El caballero del cisne explica ante todos que él es Lohengrin y viene del castillo de Montsalvat, refugio del Santo Grial, custodiado por su padre, Parsifal. Lohengrin es la obra de arte “verdaderamente puro”, como exigió su autor, Richard Wagner, el compositor que desarrolló la armonía hasta sus límites tonales. Mientras el dios de la lluvia llora sobre nuestras cabezas, en el escenario del Gran Teatro del Liceu es invierno, los árboles han perdido las hojas y hay tres cubos suspendidos sobre un catafalco y un cementerio. Las tablas están presididas por un cisne negro gigante robotizado, que mueve las alas; el entorno evoca a Eros y a su contrario, el mito de Orfeo castigado por el inframundo.
En este Lohengrin de marzo invernal, la orquesta, dirigida por Josep Pons, se convierte en un personaje dramático indispensable, al gusto del gran compositor alemán. La directora escénica de la obra, Katharina Wagner, bisnieta de Richard Wagner y tataranieta de Franz Liszt, -actual directora de los Festivales de Bayreuth- fue formada, en el nido germano-romántico, por el compositor Engelbert Humperdink, cuya obra goza todavía del fervor del público, gracias a Hänsel y Gretel, basada en un cuento de los hermanos Grimm.
Pintura de Ferdinand Leeke sobre Lohengrin y Elsa (1916)
Todo encaja: la exigencia de Katharina, la paciencia artística del Liceu y el aire que respira la obra, no exenta del espanto del amor metafísico, la encarnación y el luto. Entramos, una vez más, en el canon de Bayreuth, pero con un intercambio paradójico en el que los buenos de un cuento mágico medieval hacen de malos, en la versión glacial de Katharina. El mundo espectral que domina hoy la escena moderna se sobrepone a los arquetipos románticos, destrozados por las vanguardias. Es el toque de expresionismo azul que reclaman algunos elementos escénicos de la directora, defensora voluble del Frauen Power berlinés. Antes de esta reedición, aureolada de novedad, nos hemos llevado un mazazo, cuando la soprano Iréne Théorin se ha negado a cantar en la función inaugural por diferencias artísticas con Catharina a causa de su rompedora lectura de la obra. Iréne Theorin ha sido suplida por la finlandesa Miina-Liisa Värelä, en el papel de Ortrud.
Del mismo modo que la “ternura puede conducir a la cámara de gas” (El síndrome de tánatos; Walker Pearcy), el exceso de bondad estremece muy pegado a la ejecución, como se ve en Lohengrin, en el momento en el que el caballero del cisne, el tenor Klaus Florian Vogt, mata con su espada a Telramund. Sin embargo, en el fondo, todo está atravesado por un inocente adanismo: el amor lo rige todo, como una energía de origen divino que acabará venciendo porque va más allá de las fuerzas de la naturaleza.
Cartel de 'Lohengrin'
Wagner descubrió la historia de Lohengrin en un escrito medieval del siglo XIII que conservaba en la biblioteca de Dresde, donde halló la referencia de su obra completa: Tristan e Isolde, El anillo del nibelungo, Los maestros cantores de Núremberg y Parsifal. El historiógrafo musical, Tomás Marco, se ha encargado de recordarnos que “Wagner se tomaba un respiro cuando compuso Lohengrin, su ópera más melódica, mientras disfrutaba las aguas en el balneario de Marienbad”. Un estímulo huidizamente entrañable para asistir al reestreno rotundo de una ópera creada en el XIX, el siglo de los genios y sus héroes, el tiempo de las naciones y del misterio de la atracción erótica. Fue estrenada por Wagner el 18 de agosto de 1850, dirigida por Franz Liszt.
Este Lohengrin doblemente wagneriano -bisabuelo y bisnieta- ha revuelto, una vez más, a los acólitos del gran compositor nacido en la judería de Leipzig en 1813. Es una ocasión sonada para recordar el estreno de la misma obra, en el Liceu de los años 30, poco antes del malentendido del nazi Heinrich Himmler, quien visitó la Abadía de Montserrat en busca del Santo Grial, el cáliz con el que el que Jesucristo bendijo el vino en la última Cena. Guiado por su obsesión esotérica, Himmler confió en que el castillo de Montsalvat era en realidad la Basílica de Montserrat, a causa de una confusión de nombres aparecida en la Enciclopedia Británica.
'Lonhengrin'
En cualquier caso, la presencia de Himmler está históricamente confirmada como lo también lo está que el abad Antoni Maria Marcet y su coadjutor Aureli Maria Escarré decidieron no recibirlo y le encargaron la responsabilidad al monje Andreu Ripoll. Chrétien de Troyes, gran difusor del ciclo artúrico, junto a Wolfram von Eschenbach, en el siglo XII, situaron Montsalvat en los Pirineos. Y, en su oratorio operístico, Wagner adoptó esta versión medieval. Ahora, en clave de historia-ficción, Montserrat Rico Góngora, en su libro La abadía profana (Planeta), ofrece datos factuales y escenarios aproximados.
Suena el eco de la Barcelona del Doctor Robert y su vecino de palco el crítico Marsillach y Lleonart, ambos peregrinos de Bayreuth. El momento de fiebre wagneriana en notables como el ingeniero Carlos Buigas, que concibió el Teatro del Agua y Luz, destinada a ser la tramoya de El holandés errante; y el caso especial del abogado Pi i Sunyer, quién dedicó a Parsifal su discurso como miembro de la Real Academia de Bellas Artes. A día de hoy, la ciudad wagneriana sobrevive en la memoria de publicaciones como Monsalvat, Hojas Wagnerianas, Nothung o Tilo Sagrado.
La sensibilidad contemporánea ha comprendido a Wagner de una manera duradera y natural. Todo empezó en los primeros años del romanticismo, cuando el Círculo de Jena resumió que el arte de vanguardia podía unir a un músico como Beethoven, un poeta como Novalis y un artista del Renacimiento, como Durero, a pesar de su distancia de siglos. Dejando a parte las manías nacionalistas de Wagner, las óperas estrenadas en Weimar o en Viena fuero glosadas por poetas de modernidad rabiosa, como Baudelaire o Mallarmé. Todavía hoy, los caudatarios del simbolismo se agrupan alrededor del genio aunque no sean sus primeros abanderados. En los templos de la lírica, siempre acaba imponiéndose, el efecto Wagner, a pesar de que sus noches de estreno sean tan largas; y son precisamente la duración y la insolencia del tono lo que acaba cautivando al público.
'Lohengrin'
La obra de Wagner es más improvisación que construcción. Sus arias, especialmente en Lohengrin, se manifiestan sin coherencia externa, sin embargo, expresan un profundo orden interno. En ellas, desde la primera nota, todo está todo conectado con todo. “Un sistema de composición, que no se asigna a sí mismo límites, acaba en pura fantasía”, escribió uno de sus más duros críticos, Ígor Stravinski, en los cuadernos de sus clases impartidas en el Harvard College y resumidas por Robert Craft, que se mantuvo al lado del compositor del mismo modo que Eckermann acompañó a Goethe hasta su último día.
Con la fiebre wagneriana, regresa la intencionalidad, como centro de la lírica. La escena, la voz y la orquesta van unidas en la construcción del perpetuo fluir. Aunque la voz humana sea la increpación del mito, la amenaza de lo inacabable encandila, como escribió Schönberg (Diario de Berlín), ante la épica de Sigfrido: “¡Puro Wagner!”.