“Nuestras pasiones deberían estar al alcance de nuestro poder”, escribió John Dryden en el prefacio de su versión sobre la obra de Shakespeare, Antonio y Cleopatra. El relato es una forma de apiadarse de un amor autodestructivo en el que interviene, además de la pasión, el asesinato sin mediar ninguna necesidad; sin decidir si la aniquilación de un ser humano está justificada por motivos políticos o de cualquier otra índole, la pareja actúa voluntariamente, a menudo para complacer al otro o eliminar la monotonía de una relación dionisíaca.
El estreno operístico de la obra en el Liceu nos muestra ahora el Antony & Cleopatra de John Adams, el compositor que también ha elaborado el libreto de tonalidad isabelina sobre el texto del gran dramaturgo británico. Para abarcar el trabajo de Adams, los ensayos de la obra, de clara frontalidad erótica entre los dos protagonistas, desembocan en el escenario con enorme delicadeza, gracias a la colaboración de Ita O'Brien, pionera y experta en escenas de sexo; ella es la “coordinadora de intimidad”. Hasta hace poco se daba por sentado que cualquier escena íntima sobre las tablas no afectaba a los actores. Pero el movimiento MeToo ha desvelado muchos casos de abuso hasta el punto de imponer la figura del que dirige la escena erótica. Hasta hace bien poco, las malas prácticas se mantenían, pero todo cambió con el MeToo en Hollywood, que llevó a la cárcel al poderoso productor; después, el tema ha despertado mucho interés en las escuelas de arte dramático de medio mundo.
A la ópera de Adams la preceden casos como el de Peter Brook que se asoció a la formidable Glenda Jackson en el papel de la reina egipcia y otros intentos menores como el del cineasta Mankiewicz, con Richard Burton y Liz Taylor, quienes, durante el rodaje, encerraron la historia en sus camerinos, sobreactuaron sus papeles y quisieron ser más antonianos y cleopatrianos que los mismos personajes históricos.
Los ejemplos extraídos del pasado y el espléndido ritmo de Adams nos acercan, en este momento álgido de la geopolítica mundial, al nacimiento del Imperio Romano dominando el Mediterráneo repleto entonces de trirremes y ahora convertidos en portaviones norteamericanos con cientos de bombarderos, con la vista puesta en el drama de Gaza. No es la primera vez que la escena y la música se encuentran con el derecho internacional humanitario vulnerado en las guerras de nuestro tiempo. Veamos si no las apelaciones constantes a la paz de Barenboim y otros.
En la ópera de Adams, el delirio de maldad avanza hasta el límite de proclamar el derrumbe de Antonio y el éxtasis de Cleopatra. Aun estando entre ambos el fantasma no resuelto de César -la voz de Paul Appleby, el tenor que interpreta un soliloquio del Emperador ausente- el mal conduce a la faraona, la dragona solitaria, dotada de un abismo en su interior. Es la reina poderosa que destrona al héroe hercúleo de cintura para abajo y lo abate con mil razones desde el cuello hasta la nuca. Por lo visto, también para Shakespeare, la mujer era la mala. La versión operística de esta tragedia supera en mucho a la de Lady Macbeth, en el libro y sobre la tarima; la de Adams es una obra de traslaciones geográficas que van de la sensual ciudad de Alejandría --la del Cuarteto de Durrell-- hasta Roma, la rigorista capital del Imperio, acariciada por una puesta en escena impecable de Elkhanah Pulitzer. Antonio & Cleopatra se detiene en Roma con la estética mussoliniana de las décadas 20 y 30, y acaba por revelarse el continuo blanco y negro del neorrealismo italiano.
La estética de fondo toca todos los palos. Adams, querido y muy reclamado por el público del Liceu, compuso esta ópera pensando en Julia Bullock, el timbre de su voz y la capacidad de alimentar teatralmente al papel más complejo de las mujeres de Shakespeare. En la obra de Adams, la soprano norteamericana, en el papel de Reina de Egipto se complementa con el barítono Gerald Finley, en el roll de Antonio. Para reforzar el hilo argumental con la orquesta sinfónica y los coros, se repite el esperado minimalismo de Adams, llevado siempre hasta el límite. El compositor ya mostró su sello el pasado mayo en el Real, con Nixon en China, y ahora repite estilo con este nuevo estreno.
El músico, que empezó de clarinetista en la Sinfónica de Boston, lleva casi medio siglo componiendo; ha ganado el prestigioso Premio Pulitzer de Música (2003) y cinco premios Grammy, convirtiéndose en uno de los más admirados del público, después de haber triunfado con La Opera de cuatro notas, bajo el influjo de John Cage e inspirada en Puccini. Además, muchos recordarán el revuelo que montó en la Ópera de Gardnier, en París, su Doctor Atomic, dedicada a la memoria de Robert Oppenheimer y a la bomba de Operación Manhattan.
El broche liceístico, en esta ocasión, alcanza el clímax en el momento erótico de la pareja protagonista; un verismo que acaba para siempre con el complejo de niño munificente de un bajo de pieza wagneriana junto a una Valkiria de enorme magnitud física sobre el escenario y ambos cogiditos de la mano a mas de metro y medio de distancia. Esto ya es historia. En Antonio y Cleopatra hay sexo del bueno, pero sexo figurado como en toda gran ficción teatralizada. El guerrero y senador, Antonio, el militar astral que desaparece con la música y los coros, no tiene sustituto en la cama de Cleopatra, una dama de exuberancia narcisista; la época del primer imperio ha terminado; Julio César y Pompeyo son historia, y ella la mujer serpiente, que se inflige la muerte con la picada de un reptil venenoso, sabe que su vida junto a emperadores ya no es posible. Nunca podría seducir al siguiente: el gran Augusto.
Antonio es tardío y Cleopatra es arcaica, casi eterna. Ambos componen el bajorrelieve de pasión y muerte probablemente más alto de la historia de las letras y las artes. Si queremos conocer las fuerzas interiores que desata el amor entre adultos siempre volveremos a la pareja, el mejor momento. Adams ha dejado claro que la existencia solo se explica a través del fenómeno estético. Cleopatra expira en el mismo momento que usurpa el espacio a su pareja. Ella es en realidad la mujer enamorada; no se da ni cuenta de que Antonio abandona la batalla de Actium pensando que lo hace por amor y no por egoísmo de enamorado, como el Paris de la lejana Troya (Ilión). A lo largo de la ópera, aparece y desaparece el timbre caluroso de la Bullock -una voz sexi- y solo se echa en falta la presencia de John Adams que prometió dirigir la orquesta del Liceu, pero que, de momento no aparece, (tuene tiempo hasta el día ocho) en el foso con la batuta.
Son tan potentes las escenas finales del segundo y último acto que las podemos destacar como novedad en la dramaturgia: la presencia en los últimos compases de Ita O'Brien aplicando las 15 recomendaciones a tener en cuenta en su cuaderno Intimacy on set guidelines: “siempre ha de haber una tercera persona en el ensayo; un ojo externo para ayudar sin desconcentrar a los personajes”; se puede gritar exhalar de placer peo siempre escénico, añadiendo una recomendación fundamental, fuera de todo puritanismo, espero, y al servicio de la escena: "Como mínimo hay que llevar bañador si en la audición hay desnudez o escenas íntimas”. Descartado el exceso de mimo, lo cierto es que se están formando ahora mismo especialistas en EEUU, Australia y Nueva Zelanda, pero que acaba de empezar en las escenas europeas de París, Milán, Viena o Berlín. Hablamos de un oficio fino que, sin embargo, todavía no está reglado en el mundo de la ópera.
Estados de ánimo
Antony & Cleopatra es la destrucción de un mundo histórico para abrir el espacio al discurso de los dioses o de sus representantes sobre el amor terrenal; es una batalla sin cuartel entre lo hercúleo y lo erótico. Adams ha mostrado la intimidad de las diferentes clases de amor, que pasan por la cabeza de los protagonistas, cuyos actos dejarán huellas en el público. Gracias al narcisismo de Marco Antonio y Cleopatra, gracias a su autocomplacencia, nos vemos arrojados a un espacio enteramente artístico. Antonio se hace atractivo en los momentos de mayor intimidad; es humillado muchas veces por las palabras de su pareja, representa el brío cómico y efectivamente divino, si recordamos los banquetes y las orgías de los dioses antiguos, cada uno en su papel, durante el mundo politeísta de las mil divinidades. Gracias su propia caricatura, Antonio se humaniza a los ojos de todos, mientras que Cleopatra niega cualquier humillación por un orgullo de reina y porque es capaz de orquestar su fin en una muerte ritualmente medida. Sentados en la butaca del Liceu, muchos pueden llegar a pensar que Adams opaca al público algunos estados de ánimo de la pareja para no dañar el resumen de la obra.
El compositor no se ha olvidado de meter a Plutarco en el conjunto del reparto; este último revela a un Antonio más cobarde de lo que fue en la batalla de Actium (final majestuoso del primer Acto). Adams le ha dado miles de vueltas al asunto antes de soltar amarra en un Antonio, jefe militar, capaz de quemar sus naves, no para colonizar el Golfo Pérsico -como la noche triste de Cortés, en México-, sino por amor, honor y para conquistar también el corazón de la tropa. Y cuando los soldados de las legiones de Roma toman conciencia geoestratégica de lo que significa el imperio de los faraones, él busca la muerte en el lecho de su amada. Es la creación de la catástrofe, a partir de la propia identidad. Un golpe de muerte casi nunca superado a lo largo de la ficción occidental.