El documental de Kathryn Ferguson Nothing compares, que Movistar estrenó en febrero de 2023, es una correcta aproximación a la atormentada cantante irlandesa Sinéad O'Connor (Dublín, 1966), fallecida este miércoles a los 56 años de edad. Aunque se impone en él la hagiografía y quedan fuera del relato muchos de los asuntos por los que O´Connor es tristemente conocida. Tal decisión puede entenderse como una huida del morbo que provocaron sus salidas de pata de banco, pero sin éstas es muy complicado construir un retrato realmente fiel del personaje. Se nota la admiración de la cineasta por la cantante, que muchos compartimos, pero se echa a faltar lo que en el fútbol viene siendo una visión panorámica de la jugada. La Sinéad O´Connor que aparece en Nothing compares es una niña destruida por una madre cruel y medio chiflada y por la iglesia católica irlandesa, que la acogió a los trece años en un internado siniestro en el que vio cosas que nadie debería ver jamás, especialmente a su corta edad. El relato es el de esa niña que crece, se convierte en una estrella de la música pop y no para de meterse en problemas por su tendencia a decir y hacer siempre lo que piensa.
Y esa niña nos cae muy bien, pero el hecho de que el documental termine en su momento de apogeo, cuando grabó en 1990 su versión de la canción de Prince Nothing compares (to you), que fue un éxito global, nos cuenta su historia a medias: ni una referencia a sus problemas mentales (fue diagnosticada como bipolar en el 2003), a sus bandazos religiosos (la vemos romper la foto del Papa en el programa de la televisión norteamericana Saturday night live, pero nada se nos cuenta de las disculpas que luego le pidió al Sumo Pontífice, ni de su ordenación por un cura rebotado como sacerdotisa católica con el nombre de Madre Bernadette Mary, ni de su conversión al Islam en el 2018, ni del suicidio de su hijo Shane a los diecisiete años en el 2022, de su supuesta condición de lesbiana, de la que luego se retractaría, ni de su manía a U2, con los que acabaría haciendo las paces, ni del mensaje que se hizo viral desde un motel de Estados Unidos en el que anunciaba su voluntad de quitarse de en medio…).
Kathryn Harrison ha optado por ensalzar a una cantante magnífica (reconozco que su versión de Chiquitita me llegó al alma y hasta consiguió que dejara de tener manía a ABBA), hurtándonos una parte fundamental de su biografía que no debía explicarse para tener más audiencia, sino porque es la manera de entender mejor al personaje, que en Nothing compares se reduce a la típica historia de superación personal: niña irlandesa machacada por la familia y la Iglesia se convierte en una estrella pop mientras va soltando verdades que su manager preferiría que se guardara para sí misma. Sinéad O´Connor no necesita que nadie la santifique porque ésa es una manera, aunque resulte involuntaria, de deshumanizarla. Sus conatos de autodestrucción profesional (el numerito de la foto del Papa, su negativa en un estadio de Nueva Jersey a que sonara el himno nacional de los Estados Unidos antes de su actuación: ambas cosas le costaron carísimas) son puestos por Ferguson como ejemplos de coherencia intelectual y moral, que lo son, pero también constituían sendos indicadores de esa fragilidad mental que acabó granjeándole una fama de chiflada no del todo inmerecida.
Personaje errático y fascinante
Quien esto firma admira a la señora O´Connor (aunque puede que no tanto como la señora Ferguson, quien roza la adoración), pero no cree que se le haga ningún favor omitiendo los detalles más controvertidos de su carrera y de una vida infernal marcada por el maltrato infantil, la inestabilidad mental (de origen genético, si tenemos en cuenta a la madre de la artista y al hijo suicida), la inseguridad afectiva y la fabricación de hijos con cuya educación no acaba de aclararse. Nothing compares es una tragedia con final feliz porque termina cuando empiezan para Sinéad sus más graves problemas. Se nos presenta a una niña que carga sobre los hombros todo el peso del mundo y se la abandona en uno de los raros momentos en que las estrellas parecen haberse alineado a su favor. Nothing compares es una aproximación a la cantante, pero no es el documental que realmente merecen ella y los que nos hemos interesado por su carrera y por su vida privada, que ella misma se ha encargado de hacer pública. Pulirse con cuatro rótulos finales su existencia posterior al exitazo de su versión de un tema de Prince equivale a dejar insatisfecho a un espectador que se queda con ganas de saber más sobre la artista que admira. Y dentro del subgénero cinematográfico Vidas de grandes artistas atormentados se queda a medias, optando por un tono laudatorio sin duda merecido, pero que se deja voluntariamente cosas en el tintero, cosas que contribuirían poderosamente a fabricar un retrato más preciso del personaje elegido.
¿Les estoy diciendo que se pueden ahorrar el visionado de Nothing compares? No exactamente. Lo fundamental de la biografiada, aunque trufado de ausencias, se mantiene en el documental de la señora Ferguson, pero no es el retrato que merecían ni la homenajeada ni sus seguidores. Ese documental está aún por rodar y yo se lo encargaría a Julien Temple, cineasta pop por excelencia cuya reciente aproximación al cantante de los Pogues, Shane McGowan, Crock of gold, resulta ejemplar a la hora de retratar a alguien en todas sus facetas, incluidas las menos favorecedoras. Pasar del subgénero Vidas de grandes artistas atormentados al de Vidas de santos no me parece lo más adecuado para alguien tan peculiar, poliédrico, errático y, en definitiva, fascinante como Sinéad O´Connor.