Resulta emotivo pensar que en la Sala Este de la Casa Blanca, el presidente Kennedy tuviera ocasión de escuchar en directo el violonchelo de Pau Casals. El concertino de cámara no le añade ningún mérito a la creación del músico, pero adquiere relevancia, tras el asesinato de Kennedy, en 1963, cuando la presidencia norteamericana contesta un telegrama de pésame de Casals diciéndole que, en las paredes, resuena todavía el eco de un genio “luchador por la libertad en el mundo”.
No hace falta revisitar el silencio cómplice y cobarde de hace años en torno a la figura del maestro, por más que queramos imaginarle frente el mar en el zaguán de su casa de Sant Salvador (Vendrell), convertida hoy en museo. Se ha hablado demasiado de un epistolario Kennedy-Pau Casals y, en cambio, se ha comentado menos el envío del músico, desde Puerto Rico, a Gaspar Cassadó, gran chelista, en el que le felicita por su Sonata de Schubert y le recuerda que acaba de interpretar su oratorio, El Pessebre, en homenaje al presidente fallecido.
El magnicidio de Texas abre un paréntesis en la emancipación de Occidente; transcurre casi en paralelo a las declaraciones del Abad Escarré contra la autocracia española recogidas en una carta a Josep Maria Corredor, antes de que, en otra misiva, afortunadamente casual, el gran Yehudi Menuhin le invite al Festival de Bath. La música es una “amistad fraternal” afirma Menuhin y basta con leer las cartas de Casals al pianista Alfred Cortor o el violinista Jacques Tibaud. El epistolario revela a la música como una correa de transmisión entre la ciencia y el humanismo. Se ve nítidamente en la correspondencia con Albert Schweitzer, músico, teólogo y Nobel de la Paz.
Anna Dalmau y Anna Mora llevan años trabajando en la clasificación de 138 misivas enviadas y un total de 305, recibidas, entre los años 1883 y 1973. El fruto de esta recolección ha visto la luz en Querido maestro (Acantilado), que incluye casi toda la correspondencia del artista reconocido como símbolo de la paz, testigo de las dos grandes Guerras mundiales, la Revolución de Octubre, la Guerra Civil española y la Francia de Vichy. A lo largo de la pasada centuria, el conocido intérprete de El cant dels ocells es tres veces nominado para el Nobel de la Paz.
Todavía en el medio siglo, el músico recibe la conocida carta de Josep Tarradellas en la que le traslada la petición de personalidades del mundo de la cultura y de la política para que el músico acepte la presidencia de la Generalitat en el exilio. Y la respuesta de Casals merece un laudo a su mesura entre angelical y soterradamente pícara; el violonchelista lamenta que debe permanecer al margen de un cargo semejante porque, de lo contrario, “disminuiría el carácter espiritual que necesito reservar hoy más que nunca para cuando llegue la hora”. Le quedaban dos décadas de vida.
Lo institucional destaca por encima de lo cultural; pero lo cierto es que al músico le interesa más la distancia corta. Su correspondencia manuscrita expresa fielmente el llamado Lebenswelt, el mundo vital de Husserl o el encuentro entre las ideas y la realidad tangible. Las cartas de puño y letra, autógrafas, explican con rotundidad la personalidad del compositor que defiende, lo largo de casi un siglo, el original manuscrito, como “la puerta de la esperanza y el consuelo”. En palabras dirigidas al poeta Joan Alavedra, el músico asegura que una carta escrita a máquina significa una falta de intimidad con el interlocutor. Y esta obsesión le persigue hasta el punto de que algunos de sus mejores corresponsales, como Ernesto Halffter, discípulo de Manuel de Falla, se ven obligados a pedirle perdón al maestro por haberle contestado escribiendo a máquina.
Casals conserva toda su correspondencia porque tirar a la papelera las cartas recibidas le parece una profanación. La correspondía de casi un siglo está trufada de contactos con músicos de todo el mundo que le rinden afecto y admiración. Aurora Bertrana, escritora y chelista, el pianista Lamote de Griñón o el violinista José Porta, escogido por Stravinski para interpretar sus obras, comparten esta visión. Cuando las numerosísimas cartas de Casals -dedica a su correspondencia cuatro horas al día- alcanzan al amigo vienés Arnold Schönberg, empieza el esplendor. Crea su propia orquesta (1930-1936) e intensifica su relación epistolar con Joaquín Peña, introductor de Beethoven y de Strauss y con dos compositores catalanes, como Granados y Garreta.
La orquesta y su entorno rompen moldes en el ámbito musicológico con la revista Fruixions, la compresión en letra impresa de la concepción del mundo casalsiana, el hombre que ha luchado contra la depresión y el suicidio hasta darse cuenta de que el sol de cada mañana lo es todo: “Cuando abro las ventanas de mi cuarto y contemplo la sinfonía de colores del Canigó siento la necesidad de arrodillarme antes de reanudar el contacto con el mensaje inmortal de J.S. Bach”, reconoce en una carta destinada a Joan Alavedra. Llega el concierto para clave (Falla), junto a Wanda Landowska o el Concierto para violín de Alban Berg.
Cuando el siglo XX atrapa a su asesina inmadurez, Casals resurge en su correspondencia con el Doctor Trueta, con Ventura Gassol y con el mismo Corredor, autor de un libro de referencia: Conversaciones con Pau Casals. La Rusia de Lenin cae en el olvido, como ya lo había anunciado su correspondencia amistosa con el músico y pianista ruso Aleksandre Ziloti, prisionero de un iluminismo infantil que le proporcionó haber visto en vida a Franz Liszt, el ensalmo psicótico de una víctima. Casals asiente; apenas se ríe; vive con profundidad las ensoñaciones del alma. En esta etapa de su vida conoce a Bela Bartók con el que se carteará muy pronto. Presencia un concierto del compositor húngaro en el Teatro Real de Madrid ante la reina María Cristina, protectora del joven Casals.
Bien entrado el novecientos, entabla amistad y cruces de cartas con Paul Becelaire, el autor de Cinc Piéces en Concert , que Casals interpreta en cinco ocasiones, una de ellas en la Casa Blanca. A la escritora, activista política y chelista, Aurora Bertrana, Casals la conoce en Barcelona en uno de los conciertos privados de la familia Riquer. Con Francesc Cambó inicia una amistad profunda que fue relajándose con el nombramiento del político como ministro de Hacienda y Fomento y desapareciendo durante la contienda civil en la que el líder de la Lliga se pasa al bando sublevado.
La Guerra civil le sume en un silencio prolongado. Casals abre el corazón a sus camaradas en las Indias Occidentales, donde aletean el conocimiento y el arte. Nunca olvida a sus camaradas del exilio americano: August Pi i Sunyer, Margarita Xirgu o Josep Lluís Sert. Ellos; los mejores, se encargan de llenar su presente continuo como también la hacen Josep Ferrater i Mora -antor del Diccionari de filosofía-, el empresario Artur Mundet i Carbó, el político Serra i Moret, el oftalmólogo Josep Ignasi Barraquer o el poeta Agustí Bartra, El exilio se desparrama desde la Amazonía hasta la arteria panamericana que conduce al Norte. El teatro, la arquitectura, las letras o la ciencia complementan su música. Casals considera a sus coetáneos de ultramar como las melodías de su América catalana.
El violonchelista que ha abierto las puertas de la percepción de un instrumento de cuerda casi desconocido hasta entonces no transmite su nota reservada para los conciertos; habla del amor a la humanidad, una transubstanciación de la música. Tutea a sus destinatarios; escribe con palabras salidas del corazón y con letras minúsculas, apretujada, apenas legibles. A través de las cartas el lector se abre paso hacia la interioridad de una mente lúcida, más atenta al detalle humano que al gran mundo. Un día, recibe de Granados una saludo lejano de Rosina Valls, un amor de juventud, truncado por la disconformidad de los padres y, poco a poco, el epistolario se adentra en la relación de Casals con Andrée Huré, la hermana de del compositor Jean Huré, con la que reconoce haber tenido un affaire trascendente y o así se lo escribe el músico a una amiga especial, la mezzosoprano norteamericana, Susan Metcalfe.
Durante una estancia en Villa Molitor, el violonchelista se enamora de la portuguesa Guilhermina Suggia, una mujer de carne y mente, carismática y atractiva, pero contraria al matrimonio. Un desengaño que lo conduce a los brazos de Francesca Vidal, la dama del consuelo en el largo exilio. Y casi al final de su vida, el músico se reconoce en el espejo de Marta Montañez, “incansable, listísima, la mejor compañera, la mejor chófer y la mejor enfermera”.
Las cartas revelan el papel regenerativo del arte en el siglo más difícil de la historia de la inhumanidad. Abarcan un largo paréntesis íntimo que va desde la espiritualidad de un gran compositor hasta el toque enamoradizo y hasta donjuanesco del maestro. Destapa al fin la versión más sorpresiva de un intocable, un hombre “químicamente puro y monolítico, en palabras de Josep Pla.