Tulsa: lamer la herida, amar la cicatriz
Dueña de una voz magnética y un sonido inconfundible, Miren Iza ha escrito algunas de las mejores canciones del panorama indie nacional de las últimas décadas. Su trabajo al frente de Tulsa acaba de ser galardonado con el Premio Nacional de Músicas Modernas
El fantasma maléfico que susurra que la música pop es cosa de jóvenes –sobre todo si eres mujer– se le apareció a Miren Iza (Fuenterrabía, 1979) hace unos pocos años. Nos encontrábamos en plena pandemia --tal vez el trauma colectivo de nuestra era-- cuando pensó que no merecía la pena publicar el álbum que acababa de grabar. Estaba cansada del esclavismo del disco-promoción-disco, del trato displicente y perdonavidas que le dispensaban en los grandes festivales, de combinar la carrera artística --sus esfuerzos y ambiciones-- con su labor profesional como psiquiatra. Había cumplido los cuarenta años, los cinco o seis discos, y, en el intermezzo de su vida, le dio por la selva oscura del pensamiento: ¿Qué hacía una señora como ella en un sitio como ese, un espacio normalmente reservado a lo fresco, a lo ligero, a lo que es tendencia?. Corrían –corren–malos tiempos para el romanticismo musical. Además, las carreras de los grupos indie, se decía, suelen ser cortas: se imponía el autoboicot, el fracaso programado, la disolución.
Por fortuna para nosotros logró ahuyentarlo. Pensó en la importancia estética –es decir: política-- de continuar escuchando la voz de alguna de sus artistas preferidas mientras maduraban y envejecían: Patti Smith, P.J. Harvey, Cristina Rosenvinge. En ese caso, si lo pensaba bien, tal vez seguir, sobre todo cuando todavía tenía tantas cosas por cantar, cuando echaba de menos el relato de la experiencia de las mujeres adultas en la música popular, no era un capricho o un mero empecinamiento gagá, sino la única elección correcta.
Desde entonces ha entregado dos discos importantes en lo artístico y trascendentes en lo social: Ese Éxtasis y Amadora. Con el último de ellos, donde explora el papel histórico de las mujeres anónimas y su dolor, ha ganado el Premio Nacional de las Músicas Actuales. El jurado ha destacado cómo ese trabajo ha sabido convertir la música en el espejo en movimiento –por decirlo con Stendhal-- de la condición humana. Utilizando la primera persona y el costumbrismo alucinado para hablar de algunas experiencias y sentimientos menos representadas en el mundo artístico.
Toda su obra –ocho elepés-- es una lección de cómo saber evolucionar sin traicionarse. De no repetirse nunca. De no sucumbir a la tentación de lo obvio o al soborno de lo viral. Desde su primer disco punk cantado en inglés –macarrónico: como el de la mayoría de grupos de la época—con Electrobikinis, su banda adolescente de riot grrrls, hasta su último trabajo de alto trabajo dramático de la mano de María Velasco, Miren Iza ha ido desplegando un repertorio compositivo y literario en continua trasformación y crecimiento. Enfrentándose a las preguntas y retos que le han ido asaltando a lo largo de su carrera sin un ápice de afectación ni trampantojos.
Después de un primer EP, Tulsa –la banda toma el nombre de la ciudad de Oklahoma-- publica su primer disco Solo me has rozado en el sello Subterfuge y consigue con él una repercusión crítica tan exitosa como irónica. Aquellos indies premium, dueños de una identidad marcadamente perdedora y una vocación underground a prueba de bomba –fieles seguidores de la ortodoxia de la música independiente de la época-- son nominados al Grammy Latinos en la categoría de nuevos artistas y ganan un MTV European Music Awards.
Más allá de las etiquetas, el disco es magnífico, entronca tanto con la tradición de cantautor indie española como con el sonido de raíz americana. Pone en la coctelera autores como Nick Drake, Bob Dylan y Joni Mitchell y los mezcla –agitándolos con precisión y buen gusto-- con Nacho Vegas o Cecilia. Consigue que la lírica tóxica de Cave haga buenas migas con la delicadeza rota de Jeanette. Aunque los referentes de su obra son mayoritariamente anglófonos --todo el rock alternativo de la primera ola, en respuesta a su odiada Movida madrileña, lo es-- Iza decidió, como Los Planetas o Nacho Vegas, apostar por el castellano. Esa decisión es trascendente para desarrollar su obra.
Con Espera la pálida --producido por Karlos Osinaga de Lisäbo y con la colaboración de Anari— Tulsa profundiza en esa manera de entender el folk que ya apuntaba su primer disco: son canciones tremendistas, que llevan al extremo el drama de la fragilidad y la celebración de la herida como obra de arte. Música realizada para yonquis de la catástrofe y amantes de los abismos.
En La calma chicha, disco del 2015, pega el primer volantazo genial. Acaba de volver de un año y medio en Nueva York y suma a sus temas habituales el humor y la ironía, a la vez que suma el beat y la electrónica a su paleta de sonidos. El resultado es un bosque enmarañado de sintetizadores y cajas de ritmo que sirven para envolver sus tradicionales temas melancólicos, pero con el colmillo más retorcido. Un disco magnífico, irónico, venenoso. Contiene canciones como Oda al amor efímero o En tu corazón solo hay sitio en los suburbios que ya forman parte de sus clásicos. Con esta grabación consigue hacerse con aquella etiqueta ten anhelada como limitante: artista de culto. Por ahí continua también con Centauros y Ese éxtasis, aquel disco que pensaba no publicar, y que contiene maravillas sarcásticas como Tres Venenos, Destrucción Mutua asegurada o Autorretrato. Digamos que en la exploración de los problemas del sexo y el afecto encuentra una veta inexplorada hasta entonces.
Siete discos dan para mucho, incluso dan para tener muchas ganas de dejarlo, declara Iza. Con Amadora, su último trabajo, resuelve tal vez su disco más audaz, directo y corajudo. Con él logra atravesar el umbral del pudor para exponerse en toda su dimensión, sin atender al qué dirán. Dice que lo ha escrito y compuesto rápido, con urgencia, tratando de dejar atrás la vergüenza. Es un disco conceptual, que se vertebra a través del personaje de Amadora –una suerte de mujer mayor que reúne los pesares, sinsabores y esperanzas de muchas otras—y de sus amigas y parejas.
La madurez parece sentarle de maravilla. Trasciende el ámbito de lo íntimo para saltar a lo colectivo sin perder fuerza, ganando complejidad, honestidad y emoción. Pasando del ensimismamiento indie hasta abrazar la problemática colectiva. Iza parece operar con una de las máximas de la crónica: utilizar el yo para convertirse en invisible. Sirve como vehículo de expresión de aquellas mujeres silenciadas sin ahorrarnos la crudeza, el desaliento, la neurosis o la queja. Y lo hace de una manera formalmente audaz y emocionante. Pese que la obra está pensada para ser escuchada en orden y en conjunto también contiene canciones valiosas en sentido individual: Melocotón o No quiero hacer historia.
En el trayecto que va de cantar los amores rotos de la postadolescencia quejumbrosa, hasta dedicar un disco entero a los pesares de las mujeres mayores, la carrera de Tulsa nos ha servido para deleitarnos en el placer juvenil de lamernos las heridas y, con el tiempo, en la sabiduría adulta de entender la cicatriz.