Corría el 2007 cuando cuatro veinteañeros barceloneses se convirtieron en los nuevos niños maravilla de la escena musical catalana. Firmaban bajo el improbable nombre de Manel. Nomenclatura fetén -tal vez- para representar las credenciales de un cantautor regional, pero del todo inadecuado para una banda de indiefolk procedentes del mismo corazón de l’Eixample. Los primeros artículos dedicados a ellos remarcaban que ninguno se llamaba Manel. Su tarjeta de presentación eran apenas cuatro canciones en el myspace –oh tempora, oh mores– de indudable calidad formal y de una originalidad y frescura contagiosas. Fueron finalistas de un concurso de grupos emergentes y con el dinero acabaron de grabar: Els millors professors europeus.
Lo primero que destacaba en aquel contexto –que todavía hacía caso a etiquetas tramposas pero como indie o comercial— es que los chavales querían competir en la doble liga del reconocimiento: optaban por la independencia radical en lo artístico pero en absoluto desdeñaban la voluntad de ser masivamente populares. Poseían, además, la extraña habilidad de armonizar melodías vocales --una rara avis en aquellas épocas de lo-fi ratonero-- con unas letras que armaban un universo a la vez reconocible e inexplorado: una suerte de costumbrismo moderno y alterado, dos punto cero, capaz de embrujar a todo tipo de público: del hípster incipiente al entrenador del Barça pasando por la tieta divorciada. De cosechar buenas críticas en Enderrock -la revista oficialista de la música rock catalana- y salir en la lista nacional de Rockdelux.
Además, tenían una imagen común, tan antiestrella –una de las versiones que realizaban en los primeros conciertos era una cover nostrada de Common People de Pulp llamada La gent normal--, que resultaban irresistiblemente cool. La misma portada del cedé era un dibujo con cuatro sillas y taburetes dibujado por uno de ellos. Nada de fotos o gafas de sol. Postuniversitarios talentosos y melancólicos perdidos en el estallido de la crisis económica entre másters y proyectos artísticos. Ni muy pijos (se habían conocido en el instituto público del barrio) ni muy tirados (pero de barrio bueno).
En fin, escribían extraordinarias canciones comunes que hablaban de desamores con erasmus europeas, de planes quinquenales o de penúltimos viajes veraniegos al mar, y lo hacían con una lengua rica, a la vez rigurosa y natural. Con un sonido más parecido a referentes contemporáneos internacionales -esos ukeleles suenan al primer Beirut o Herman Dune, el arreglo de trompeta a Sufjan Stevens- que a lo habitual por estos lares. Sus, en ocasiones, kilométricas letras bebían de la tradición musical catalana más genuina, más propia de la generación de los abuelos que la de sus inmediatos antecesores, para entendernos, más Pau Riba, Joan Manuel Serrat o Jaume Sisa que a Sopa de Cabra o Sangtraït.
A partir de allí armaron una trayectoria envidiable, siempre contra lo rutinario y la tentación de la nostalgia. Resistiendo los cantos de sirena tanto de la publicidad como del discurso político de ningún pelaje. Créanme que en aquellos tiempos y en aquellas circunstancias no resultaba nada fácil. Produciéndose y editándose en su propia discográfica: Ceràmiques Guzmán. Seis discos originalísimos que parecen crecer con el tiempo y la escucha. Añadiendo capas y capas de estilos y referencias a su música, que va desde lo electrónico a lo latino. Su calado en el imaginario popular es profundo y lograron hacerse con los primeros números uno de ventas en España desde las épocas de Serrat con discos cantados íntegramente en catalán. Ahí es nada.
Ahora, tras anunciar el cese temporal de la convivencia, resulta que vocalista y autor de las letras --eso de líder resulta incompatible con la idiosincrasia del grupo— Guillem Gisbert nos presenta su primer álbum en solitario, Balla la masurca! Su imagen pública –un David Verdaguer aquejado de quijotismo, un Jarvis Cocker de Barna-- hacía pensar que igual podría haber escrito una novela, dirigir una obra de teatro o soltarse con un programa televisivo de crónicas musicales.
Existía cierta expectación –se la ha ganado a pulso-- para saber cómo Gisbert se las arreglaba sin sus compañeros de armas, e incluso algunos nostálgicos pensaban que el disco en solitario era la oportunidad perfecta para que volviera al camino del folk agradable, de la austeridad de la madurez –mandolina, ukelele y acordes melódicos-- y decidiera el cese de la experimentación formal. Para recoger el cable de la innovación y volver al redil del pop bien peinado. Si acaso, empezar a emprender el camino –acaba de cumplir los 40-- de futuro crooner crepuscular.
Nada más lejos de la realidad. Es admirable que un tipo con su edad y viniendo de una tradición musical concreta, se abra sin hipocresía ni cálculo a la música –mal llamada- urbana. Más que crepuscular, lo suyo es futurista, de cantautor deconstruido en un piano cocktail de fantasía. Porque más que un disco, lo que Gisbert ha entregado es un ecléctico cofre del tesoro. Repleto de maravedíes, doblones de oro y nuevas texturas musicales. Canciones temáticamente originalísimas que nos hacen reconciliar con el género pop como elemento de placer adulto. Un disco barroco, excesivo, arrollador. Altamente disfrutable, a pequeños sorbos, con tiempo, no vaya a ser que nos empachemos de imágenes, cambios de rumbo y estrofas innovadoras.
Pareciera como si el cantautor agradeciera que le quitaran la mirada escrutadora –mitad aliciente, mitad censura-- de sus compañeros de grupo y se dejara ir sin ningún tipo en letras y ritmos: desencadenado en melodías, sin bozal que le contenga en letras y arreglos. Más que retornar al camino del folk noventero lo que hace el disco es dislocarse en diversos senderos conceptuales, una suerte de elige tu propia aventura musical donde cabe de todo. Como esos estudiantes especialmente brillantes de bachillerato que no saben decidirse entre letras y ciencias porque no quieren perderse nada, Gisbert se va probando en todos los campos desde lo elegantemente electrónico hasta el desmesurado himno dylanita (Les aventures del capità Lluna), un maravilloso tema dedicado a una de las anécdotas de Rafael Azcona, otro inspirado –diríamos-- por un secundario del universo de Cold War junto a una canción irónica con la tuna. El spleen del tren nocturno de vuelta de la Autónoma junto a la bronca que le pega la Torre Mapfre al Hotel Arts.
En fin, cada tema del disco parece un cubo Rubik en el que Gisbert dispone de sus propias normas para resolverlo. Heredero de aquellos escritores del Oulipo que encontraban en los límites autoimpuestos de la creación un acicate para el desarrollo de la propia creatividad. Para cada una se hace acompañar por productores o colaboradores diferentes, creando una suerte de antología extraña de la vida adulta. Un greatest hits sin propiamente dichos. Un pastiche --bien ligado-- que dispara en todas direcciones y acierta.
La fotografía en movimiento del magín hiperestimulado de un cuarentañero barcelonés con sus amores perdidos y recuperados, sus lecturas del morro fino, su cinefilia y sus intereses culturetas. ¿Os suena? Contaba Cohen en aquella canción que pagaba un alquiler diario para vivir en la torre de la canción. Parece que contamos con un nuevo inquilino.