Los dúos poético-musicales del romanticismo se concretaron en los binomios, Goethe-Schubert o Heine-Schumann, que cultivaron el Lied, una de las formas más consustanciales del romanticismo alemán. Se ha escrito que Haydn fue la música del poeta Martin Wieland, como Mozart lo fue del último Schiller; y en el rastro de estas dualidades, los conocedores identifican la energía de Schubert en el Winterreiser (Cuento de invierno), más que en la letra del poeta popular Wilhem Müller. En todas las composiciones existe una “molécula musical” que define a la partitura entera. Este principio se cumple en la música de cámara y en el canto, pero no se manifiesta en los lied musicalizados por Schubert. El Cuento representa la exploración del espacio en el que cada momento “crece más que el anterior en expresividad”, en palabras de Charles Rosen. Pero en el conjunto no hay ni rastro de la citada molécula.
Una invitación del Liceu ha sumergido a Joan Fontcuberta en el sombrío Winterreise, las 24 canciones de Wilhelm Müller, con música de Schubert; es la narración de un viajero solitario que afronta el frío gélido de los bosques con la desesperación del que observa el paso del tiempo sin solución de continuidad. Winterreiser es el presente continuo de la vejez y la pérdida de la memoria; el laberinto del hombre traicionado por su destino, sobre las tablas del Gran Teatro encarnado por el barítono Michael Volle y el pianista Helmuth Deutsch. La desesperación de un alma sumida en la nostalgia, el más angustioso angst germánico enviado por la voz y el teclado hasta la puerta dolorosa del alzheimer; un espacio en el que, sin embargo, no todo está perdido; un territorio hoy ignoto, pero paradójicamente vivificador, como defienden los científicos defensores de la musicoterapia, como soporte de la farmacopea.
Ante su primera propuesta escénica, conviene recordar que Fontcuberta es un creador interdisciplinar marcado por un medallero de alta calidad: Premio David Octavious Hill alemana, Chevalier de l'Ordre des Arts et des Lettres de Francia, Premio Nacional de Fotografía, y Premio Nacional de Ensayo. Fontcuberta y la dirección escénica de Anna Ponce plantean una nueva versión estética de la melancolía de Winterreiser, en un ciclo que arranca este viernes en el Liceu. Ambos han tenido en cuenta que, en las canciones de Schubert, la realidad del presente renueva la historia del pasado que ha llegado con el viento del Este, hasta convertir el caminar del protagonista en un vacío. La voz humana del barítono y los acordes del piano enmudecen lentamente.
Cuento de Invierno es el testamento espiritual de Schubert; una concentración contradictoria entre la elegancia clásica de Goethe -anhelada por el músico- y la simplicidad de Müller. Schubert se sintió atraído por la concisión y elegancia clásicas de Goethe, pero también por la simplicidad algo banal y trasnochada de los cortos poemas de Wilhelm Müller. La pieza está marcada de arriba abajo por la renuncia al virtuosismo y el descenso a la música popular, que marcó al romanticismo alemán -en los círculos de Jena y de Heidelberg- y que, un siglo y medio más tarde, estuvo cerca del salvar a la nación antes de la irrupción del nazismo, sublimación del nacionalismo teutón, en un momento de enorme pobreza, después de la República de Weimar. Basta citar el ejemplo de Richard Strauss al que Hitler y Goebles ofrecieron la dirección de la cámara de música del Reich, a pesar de que el gran compositor les recordó que era el Volkslied, la música popular insertadas en el folclore germánico -y no las aguerridas voces hitlerianas-, la base de la cultura alemana, y en consecuencia del tronco cultural de Europa entera.
Los lied, lo que los alemanes conocen como Kunstlied, la “canción arte”, impulsaron en su tiempo la influencia de la técnica del piano; y este Winterreiser de Fontcuberta ha sabido situarse mentalmente allí donde los expertos colocan a las romanzas sin palabras de Mendelssohn, un enclave que une la fuente folclórica y la creación de nuevo cuño.
Puro romanticismo
Cuando llegaron los años del Sturm und Drang, la música ocupó el énfasis de Schiller, Hölderling o Novalis, entre otros. Pero Franz Schubert, lector infatigable, no supo o no quiso dar el do de pecho. En realidad, su mejor contribución la hizo desde la ausencia de énfasis; y fue allí donde apareció su genio. No supo leer las luces del spleen, no acertó a superar la falta de éxito económico y tampoco tuvo grandes amores. Pero digámoslo claro: halló el tesoro de la amargura, el abandono romántico, la locura del solitario, el fondo nunca estéril de una creación muy singular, aparentemente antipática, pero exigiendo siempre el quiero más pasión y olvido.
El Cuento de invierno son fragmentos tristes, desesperados de tan melancólicos. Desembocan en El organillero, último momento. La obra comienza en el Der Wandern, el viaje, el periplo obligado, que para algunos de sus contemporáneos fue del Rin al Danubio, de la Seva Negro al Báltico o el recorrido goethiano de Viaje a Italia, fundamento del Grand Tour. Pero para Schubert significó únicamente un paseo por al silencio de la fría noche; la patética huida interior del mundo romántico, que desde luego no es poco.
Susanna Rafart ha escrito para la ocasión los poemas que acompañan al espectáculo en base a fragmentos de Müller. Rafart aplica la poética-espejo, no para embellecer sino para enmudecer en el llanto. En su técnica, como demostró Levi-Strauss en su momento, lo semántico y lo gramatical no pueden pensarse como cuestiones separadas, porque se organizan en torno a las emociones, como una familia o una sociedad cohesionada. Si no perdemos el hilo de la obra es gracias a ella. Curiosamente, la unidad sobre un centro (la molécula de una partitura) no se da en la música de Cuento de Invierno, pero si se da en la letra de Müller, como revela la reinstauración de Rafart. El fonema, gracias al poeta original, se repite siempre en las 24 canciones de Cuento de Invierno.
En la versión inicial de Müller, los cuentos como La corneja (número 13), el animal que sigue al caminante, hasta El Poste, los caminos solitarios escogidos por el peregrino sin causa o La posada, donde no hay ni una tumba abierta y vacía para descansar, desmontan al más pintado. Desesperación y desaliento; un camino doliente a las puertas del más allá, al estilo per se me va, de Dante, pero sin infierno. Puro romanticismo.