“Lo que más llama casi la atención de su manera de tocar es la ausencia total de artificio: en su actitud en el escenario no hay un solo aspaviento, un solo gesto de cara a la galería, un mínimo dejo de excentricidad. Sale, se sienta y toca con la misma normalidad con que debe de hacerlo en el salón de su casa”. Fue gracias a una crítica de Luis Gago, La luz deslumbrante de Beatrice Rana (El País, 13-XI-19), de la procede esta cita, por la que muchos descubrimos a esta joven pianista italiana que ahora acaba de visitar España en el ciclo de grandes intérpretes de la Fundación Scherzo. Ahí Gago, con su habitual perspicacia y su gusto infalible, ya llamó la atención acerca de las excepcionales dotes de una intérprete que, a pesar de su juventud, descollaba como una maestra en ciernes.
Hay pocas cosas tan emocionantes como ver aparecer a un nuevo talento musical, sobre todo en nuestra época. Desde que en los años sesenta del siglo pasado, Joseph Beuys certificó que “todos somos artistas”, dando un paso más allá del psicoanálisis en la pretensión de que “todos podemos ser artistas”, las artes desistieron de la competencia técnica y se libraron a un nuevo modo de expresión ocupado enteramente por ella misma. Sin entrar ahora en la valoración que ese tránsito supuso, llama la atención que la música haya sido la única de las artes que no haya podido obedecer esa consigna.
Es evidente que no todo el mundo puede ser músico. Tras el experimento de John Cage, la música tocó su fondo conceptual y no pudo sino volver a lo que siempre ha sido, un arte que necesita un intérprete para que, una y otra vez, la partitura del compositor vuelva a crear su tiempo. Uno y otro, compositor e intérprete, requieren además de una gran preparación, comparable tan sólo a la que se exige en la ciencia, puesto que las humanidades parecen resignadas a ser una carrera para rezagados. Como decía George Steiner con mucha gracia, la mayoría de los que ahora se dedican a las letras y las artes serían despedidos en primer curso de cualquier disciplina científica con un: Bye, bye, become a banker. Adiós, hágase usted banquero.
Beatrice Rana (Copertino, 1993) tocó el pasado día 17 en el Auditorio Nacional de Madrid –el 16 había estado en el Palau de la Música de Barcelona– una selección que, según observó Ana García Urcola en el excelente folleto de mano, fue “un ejemplo de cómo se confecciona un programa con inteligencia y coherencia”. Sin ninguna concesión comercial, Rana se concentró al principio en el primer tercio del siglo XX, justo cuando el repertorio pianístico empezaba a acusar las tensiones acumuladas desde finales del siglo XIX.
Empezamos con la Fantasía en si menor op. 28 de Alexander Scriabin, una sonanta con coda, estremecedora, dificilísima, construida en torno a un juego de contrastes que termina por resultar agotador y fascinante. La pianista, a sus treinta años, demostró un dominio de la ejecución, en todos los detalles, deslumbrante e incluso aterrador. En la segunda pieza, nos descubrió a la mayoría a un compositor italiano excelente y poco divulgado aquí, Mario Castelnuovo-Tedesco, autor, al parecer, de una considerable obra para guitarra. (Este año se ha publicado un disco que reúne todas sus composiciones para piano, Liriche da camera e opera pianistiche, con Valentina Vani y Giuseppina Doni, donde destaca una versión muy bella de L’infinito de Leopardi).
Rana eligió una pieza suya compuesta en 1920, los Cipressi op. 17, un poema impresionista sobre ese árbol de larga tradición simbólica en la cultura mediterránea. Después del torbellino de Scriabin, las manos de esta nueva Beatriz nos llevaron por un paisaje toscano de suaves colinas, jardines y cementerios, con una transparencia y una delicadeza que no estuvo exenta de gravedad, sobre todo al final, donde cada nota resonó como un toque a muerto.
La primera parte terminó con tres piezas de Debussy, La terrasse des audiences au clair de lune, Ce qu’a vu le vent d’ouest y L’Isle Joyeuse, que juntas parecían una síntesis entre la fiebre de Scriabin y la dulzura siniestra de Castelnuovo-Tedesco. A medias escindido entre la descripción mimética –la furia del viento en el mar, el reflejo de la luna, el amour fou en la isla de Jersey durante el verano de 1904– y la articulación de un nuevo lenguaje tonal, Debussy es el músico perfecto para comprender todo lo que la música puede hacer todavía sin la necesidad de ceñirse a ningún programa estético estricto.
De nuevo, el virtuosismo de Beatrice Rana se impuso un reto dificilísimo que superó en estado de gracia. La observación de Gago volvió a resonar en la memoria: no hay en su forma de tocar ni un solo gesto gratuito o espectacular, nada que no se deba a la partitura, a la que se entrega con absoluto rigor y una seriedad que en nuestros días resulta revolucionaria.
La segunda parte estuvo dedicada íntegramente a la Sonata para piano en si menor de Franz Liszt, una pieza que puede considerarse una de las fuentes de todo lo que habíamos escuchado. Así, el concierto no solo constituyó una honda experiencia estética sino que también fue una clase magistral de historia de la música. Escrita en Weimar entre 1852 y 1853 y dedicada a Schumann, de cuya Fantasia en do mayor se hace eco, la sonata es un experimento formal que parece recapitular y poner al límite el conjunto de la literatura pianística compuesta hasta el momento.
A lo largo de un solo movimiento se perciben todos los matices y posibilidades del piano de la época a la vez que se abren puertas a nuevas sonoridades, con un riesgo y una ambición que superan a los anteriores Estudios de ejecución trascendental. Beatrice Rana volvió a dar una lección de profundidad, alarde técnico y sabiduría que el público ovacionó tras guardar esos largos segundos de silencio que siempre deberían seguir a una gran actuación y que permiten que empiece el verdadero tiempo de la música, si hacemos caso a Bruckner.
De la pianista solo cabe objetar que en algunos pasajes se nota su juventud en la aceleración de los tempi. No hay duda de que la edad le obligará a detenerse con mayor morosidad en algunos detalles, como siempre les ha ocurrido a los más grandes, de Richter a Benedetti Michelangeli o Argerich, pues a esa estirpe pertenece.
Gracias también a una recomendación de Luis Gago (Mais où sont les critiques d’antan?), el día 9 descubrimos a una extraordinaria soprano, Lise Davidsen (Stokke, 1987), en el ciclo de lieder del precioso Teatro de la Zarzuela, con James Baillieu al piano. En pocos años, la cantante noruega se ha situado como una de las voces sobresalientes del panorama operístico internacional. En la temporada pasada, por ejemplo, debutó en el papel de la Mariscala en El caballero de la rosa de Strauss, en el Metropolitan.
En nuestro concierto, dio un recital de canciones muy bien elegidas, con piezas de Edvard Grieg, Alban Berg, Franz Schubert y Jan Sibelius, una panoplia de lo mejor que ha dado un género que, al decir de André Tubeuf, uno de sus mayores expertos y protagonista de un excelente documental sobre el mismo, constituye “un milagro” que duró tan solo un siglo y que representa algo a lo que volvemos una y otra vez en busca de un resto perdido de la propia humanidad. No hay mayor regalo para quien de verdad disfrute de la música.
Davidsen tiene una voz de amplio registro, capaz de bordar los pasajes más líricos pero también de resaltar los cómicos y de interpretar con fuerza los trágicos. Se nota enseguida que es una gran actriz. Ha habido grandes cantantes de ópera que sin embargo destrozaban los lieder, que requieren de una contención y una matización que muchas veces se pierde en la espectacularidad dramática del bel canto. Davidsen, en cambio, sabe navegar en las dos aguas. Su timbre cristalino, diáfano y a la vez vigoroso, iluminó tanto las escenas campestres de Grieg –autor del que hace poco ha grabado un excelente disco, con Leif Ove Andsnes al piano– como los Sieben frühe Lieder de Alban Berg, que en sí mismos constituyen una muestra de la transición del estilo Spätromantik, del tardoromanticismo, a la atonalidad.
Pero fue en la segunda parte cuando se produjo ese vacío que solo puede experimentarse en las artes escénicas, en el teatro como en la ópera, el ballet, la tauromaquia, la música de cámara o la sinfónica. En este caso fue gracias a Schubert, un compositor que siempre parece hablarnos desde otro lugar. El pianista András Schiff suele decir que un lied de Schubert vale por todo Wagner y uno tiende a estar muy de acuerdo.
Desde An die Musik a Die junge None o Erlkönig, el estremecedor poema de Goethe, Davidsen nos abrió con su voz el mundo schubertiano de inocencia y muerte, demostrando no solo virtuosismo sino también gusto y profundidad. En la última canción, Litanei auf das Fest Aller Seelen, esa nana para difuntos, la noruega se elevó con una delicadeza y una intensidad sobrenaturales, imposibles de describir. Terminó el recital con cinco lieder de Jan Sibelius, muy bellos, ya en las postrimerías del género. No dejaremos de estar atentos a las nuevas actuaciones y grabaciones de estos dos nuevos prodigios.