicalismo imaginativo, con el carácter subversivo de las matemáticas de Cantor o de la epistemología de Wittgenstein” (La necesidad de la música). El propio Gioia propone que el Big Bang fue el inicio de “una composición” que aún puede escucharse “si se sintoniza la emisora adecuada”.
Representación del Atlas sosteniendo la esfera celestial
Los pitagóricos creían que hay relación directa entre música, matemática, física y geometría. Lo prueba la posibilidad de cuantificar las tensiones entre las cuerdas de una lira afinada. La teoría perdura en la Grecia clásica, con alguna excepción, como Empédocles, ajeno al idealismo, quien creía en las virtudes curativas de la música. Desde el principio de la reflexión sobre el hecho musical se formaron dos bloques que podrían ser llamados idealistas y empiristas.
Para los primeros la música pertenece al mundo de las ideas; hay una música celestial, que los hombres no pueden oír, y otra humana, la de los sonidos que producen los instrumentos y la voz. Los empiristas se centrarán en la relación del sonido con los sentimientos y emociones. Para los idealistas, la música real, la que se oye, es sólo copia, además de un medio para la educación, nunca un fin en sí misma. De ahí que Platón se ocupe de la música en la República y Aristóteles en la Política.
Libro de Canto Gregoriano
La idea de un universo armónico cruza la historia y la prehistoria. Los mitos aborígenes australianos hablan de un creador que canta los nombres de las cosas; en la India se concibe la creación como un canto. La Iliada empieza con Homero pidiendo a la diosa que le cante la cólera de Aquiles. Ya en el Occidente cristiano, una tradición pretende que el gregoriano fue cantado por el Espíritu Santo al oído de Gregorio VII. Cuando el Concilio de Trento sopesó prohibir la polifonía para evitar que los fieles se distrajeran de la palabra de Dios, dice la leyenda que al oír la misa de Palestrina los obispos decidieron no hacerlo. Descartes, que se interesó por las relaciones entre música y matemáticas, sugiere una relación directa entre la armonía universal y la Trinidad, en base a los tres géneros tradicionales: diatónico, cromático y enarmónico.
Los paleoantropólogos han hallado instrumentos musicales en casi todos los asentamientos prehistóricos: huesos trabajados de animales; restos de pieles para producir sonidos como cuerdas vibratorias o para la percusión. Aunque el estudio de la música del pasado tiene mucho de hipótesis, dado que no hay registros, algunos investigadores sugieren que los pueblos pastores tendían a interpretar piezas suaves que amansaran al ganado. Los cazadores preferían la percusión para ahuyentar a competidores y carroñeros. Gioia explica que los hombres de las cavernas no sólo empleaban la magia simpática en la pintura de animales. Tenían también conocimiento de la acústica de las cuevas, ya que en las zonas de pinturas se da la máxima resonancia, de modo que los cánticos formarían también parte del ritual de caza. En su opinión, el origen de la música está asociado a la violencia y al sexo, es decir, a la supervivencia de la especie.
Ted Gioia
La música ha generado siempre suspicacias. Muchos, en la estela de Platón, han elogiado la sinfonía de las esferas, al tiempo que expresaban reticencias sobre la música interpretada. A finales del siglo IV, Juan Crisóstomo, patriarca de Alejandría, distinguía entre música buena y dañina y proponía que la empleada en la liturgia evitara “que los demonios que introducen cantos lascivos dominen sobre todas las cosas que dios estableció en los salmos”. También Agustín de Hipona: “Cuando me conmueve más abiertamente el canto que la cosa que se canta, confieso que cometo un pecado digno de castigo y entonces preferiría no oír al que canta”. (Sobre la música). Hasta el Renacimiento, el cristianismo concibió la música como esclava de la liturgia. En 1325 Juan XXII promulgó la bula Docta Sanctorum Patrum, criticando las nuevas tendencias musicales.
En la historia conviven un pitagorismo que defiende la estructura matemática de la música, y quienes perciben la validez de los sonidos en función de su capacidad de generar placer. Ahora bien, música no remitía en la Grecia antigua sólo a la organización armónica y melódica de sonidos y silencios. Incluía la enseñanza de las artes de las musas: poesía, danza y música propiamente dicha. Del mismo modo, armonía es un préstamo de la lógica (y de la ética): por armonía se entendía la unificación de los contrarios. Enrico Fubini (Estética de la música) escribe: “Por una parte, nos encontramos con quienes sostienen una concepción ética en sentido amplio, según la cual la música incide en nuestro comportamiento, influye en nuestros sentimientos o los expresa; por otra hablamos de los que apoyan una concepción más hedonista de la música, según la cual el arte de los sonidos tendería, más bien, a producir un placer sensible, cuyo fin se agota en sí mismo, no estando dirigido a producir conocimiento, ni a transmitir información de ningún tipo, ni a expresar nada en absoluto”.
Palestrina
Platón pertenece al primer grupo. También Aristóteles, aunque deja la puerta abierta al goce que tanto angustiaría a Agustín. Otro cristiano, Boecio, legará a la Edad Media un tratado sobre la música. La hay de tres tipos: mundana o de las esferas, que no podemos oír, presente en el universo. Humana, que establece la concordancia entre cuerpo y alma, reproducción microcósmica de la armonía macrocósmica, e instrumental, que producen los hombres, de menor interés. La Edad Media usa la música como subordinada a la religión. La mayoría de las piezas con notación musical que se han conservado corresponden a obras vocales del arte sacro y buscaban enfatizar la entonación de un texto litúrgico. Los intentos de dotar a la música de autonomía fueron ahogados por las autoridades eclesiales.
La invención de la imprenta repercutió en el mundo de la música por partida doble: permitió reproducir partituras y también la tesis luterana de la libre interpretación de la Biblia, al alcance de los fieles. Trento se planteó la función de la música; también los reformadores (Lutero, Calvino y Zwinglio), con resultados diversos. Zwinglio no dudó en someterla a la liturgia y promovió la venta o destrucción de órganos de las iglesias, calificados como “gaita del diablo” o “gaita del Papa”. La resistencia a la música como placer estaba arraigada. Los dominicos habían prohibido la polifonía en 1242 y los cartujos, en 1324. En el siglo XIV, el inglés John White Cliff denunciaba que era una “incitación al pecado” y el teólogo belga Dioniso El Cartujo veía en ella “orgullo y lascivia”. Dominaba la distinción entre el “canto llano” y el “canto vano”, que triunfaba en madrigales y temas de amor cortés.
Josquin de Prés
Reaparece en esos años una asociación antigua: la incitación al pecado que supone la música es sobre todo obra de mujeres, como ya Eva tentara a Adán. El dominico florentino Giovanni Caroli escribía: “Yo detesto estas cosas, que más bien parecen pertenecer a la ligereza de las mujeres que a la dignidad de los hombres importantes”. Lutero, que también componía, adoptó una posición más conciliadora y aceptó la música en las iglesias, para conectar con la sentimentalidad popular. “La fe también viene de oír”, decía. Una figura renacentista destacada fue Vincenzo Galilei, padre de Galileo Galilei. Estudió la acústica, estableciendo una relación entre la tensión de las cuerdas y su frecuencia vibratoria. Se interesó también por el uso de las disonancias, avanzándose al Barroco.
Pese a la actitud distante de las iglesias, la mayoría de compositores estuvo vinculada a ellas: Palestrina, Tomás Luis de Victoria, Orlando de Laso o Josquin de Prés. Componían música sacra y trabajaban para la nobleza. La situación se prolonga a lo largo del Barroco, con tres figuras estelares: Johann Sebastian Bach, Georg Händel y Antonio Vivaldi. Igual que sus contemporáneos, componen música sacra y profana.
Retrato de autor anónimo de Antonio Vivaldi (1678–1741)
La obra más conocida de Vivaldi, Las cuatro estaciones, se inspira en un motivo ajeno a la liturgia. Vivaldi fue sacerdote, aunque apenas ejerció. Händel compuso El Mesías y también óperas, sobre todo tras instalarse en Londres e independizarse de sus mecenas alemanes. Bach creó tanto música litúrgica como piezas profanas, sobre todo en sus últimos 27 años, instalado en Leipzig como director musical de sus iglesias. Allí, además de por su música, era famoso por su afición a la cerveza y a las mujeres. Se decíaque se pasaba el día jugando con su órgano (en alemán spielen significa jugar y tocar). Incluso pasó un corto periodo en la cárcel, tras una pelea.
Casi enlazando con la actividad de estos compositores se produce la eclosión del movimiento ilustrado, cuya obra mayor es la Enciclopedia que dirigieron Diderot y D’Alambert. Las voces musicales son de Jean-Jacques Rousseau. Para él, la música es el arte de transformar los ruidos en sonidos. Una expresión que retomará Eugenio Trías (La imaginación sonora), para quien se trata de una actividad capaz de convertir “el ruido en sonido” y el “sonido en sentido”.
Leopold Mozart y sus hijos Wolfgang Amadeus y María Anna
Los gustos estéticos de la Ilustración abren una nueva fase en la que predominan la sencillez y el equilibrio entre armonía y melodía, con autores como Beethoven, Haydn, Gluck, Johann Christian Bach (hijo de Johann Sebastian) y, sobre todo, Mozart. Otros cambios son la aparición del público y el crecimiento de los grupos musicales hasta llegar a la orquesta, lo que fomentó la figura del director, antes apenas relevante. El éxito de estos autores fomentó la libertad de creación. Algunas composiciones adoptaron la forma del oratorio (interpretado en general en las iglesias y con acceso gratuito) y de la ópera, de argumento profano y sometido al gusto del público que acudía a los teatros.
La revolución francesa (1789) no fue ajena a los cambios del gusto. Las bandas militares llevaron la música a las calles. En 1795 se funda en París el primer conservatorio. En Londres se creará una institución similar en 1822 y les siguen otras ciudades. El romanticismo tiene como divisa el individualismo. Pero pronto emergerá un fenómeno de importancia capital para la creación y para el consumo de la música: el nacionalismo. “Desde 1848 no ha habido ninguna fuerza en el mundo más poderosa, más mortífera, más ubicua o más constante que el fervor nacionalista”, escribe Ted Gioia y sostiene que el patriotismo que se extendió por Europa a partir de 1848 (y que perdura hasta el presente) generó un “patriotismo encendido” que tiene como estrellas fulgurantes las unificaciones de Alemania (con Wagner) e Italia, al son de Verdi quien, no por casualidad, fue diputado en el parlamento de la nueva Italia. La influencia del nacionalismo en la música romántica no se agota en Wagner y Verdi. Se aprecia en Chopin (Polonia), Dvorak (Bohemia), Elgar (Reino Unido), Sibelius (Finlandia), Bartok y Liszt (Hungría), Falla (España).
Chopin tocando sus piezas ante la familia Radziwiłłs (1829).
Theodor Adorno, filósofo vinculado a la Escuela de Francfort, ha analizado la función de la música como fenómeno de masas y su relación con el cine (arte de masas específico del siglo XX). En La música y el cine, obra hecha en colaboración con Hanns Eisler, describe unas escenas de la película No man’s Land (1931), de Victor Trivas. Un carpintero alemán, tras ser movilizado, camina hacia el cuartel junto a su mujer y sus hijos. La cámara enfoca la calle en la que otros grupos aislados hacen otro tanto: “La expresión es deprimida: el andar, desmayado, falto de ritmo. La música entra delicadamente, se insinúa una marcha militar. A medida que la música va sonando más fuerte, los pasos de los hombres van ganando en viveza.
También las mujeres y los niños adoptan una actitud marcial. Hasta los bigotes de los soldados se enhiestan. Crescendo triunfal. Borrachos de música, marchan los reclutas, convertidos en una banda de carniceros, al cuartel. Fundido. La interpretación dramática de la escena, la conversión de unos ciudadanos aparentemente inofensivos en una horda de bárbaros, solamente puede conseguirse con la intervención de la música”. Un efecto similar se consigue en Casablanca cuando los presentes en el bar de Rick atacan La Marsellesa para neutralizar una canción nazi.
Arthur Schopenhauer retratado por Ludwig SigismundRuhl (1815)
Gioia ha realizado un estudio de las bandas sonoras de las películas violentas: “Cuantos más muertos aparezcan en la pantalla, más probable resulta que la música de fondo se inspire en la paleta sonora de los compositores románticos del siglo XIX. Transcurra la película en la Edad Media o en la Tierra Media, siempre viene bien cierta dosis de Beethoven, Mahler y Wagner para animar a los combatientes”. Parte de estas tendencias nacionalistas se fraguan en el periodo romántico, a la sombra de un debilitado platonismo presente en Hegel y, sobre todo, en Schopenhauer y Nietzsche, intérpretes ambos. Para Hegel, la música es la revelación del absoluto. No expresa, revela; para Schopenhauer, la objetivación de la voluntad, el principio rector del universo. El resto de las artes no son más que sombras. Para Nietzsche, que vivirá primero un entusiasmo desmedido por Wagner para calificarlo luego de pura enfermedad, la música es el arte por excelencia, el origen del resto de las artes.
La figura más crítica con el romanticismo musical es el austriaco Eduard Hanslick. En 1854 publicó un libro, De lo bello en la música, una defensa del formalismo, abiertamente beligerante con los románticos. Hanslick muestra la influencia del positivismo para el que sólo hay que estudiar lo que se percibe. El mundo intelectual no está fuera del físico. A principios del siglo XX, los compositores se mueven ya en los mismos parámetros del resto de las artes, incluyendo dos características de este periodo: la autorreferencia y la experimentación crítica, propia de las vanguardias. Aparecen entonces la dodecafonía, la música atonal y el serialismo, que no dudan en utilizar las disonancias. Y ya recientemente, las composiciones con técnicas informáticas, incluyendo la inteligencia artificial.
Luigi Russolo y Ugo Piatti con su invento sonoro (1916)
Los totalitarismos no fueron propicios a las innovaciones. Hitler aborrecía este tipo de música y Goebbels se refería a ella como “música degenerada”, lo que incluía el jazz que, procedente de Estados Unidos, había gozado de una buena acogida en Europa. No iban mejor las cosas en el bando comunista. El estreno de una obra de Sostakovich indignó a Stalin de tal modo que Pravda la condenó. Otros factores modificaron la recepción de la música: el gramófono y la radio. Con una doble consecuencia: cambiaron el modo de oír música y facilitaron la creación de un fondo histórico.
Buena parte de la edición de clásicos fue posible por los éxitos del rock, The Beatles y The Rolling Stones, entre otros, así como por la invención del LP con obras enteras. Aunque quizás convenga no perder de vista la observación de Steiner: “Cada vez más, la música se convierte en acompañamiento. Ya no destaca por sus propias cualidades ambientales sino que se ha vuelto ambientación de otras (comidas, conversación, lectura, tareas domésticas)”. Y remata: “La banalización es una calamidad de nuestro tiempo y tiende a agravarse: peor que no escuchar música es escucharla mal”.
Paralelamente se multiplicaba el experimentalismo. John Cage compuso 4’33’’, pieza en tres movimientos con una única indicación en la partitura: Silencio. Se estrenó en Nueva York en 1952 y Cage dijo que el público no entendió el objetivo, que no era el silencio sino el conjunto de sonidos ambientales espontáneos. Esto hizo que se le asociara a la música del ruido, cuyo máximo representante es Luigi Russolo, que buscaba conectar con las máquinas de ruido que llenan las ciudades. Russolo empezó como pintor futurista y se pasó a la música pese a no dominar la técnica musical. Los compositores descubrieron también otros ámbitos para su actividad: el cine, el cabaret y los musicales de Broadway, que se popularizaron a la vez que el jazz, el rock, el blues y otros movimientos de música comercial. Esto abrirá una polémica sobre el carácter cultural de todas estas piezas. Entre los más críticos con la cultura popular, percibida como instrumento de sometimiento de las masas, destaca Adorno.
El filósofo barcelonés Eugenio Trías
En el presente se da, además, una segunda controversia que cruza el ámbito estrictamente musical: si la música es un lenguaje específico: “Ambas, música y lengua tienen un sustento fónico”, escribe Eugenio Trías. “Pero la fonética que soporta la lengua admite un desglose por unidades mínimas” con las cuales “se promueve una articulación carente de significado pero que hace posible éste”. La música es “sonido articulado” pero la articulación musical consiste en “establecer una organización, una jerarquía, un conjunto de decisiones respecto al modo de vincular y combinar esas propiedades sonoras”. Steiner afirma: ”La música es más antigua que el habla (...) el habla apareció tarde. La música es universal (...) el único idioma planetario. Es compartido por todos y para todos inteligible. No requiere ni admite traducción”.
En cambio, se han disipado las dudas sobre si la música es un arte autónomo y, sobre todo, si sus creadores forman parte del mundo de las ideas, asunto que cruza los libros musicales de Trías. Tal vez tuviera razón Nietzsche cuando afirmó: La música libera el espíritu, da alas al pensamiento y vuelve a uno más filósofo cuanto más músico es. Pero, para que la fiesta no decaiga: la música compuesta por inteligencia artificial, ¿es del mismo tipo que la humana o es sólo un alarde matemático? ¿Importa el producto o el proceso?