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Ahora que los medios de comunicación salivan ante la vuelta a los escenarios de Oasis en una gira británica de colosales beneficios económicos y dudosas aportaciones artísticas, no está de más echar la vista atrás –a poder ser sin ira– para rememorar la carrera de The Smiths, sus venerables y furiosos ancestros mancunianos que, por lo menos atendiendo a las últimas noticias, desobedeciendo a seductores cantos de sirena capitalista, deciden, empecinados en seguir peleados, orgullosos como siempre, no volver.

Año 1982. El Norte de la Inglaterra el postpunk se ahoga en su propio manierismo tras la muerte de Ian Curtis Joy Division ya es New Order y Margaret Thatcher se dedica a atizar a los parados y a las clases trabajadores con mano de hierro en guante de liberalismo salvaje. Manchester es un páramo sombrío y postindustrial. Sus habitantes se sienten ciudadanos de segunda en comparación con Londres o el Sur de Inglaterra. Paletos cejijuntos que no merecen cuidados e inversión estatal. La rave polirrítmica y politoxicómana que será bautizada como madchester –la escena que posteriormente encumbrará a los Happy Mondays y The Stone Roses– todavía estaba haciendo cola en la discoteca La Hacienda. El pop comercial parece hundido en lo melifluo y el rock es una cosa machota y sudorosa: Bruce Springsteen era el autor del mejor disco del año.

'Hand in Glove'

En ese contexto nacen The Smiths. Tal vez para salvar a Manchester de la miseria moral. Un cuarteto en apariencia clásico –cantante, bajo, batería, guitarra– que en apenas cuatro horas de carrera musical, dividida en cuatro discos de estudio y otros con caras b y singles, revoluciona la historia de la música –no solo indie– con un puñado de canciones inmarcesibles, con un pie en el pop intelectual y otro en el rockabilly sesentero: exquisita alta baja cultura o viceversa, qué más dará. Su original estética, entre lo aristocrático y otra en lo quinqui, será el faro que iluminará el camino para una caterva de fans proletarios –y no solo que se vieron inmediatamente reconocidos en letras que celebraban la belleza de los perdedores, la épica del barrio, los amores difíciles y casi nunca correspondidos. En fin, todos nosotros.

Nunca llenaron grandes estadios, pero sin su fuerza seminal –tal vez solo comparable a las de Pink Floyd o The Beatles– no se pueden entender grupos tan antagónicos como Blur o Oasis pero tampoco las carreras de Belle and Sebastian, Devendra Banhart o The CramberriesGraban sus primeros singles en el 83 con la discográfica independiente Rough Trade Records y ya son redondos, enigmáticos y visionarios: Hand in Glove y This Charming Man. Siendo adolescentes, nacen maduros.

'This Charming Man'

Steven Patrick Morrissey, el bocazas más grande del Este del Mersey, periodista musical frustrado, músico nefasto –lo reconoce él mismo– es capaz de escribir unas canciones con unas referencias literarias –Oscar Wilde es su santo patrón– y una hipersensibilidad y misterio aparentemente imposibles para un chaval de barrio. Johnny Marr es su contrapeso ideal: un guitarrista brillante muy influenciado por la música negra de los 60, capaz de rasgar las densas atmósferas del postpunk con su sonido aparentemente alegre. En la colisión de ambos universos –ayudados por Andy Rourke en el bajo y  Mike Joyce en la batería– nace el fenómeno The Smiths.

Juntos representan como nadie la importancia de la música popular en la vida cotidiana. La profundidad artística del buen pop –por decirlo con Jarvis Cocker– frente a la nadería o la superficialidad de la música sin alma. La dualidad bifronte del arte y la vida. Canciones de no más de tres minutos –algo inhabitual en la época– en las que se abordan temas como la soledad, las heridas de la perdida de la inocencia, el veganismo, la nostalgia por lo no vivido, el despertar sexual o la política. En la entrevista previa al famoso concierto de las fiestas de San Isidro del 84, Marr le dice a Paloma Chamorro: "Antes de nosotros había un déficit de buenas canciones".

'Meat is murder'

Por si faltaba algo, su puesta en escena resulta apabullante. En su primera aparición en Top of the Pops –los 40 de UK— Morrissey blande un ramo de gladiolos como si fuera la onda con la que David se cargó a Goliat. Con ella se va a cargar los estereotipos de frontman macho alfa de los 80. Canta con una voz próxima a la ópera, tiene un tupé a lo Elvis, se desgarra la camisa y para que los espectadores leamos las palabras Marry Me escritas en su pecho. Desde allí se produce su ascenso –y posterior caída: aunque esa es otra historia– natural a ídolo pop.

Después de un primer disco homónimo donde destacan Pretty Girls Makes Graves –cita de Jack Kerouac– y Reel around the fountain publican una serie de singles que tienen más éxito –en un movimiento que les durara toda la carrera– que sus elepés. A principios del 85 publican Meat is Murder con el que consiguen llegar al primer puesto de las listas británicas. En mitad de su gira inglesa y americana no paran de componer las canciones del que tal vez sea su mejor disco: The Queen is Dead. Lo hacen a su peculiar manera, Marr con la música y después Morrissey pone letra, a la inversa de un cantautor de los 60.

El nivel de mordacidad y belleza siniestra de esas canciones llega al paroxismo. Se convierten en pequeños relatos. Estampas entre el costumbrismo y la vanguardia tramadas por un lector compulsivo, uno de los mejores letristas de la historia capaz de meter en pocos estribillos ideas que cambian la sociedad. Los censores morales –ya ven que no son una novedad de nuestros tiempos– ponen el foco en acusaciones sin sentido, sin percatarse de que las canciones son ficción y que Morrissey es un narrador como lo eran Nabokov o Capote.

'The Queen is Dead'

El grupo evoluciona tan rápidamente que pronto se erosiona sin remedio. Morrissey no ceja en su empeño de realizar declaraciones altisonantes –el bocachancla ataca de nuevo– sobre todos los temas que levantan ampollas: la monarquía, el gobierno, la calidad de los otros grupos. Otros tienen problemas con la drogas y Marr decide que es hora de acabar. Cuando se publica su último disco en 1987 –Strangeways, Here We Come– la banda ya no existía. Se disolvieron pronto. Cuando tocaba. Harto Marr de las megalomanías de su letrista y otros ninguneos. Dejan una obra escueta y perfecta. Como esas series extrañas de HBO que no tienen más de cinco temporadas. Nos legarán su colección de portadas con fotogramas de cine clásico y su monotonalidad, sus hermosas atmósferas musicales, sus letras insuperables. 

Ahora, Morrissey ha aireado el alcance de su fractura con Marr –provocada, como este no se cansa de insinuar en sus redes sociales por los devaneos de Mozz con la extrema derecha–, a propósito de una gira de retorno frustrada y la propiedad del nombre del grupo. Quizá sea una buena idea para ambos quedarse como están: Marr ha encadenado una serie de estimables discos en solitario una vez que se ha atrevido a cantar; Morrissey, por su parte, a pesar de no tener –otra vez– management o sello discográfico también lleva una buena racha y dice tener más de un disco listo para publicar cuando algún listo –o temerario– se atreva a brindarle la oportunidad. 

'Strangeways, Here We Come'

Y es que la mejor manera de cuidar de un legado es dejarlo tal cual. Ninguno de los dos tiene tantos ceros en sus cuentas corrientes como Mark Knopfler o Michael Stipe pero, igual que ellos, saben que una gira de estadios –la única opción viable si alguno quisiera volver: soñar con teatros y salas de media capacidad sería tan precioso como ingenuo– requiere una preparación física difícil de conseguir a su edad y circunstancia. Recuerden la ley no escrita que exige que todo concierto mastodóntico debe exceder las dos horas y media. Con lo bien que se está en la segunda residencia…   

Nos queda escucharlos con pasión y profundidad, como aquel joven que amenazó con asaltar la radio comercial de Manchester –Hang the DJ– sino radiaban sus canciones. La música que convirtió la miseria y la soledad postadolescente en el latido perfecto para bailar el amor en tiempos convulsos. Gozosamente atascados en el pop de Manchester, sin poder salir nunca de allí.