Katerina, la protagonista de Lady Macbeth de Mtsensk, es una especie de Ana Karenina, menos dotada para el drama que la heroína de Tolstoi, pero con más pasión vengativa. El gran compositor Dmitri Shostakóvic transitó, con el timbre de Katerina, desde la música de cámara a la ópera trágica; y con sus composiciones orquestales saltó desde el asesinato pasional al magnicidio, musicalizando dos películas de Einseistein, como Alexander Nevski e Ivan el terrible. Su Lady Macbeth justifica el crimen como respuesta al dolor infringido y las versiones musicales del cine en blanco y negro desembocan en la conjura contra un poder injusto.
Se ha hablado mucho del día de 1936 en que Joseph Stalin, viendo esta Lady Macbeth de Mtsensk, se sintió ofendido y recurrió a un editorial de Pravda -órgano del PCUS- para denigrar a Shostakóvic. Si tomamos la versión novelada de los hechos, veremos que se trata de una pista más clara que el puro enunciado de lo sucedido factualmente. Se la debemos a Xavier Güell, músico y autor de Shostakóvic contra Stalin (Galaxia Gutenberg). La crueldad del líder georgiano trató de frenar la inteligencia de un músico que le dio más sentido al bolchevismo auténtico que los jefes del Kremlin, burócratas obsesionados en la liquidación del adversario.
Siguiendo la versión novelada, encontramos el fragmento de la Casa Grande, centro de operaciones de la Checa, donde habla el teniente Zakrevski, en una sala de interrogatorios, frente al compositor: “Nuestro trabajo consiste en proteger al Estado. Allí donde menos te los esperas se encuentra uno una sorpresa”. El policía expresa la mezcla de ambigüedad y terror, parecida a la que utilizó la Gestapo hitleriana, dos actitudes descritas, mucho antes y sin calificativos, en la premonitoria novela de Kafka, El Castillo. Shostakóvic vuelve a su domicilio, con la orden de volver a presentarse dos días después; pero cuando cruza de nuevo el umbral de la Casa Grande se entera de que el detenido es ahora su interrogador, el teniente Zakrevski, aquel que, en el primer encuentro, le dijo inesperadamente que había asistido al estreno de su “magnífica Primera Sinfonía”.
El compositor no se define a sí mismo jamás. No lo hace ni en el silencio de sus autoconfesiones. Sin ser un contestatario de palabra está claro que su música representa el mal humor frente al poder. Podría parecerse al indefinible concepto kafkiano de Odradek traducido, por aproximación, como renegado, apóstata, rebelde, insurrecto, tránsfuga o desertor, siguiendo el hilo de Max Brod, el albacea literario de Kafka.
Después del alivio tras el segundo interrogatorio suspendido, casi cada noche, la policía llama a las puertas de sus vecinos y el compositor se pregunta “¿Por qué no vienen a por mí? ¿Cuándo me tocará a mí? Todo ocurre durante las madrugadas glaciales de un país que pierde el croma a marchas forzadas; una nación que se hunde en la desdicha de los que no caben en el reparto del botín y acaban, como los sans culottes, franceses, durmiendo en las barricadas del París de Robespierre. En aquellos días, está a punto de estrenarse la Cuarta Sinfonía de Shostakóvic, “un nuevo desafío a la política cultural del Gobierno de Moscú”, en palabras de su amigo, Isaak Glikman. Y ciertamente se trata de la más descomunal de las sinfonías del compositor, comparable a la Segunda de Gustav Mahler; suenan en ella los vientos, las afiladas cuerdas, la percusión y los metales. La Cuarta empieza en una marcha con el xilófono golpeando y se cierra dulcemente con el fagot derrotado ¡Qué lejos están las élites políticas del dolor del alma!
Barcelona, una ciudad golpeada por la suavidad tronante de la lírica, acaba de entrar -hasta el próximo siete de octubre- en el estreno de la temporada con Lady Macbeth de Mtsensk, de Shostakóvic, bajo la dirección escénica de Àlex Ollé y la dirección musical de Josep Pons. Con el escenario convertido en una balsa de aguas freáticas, las tablas desaparecen y los pies de los protagonistas se sumergen hasta casi acariciar al foso de la orquesta, sin tregua y en estado de gracia.
Sí, un inicio descomunal. El estreno confirma una frase del compositor ruso, que cien años después de la versión de la obra en el Bolshói de Moscú, ha atravesado como una exhalación el siglo de las guerras: “Nunca había llegado tan lejos mi deseo de experimentación”. El Kremlin está en lo cierto; Shostakóvic es peligroso porque la música es la mejor sanación frente a los poderes megalomaníacos. La lírica no mata, pero sirve de lenitivo ante los abusos de los poderes abrasivos. El drama la Lady Macbeth rusa, por duro de digerir, invita a desviar la mirada hacia los voladizos del teatro a falta de la inveterada e insana curiosidad vecinal leceística del pasado. Katerina es una mujer sometida al sistema patriarcal, atrapada bajo una estructura familiar inamovible y una sexualidad femenina reducida a los propósitos procreadores. Se enamora y cae en la más absoluta soledad; en pleno neobarroco, Katerina corre el destino bobarista y romántico del amor prohibido de Ana Ozores (La regenta de Clarín). En el caso de la rusa se entrelazan dos destinos: el desclase o el crimen; lo mejor es matar y morir matando. Katerina está moralmente perdonada en el patio de butacas, pero no en los espíritus acorazados, todavía hoy, por la sinrazón del dogma.
La partitura, calificada de elefantiásica y pensada para un virtuosismo muy alto, deja a la gente sin habla; al finalizar la obra, uno se lleva a casa la impactante visión lacustre del Liceu. Por lo visto, el Gran Teatro no gastó toda el agua del subsuelo en apagar aquel incendio de 1994, –se han cumplido ahora 30 años– en el que las llamas se comieron el telón y los palcos del proscenio, situados de espaldas a la platea, y destinados en su origen a las viudas ocultas de la alta sociedad. Las llamas también quemaron los espacios de los balaustres del anfiteatro, conectados antes con el Círculo del Liceu, que en su tiempo fue un stiff upper lips.
Shostakóvic es aplaudido en el Liceu como si el compositor estuviera vivo al frente de la delegación soviética con la que Stalin le mandó a Estados Unidos, cuando el músico solo pensaba en su destierro de Siberia. Baja del avión en el entonces aeropuerto la Guardia de Nueva York. Los periodistas del Chicago Tribune le preguntan sobre Stravinski esperando una respuesta contra su colega instalado entre EEUU y Europa Occidental. La versión novelada de Güell dice así: “Preferiría cortarme una mano. Desde niño, llevo a Stravinski dentro de mí. No me he perdido una representación de La consagración de la primavera en el teatro Marinskij; toqué el segundo piano de Las bodas; interpreté La Serenata en La; transcribí La sinfonía de los Salmos”; qué burdos estos tipos que preguntan.
Al final, la música revela las intenciones que un poder arbitrario nunca llega a comprender. No hubo gulag ni pena de muerte ritual contra este disidente, pero sí hubo persecución, marginación y pobreza. A los heroicos soldados de Stalingrado de 1945 -al final de la II Gran Guerra- les ponían en los altavoces de los barracones la Sinfonía Número Siete de Shostakóvic, conocida como la Sinfonía de Leningrado. El Ejército Rojo ensalzó la figura de un héroe, donde en realidad hay un compositor, el mejor músico ruso del siglo XX.
Shostakóvic resiste ante el stalinismo; sabe pasar de puntillas sobre la estupidez del realismo social que combate el arte contemporáneo reverenciando la mal llamada música clásica, porque entiende que, en ella, no cabe la disidencia. Los dirigentes. que liquidarían la inteligencia roja en los Procesos de Moscú, desconocen que la inspiración de los grandes maestros del pasado, como Beethoven o Mozart alimenta el exiio antisoviético de Stravinski y el exilio interior de Shostakóvic.