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Los caminos de Nicholas Edward Cave, como los de ese Dios --intervencionista o no-- que tanto aparece en sus canciones, son inescrutables. Fue el niño, émulo de Huckleberry, que auscultaba las vías y, cuando notaba la vibración y el tembleque, salía corriendo contra el tren para, justo un segundo antes de chocar contra la locomotora, lanzarse al río de Wangaratta y así salvar la vida; el adolescente problemático que encabezó la banda juvenil 'Boys Next Door' junto al colega Mick Harvey; el joven larguirucho que llegó a Londres desde su Australia natal en los 80 con la intención de cambiar la música en directo junto a la manada salvaje de 'The Birthday Party'; el maloliente politóxicomano berlinés que vivía en un cuartucho ahíto de imaginería cristiana y porno suave, que fundó los Bad Seeds; el crooner maléfico de magistrales baladas asesinas; el viejoverde de Grinderman y el predicador místico de humor sardónico. 

Pero, todo a la vez y en todas partes, también resulta ser el niño al que su padre --profesor de literatura y prematuramente fallecido-- le lee a los 12 años pasajes de Shakespeare y Nabokov y le cambia la vida; el pulcro escritor de novelas de culto y trajes a medida; el turista accidental accidental en Sao Paulo y renacido hombre tranquilo en Brighton; el oficinista lírico que acude a su despacho cada mañana para fichar en el Excel de las musas, porque sabe que no hay arte verdadero sin trabajo metódico; el íntimo pianista autodidacta; el mecanógrafo vintage  –Elena Francis a su manera—que aconseja semanalmente a quien tiene a bien escribirle a su blog The Red Hand Files; el hábil vendedor de figuritas de porcelana kitsch que él mismo diseña,  y, finalmente, el fiel padre de familia horrorizado ante la tragedia de la muerte de dos de sus hijos: uno, apenas adolescente, abismándose desde un acantilado después de tomarse un tripi, el otro, treintañero, que acaba con su vida después de sufrir serios problemas psicológicos. 

Nick Cave

Tras todos esos azotes vitales y altibajos metafísicos, a sus 67 años, lejos de rendirse a la desesperación, recaer en el exigente fanatismo de la heroína o entregarse al gimoteo geriátrico, Cave se ha convertido en el tipo capaz de aceptar esas heridas y seguir adelante con lo que --por lo menos desde lejos-- parece un relativo buen humor y una fertilidad envidiable. El mito se aposenta. El pozo no se seca. La inspiración no falla. La decrepitud física ni está ni se la espera. Tal vez el exceso de drogas que ha consumido el australiano en el pasado –como una suerte de Obélix gótico y vigoréxico que cayó en la marmita de la adicción—lo han transformado en el adulto que es, siguiendo el credo antiguo de Chavela Vargas que dice que solo alguien que ha estado completamente ebrio, puede, algún día, estar completamente sobrio. 

Ahora, celebra su recién estrenada condición de abuelo con la grabación del hermoso Wild God, un nuevo disco que, parece continuar la trilogía de la pérdida que abrió con Skeletoon tree y siguió con Ghosteen. En los tres va de la mano del multinstrumentista heterodoxo Warren Ellis --una suerte de duende barbudo que ya lleva años pergeñando instrumentales retadores con su Dirty Three y ahora comanda los mutantes Bad Seeds--  y junto a él ha conseguido llevar su música a un nuevo territorio, digamos, desrroquificado, más etéreo y brumoso, de atmósferas menos guitarreras afiladas y letras abstractas. Donde, en mitad de un extraño minimalismo suntuoso, su voz emerge como un faro en la noche, con la fuerza de un ogro de Wilde, lleno de bondad y compasión. Añadiendo una capa más de variación y diversidad a la ya muy frondosa discografía del australiano: nada menos que dieciocho títulos, ninguno malo o sobrero. 

Ambos parecen acercarse a la alquimia de la canción con un método de trabajo aparentemente contradictorio: se juntan en un estudio bellísimo para producir juntos ruiditos y sonidos hasta que de allí emerge algo útil: disciplina de ménades. No solo la música se aquieta por momentos y toma carices nuevos en su obra –coros góspel, teclados pantanosos-- sino que también escribe de manera diferente. Letras que, orillando por poco la tentación del new-age, prescinden de la narrativa cerrada que hasta hace algunos años prescribían sus álbumes, donde podíamos encontrar verdaderas antologías de relatos sonoros, casi siempre en tercera persona, pulcramente elaborados y con una conclusión exacta, con personajes huraños, asesinos, locos y amantes. Repletas de imágenes sacadas tanto del Antiguo Testamento como del Marques de Sade, miniaturas saturadas de rencor y romanticismo. 

'Wild God'

Hay que agradecerle a Cave que hasta en los tiempos más convulsos –y en esto recuerda a los autores románticos --dipsómanos y excesivos-- como Poe-- supo que para dar con una canción viva es tan importante la inspiración como la perseverancia en el trabajo, después de que la experiencia le arrasara había que sentarse a la máquina de escribir –aunque fuera con el peor de los síndromes de abstinencia, combatiendo la más temida de las resacas posibles-- para intentar convertirla en algo que valiera la pena. Lo demás es hojarasca mítica. Pamplinas para rellenar artículos de prensa. En ocasiones, pareciera que solo viviera forzando los límites de lo experimentable para poder sentarse a contarlo. También lo hace ahora desde su nueva y estoica perspectiva.  

Por ejemplo, en la canción Joy, Cave nos pone los pelos de punto al confesar, íntimo, quejumbroso, cómo en mitad de la noche le asalta la pena y los fantasmas del pasado y él les pide piedad. Entonces, un joven fantasma en llamas se acerca a su estrecha cama y le dice: “Todos hemos tenido demasiada tristeza, ahora es el momento para la alegría”. La canción entonces se eleva en un crescendo de redención y dulces coros juveniles: levántate y anda, parecen decir. Canciones que confortan, que calman, que, sin negar la dureza de la vida, parecen aceptarla. 

En su versión como consejero tampoco se queda atrás. En Fe, esperanza y carnicería su libro de conversaciones con Seán O’Hagan, publicado por Sexto Piso, declara “Arthur murió y eso me cambió. La sensación de trastorno, de llevar una vida trastornada, lo permeaba todo. Hablando aquí contigo, me cuesta trabajo volver a ese momento, pero también es importante hablar de ello, porque la pérdida de mi hijo me define”. El odiador de las entrevistas promocionales se convenció entonces de que debía seguir respondiendo sin parar, semanalmente. Es curioso, pero era como ser de nuevo un adicto, con tantos rituales, rutinas y costumbres, se ha vuelto ahora adicto a la empatía y el acompañamiento.

En el documental 20.000 días en la Tierra, en un momento los encargados de su archivo personal le muestran un testamento –a modo irónico, parece, él no lo recuerda-- que escribió en los 80. En él dice que lega todo su dinero, en aquel momento casi inexistente, al museo Nick Cave. Me imaginaba una habitación, ríe el Cave maduro. Quién iba a decir en los tiempos que patrullaba la ciudad desde el techo de un coche robado por alguno de sus colegas que aquel chaval iba a estar en lo cierto. Su figura como intérprete, creador y figura no hace más que acrecentarse hasta casi tocar los semidioses a los que rendía pleitesía. Dylan, Cohen, Bowie, Patti Smith escuchan un toc-toc. ¿Se puede? Hay alguien tocando la puerta de la sala del Parnaso.