La primera batería que toqué llegó a mi vida a los nueve años. Mi hermano mayor tenía doce, y los Reyes Magos le trajeron una enorme Thunder blanca en la que tocábamos por turnos algunos domingos. En los trasteros familiares aún encontramos piezas de aquella vieja Thunder reaprovechadas aquí y allá. Hace más de treinta años mi padre me enseñó los rudimentos necesarios para tocar rock o blues, treinta años después yo se los enseñé a mi hijo. Ese hecho o mito familiar primordial (la primera batería) es el inicio de una larga historia biográfica.
Explica Ce Santiago que se compró su primera batería con sus dos primeros sueldos conseguidos en una feria de verano; yo me compré mi vieja Mapex negra (me costó 600 euros) también con mis primeros dos sueldos, pero en mi caso conseguí ese dinero trabajando de bibliotecario. Aún utilizo la misma batería, que ha aguantado veinticinco años de aventuras diversas con un ánimo envidiable. Es una batería afilada y preparada para realizar incisiones dolorosas, puesto que la banda en la que milito, Onirophagus, se concibe como un maremoto sónico con progresos cuánticos y un submundo de inharmonías insanas en las vísceras de un sonido parecido a una torre o un promontorio olvidado.
El autor también se nos desnuda para declararse un enamorado de un determinado estilo de vida (quien es batería forma parte de una hermandad peculiar) y traza con precisión cómo se formó la tríada espiritual entre el cuerpo (o la carne), el rimo y el instrumento. Para lograrlo, se zambulle en la historia de los percusionistas de Luisiana para reconstruir el proceso según el cual el trabajo que realizaban cuatro músicos pasó a desempeñarlo una sola persona: un batería. Imposible sostener otra cosa: la batería nació en cuanto se inventó el pedal de bombo, y así las manos quedaron liberadas para empezar a volar cada vez más lejos de la marcha militar. Parece claro que esto ocurrió a principios del siglo XX, cuando Dee Dee Chandler empezó a fabricarse sus propios pedales de bombo.
La liberación rítmica culminó con la llegada del hi-hat, accionado también con un pedal, y que fue patentado en 1925 por Victor Berton. Y otra coincidencia que me deja perplejo: Warren Baby Dodds no quiso apostar nunca por el pedal de hi-hat, y trabajaba sin él: yo hago lo mismo. Me concentro en el pedal doble izquierdo y me aburre el hi-hat: siempre doy la vuelta a ese pedal inoportuno para que no me moleste. Contra gustos…
Donde los puntos de contacto entre mi experiencia de la vida y la religión baterística que nos muestra Ce Santiago son ya preocupantes es en la extensa nota a pie de página en la cual nos explica que sin el Metal, no el chillón y hortera sino el oscuro y metafísico, no le resultaría fácil concentrarse para traducir. Y las bandas que nombra forman parte de mi panteón personal, aunque yo tire menos al Black y más al Death y al Doom: pero es cierto que sin esa música (la de My Dying Bride, Ophis, Electric Wizard, o Suffocation, Morbid Angel, Gorefest, Hypocrisy, Slayer o Sinister) yo no podría escribir, o escribiría a un ritmo menor y menos seguro. La relación entre el ritmo de las propuestas más monolíticas y la escritura la vivo de forma particularmente intensa: es poner un disco de Primordial o Paradise Lost y empezar teclear frenéticamente.
Cuando me preguntan qué hago para escribir respondo que hago básicamente dos cosas: dejar el teléfono en un cajón lejano y poner un CD. La conexión es inmediata, es un flow insultante y adictivo como las fiebres cibernéticas de los personajes de William Gibson. Simplemente, dejo de estar allí y quién sabe adónde rayos viajo. Ese particular estado de ánimo se parece a las portadas del stoner rock desértico, que presentan paisajes a medio camino entre la ciencia ficción barata y los cuadros de Böcklin. Ce Santiago describe ese flow inexplicable y cósmico como un “estado de concentración autopropulsora”. Es exactamente eso. La percusión como una pulsión primitiva es una emoción cardinal entre los enamorados de las baterías. ¿Hay algo mejor que una vieja Pearl de los años ochenta con su madera vieja y su sonido parecido a un buen whisky? Hay baterías que funcionan solas, porque están vivas y te poseen como hombres lobo desbocados, como entidades externas que te controlan para que te descontroles.
El sustrato ancestral asociado a la batería queda perfectamente definido en este ensayo fluido: “Por decirlo con Gass, la adoración del ritmo ha de ser pagana y politeísta". O: “Sea cual sea la cadencia, la voz literaria ha de ser la del trance que incita al trance”. Estamos explorando una capa muy profunda de la conciencia humana: fue Havelock quien relacionó la noción de ritmo con la estructura hipóstila del templo griego y la necesidad platónica de inaugurar un lenguaje binario esencialmente distinto del de la vieja sabiduría oral homérica, también ella encarnada en métricas y ritmos. Ce Santiago nos regala un libro particularmente ameno y hábil a la hora de construir una filosofía de un instrumento musical complejo.
Es verdad que hay muchos chistes sobre el carácter ausente y alelado de los baterías, el autor lo comenta. Igual es que son como los boxeadores y por culpa de tantas hostias se les marchita un poco el cerebro. En mi caso particular, los mitos y chistes sobre baterías tozudos y aspergerosos es exacta: quien me conoce certificará a los pocos minutos de observarme que no suelo estar donde suelo estar: tengo Doom Metal, Jazz o Psicodelia en los auriculares o en la mente casi el cien por cien del día: trabajo con música, cocino con música, paseo con música, observo rocas, montañas, campanarios o fachadas con música, conectado a un mundo paralelo; sin música no valdría la pena vivir, el archivo de mi vida es el archivo de mis canciones, nos faltaría una puerta inmediata hacia la trascendencia. El autor recupera unas palabras sintomáticas de Bobbye Hall: “Mis raíces no están en este planeta, mis raíces están en la percusión”.
En los últimos compases de su libro, Ce Santiago analiza el uso del ritmo en escritores como Faulkner, Bernhard o Sebald, practicando él también muy claramente una escritura musical y sincopada. Por último, agradecer que en este país se escriban ensayos que quieran parecerse más a una lluvia que a un tratado, y que el sello Hurtado y Ortega apueste por este tipo de libros tan espontáneos como sofisticados, síntoma de una cultura madura y desacomplejada.