Eros está a punto de demostrar su dominio sobre la humanidad por encima de las consideraciones de la Fortuna y la Virtud. Para llegar a esta conclusión, Claudio Monteverdi se vale de densidad y resonancia musical, donde lo bufo y lo grave concuerdan a la perfección, como ocurre en las piezas Mozart. El triunfo de Eros se plasma cuando el emperador, Nerón, entra en casa de Ottone y de su esposa, Poppea, para poner las cartas boca arriba y declarar su pasión por la dama. Interviene Séneca, luz de la inteligencia; el gran orador quiere mediar, pero es avisado por Palas Atenea, que le anuncia su inminente muerte. El filósofo, de origen cordobés y formado en la Bética, se abre las venas en presencia de sus amigos, invocando a Mercurio. Sobre el escenario del Liceu, una pantalla gigante muestra a Séneca en una bañera llena de sangre simulando su suicidio y un cuchillo ensangrentado que lo dice todo.
‘Pur ti miro’.
Octavia, la mujer del emperador, y Ottone urden un plan para asesinar a Poppea, pero ella consigue huir en el último momento. Se entremezclan los caminos secundarios, marcados por el crimen o el exilio, hasta dar paso a la coronación de Nerón y Poppea. ¿Es el triunfo de la maldad? Claro que no, pero hay otra manera de responder a este interrogante, la que nos ofrece Tommaso Campanella, el astrónomo y dominico contemporáneo de Monteverdi, acusado de herejía y autor de La ciudad del sol, donde escribe “no es el Rey el que hace la Corona sino quien sabe gobernar.... ni es fraile quién se escuda en la tonsura y la cogulla, sino el que sigue la virtud divina”. No hay buenos ni malos en la recapitulación del poder absoluto porque cada hombre expresa de forma entera la condición humana. La Poppea, nefanda y sublime al mismo tiempo, se cierra con cantos alegóricos a la victoria del amor, expresados en el dúo Pur ti miro, interpretado por David Hansen (Nerón) y Julie Fuchs (Poppea), dejando en el aire el destino trágico que se puede esperar tras una vida de atrocidades.
Claudio Monteverdi utilizó en la ópera el flujo de la conciencia, mucho antes de que Joyce, Virginia Wolf o Proust lo colocaran sobre el mantel de la novela contemporánea. La pieza de Calixto Bieito salta por encima de los siglos y se pone el mundo por montera delante del público operístico, con despliegues dignos de Tarantino. Las tablas ennoblecen la declamación poética, aunque sea en el preludio de un crimen. No olvidemos que Monteverdi alcanzó el súmmum de la representación colocando el estupro y el delito en una estratagema galante. Popea Sabina, segunda esposa de Nerón, era una mujer de enorme belleza, “carente de escrúpulos” en palabras del historiador romano Cornelio Tácito y criada en el seno de una familia conocedora de la ira imperial: Su padre Tito Olio, implicado en una conspiración contra Tiberio, acaba suicidándose y su madre se quita la vida impelida por Agripina, la madre de Nerón.
En un momento de la obra, Poppea y Octavia, encerradas en sus monólogos, expresan el punto de vista exterior a los acontecimientos, que se suceden. Sus pensamientos narran al margen del autor, se expresan desde dentro, hasta el punto de que los personajes y los crímenes que les acompañan parecen una consecuencia lógica de su educación. Sea como sea, esta L'incoronazione di Poppea --la tercera reposición de la obra en el Liceu en los últimos 15 años-- es un éxito de idea y concreción que ya se compara con L’Orfeo del mismo compositor, con el libreto basado en La Metamorfosis de Ovidio y Las geórgicas de Virgilio, reestrenada 2017 en la Fenice de Venecia, con motivo del 450 aniversario de Monteverdi. Delante de la Fenice, el público asistente recibe una descarga de color y música, que se repite una vez dentro del teatro. Es el entourage de la noche del estreno, siempre original en Venecia, sobre el que el Liceu no avanza; el Gran Teatro nos ha acostumbrado a un stop and go, un sí pero no, por aquello de no caer en incómodas repeticiones. La actual versión llega después de la última Poppea en Zürich, con el mismo elenco que ha llegado ahora a Barcelona: David Hansen (Nerone) y Julie Fuchs (Poppea) junto a otros destacados intérpretes como Magdalena Kozena (Ottavia) y Xavier Sabata (Ottone).
Así pues, estamos ante un nuevo gran homenaje a Monteverdi, fundador de la ópera como género. Esta vez, bajo la dirección de Bieito acompañado en la batuta principal por Jordi Savall con la orquesta Concert de les Nacions. Bieito le da la vuelta a la obra original con un libreto visionario, transformando, como se ha dicho, la tragedia y el ascenso al trono de Roma de Poppea en una especie de reality -una palabra que al director no le sienta bien-, contando con la escenografía de Rebecca Ringst.
En la presentación a los medios de la versión actual, Jordi Savall --su amor por el barroco es tan barroco como discreto- manifestó que la pieza tenía demasiada sangre. “Quítale, por favor, un par de asesinatos a la obra” llegó a pedirle al director Calixto Bieito, antes de entregarse a la emoción de su música y recibir el reconocimiento de todos. Bieito contestó que podía quitarle un par de puñetazos a lo sumo y Savall zanjó el asunto afirmando que pondría en valor el universo de emociones y de belleza que hay en la obra original. No hay duda de que Savall es un humanista, defensor de la concordia, con una dilatada experiencia de más de medio siglo y fundador de grupos como Hespèrion XXI (1974), La Capella Reial de Catalunya (1987) y el Concert de les Nacions (1989), que actúa ahora en Liceu. Representa el rigor y no habla por boca de la beatería que critica a Bieito, al amparo de puristas y canónigos del nacional catolicismo que por desgracia vuelve.
A estas horas no sabemos si hay dos Poppeas sobre el escenario o simplemente hay dos Poppeas en una, como se ha dicho, contraponiendo a ambos, director escénico y director de orquesta. En cualquier caso, todo nos lleva al regreso del Bieito de siempre, el de los altercados de Un ballo in maschera, la pieza verdiana remozada que conmocionó a la misma concurrencia en el ya lejano año 2000. En aquella ocasión, la parte musical correspondió a la English National Opera y la Royal Danish Opera de Copenhague, que se sume en un silencio cortante cuando un militar viola a un proxeneta. Y por lo visto, la gente no olvida.
Lo único cierto es que el director ha revolucionado la ópera con potentes montajes no siempre apreciados por los espectadores más conservadores; ha recibido numerosos premios y ha despertado el interés de nuevos públicos por el género. Bieito es una garantía de futuro en un arte que maravilla por su exactitud y elegancia armónica, pero picoteado acaso por el inmovilismo rancio y patrimonialista de un sector minoritario de asistentes, mecido en la curtida añoranza de Mariona Rebull.
La obsesión de Bieito
Monteverdi, que fue maestro de capilla en la Basílica de San Marco, no es uno más. El compositor de los Madrigales, puente entre el Renacimiento y el Barroco, musicalizó la primera ópera escrita, L’Orfeo, y se instaló en Venecia, tras superar sus amargas desavenencias con el Duque de Mantua, Vicenzo Gonzaga. Poppea es su última ópera. Y ahora Calixto Bieito abunda en la desvergüenza de fondo barroco, con la diosa Fortuna, la soprano portuguesa Rita Morais, quitándose las numerosas bragas que lleva puestas, lanzándolas al público con descaro y cosechando un insólito ¡Bravo! a pie de escena. La última vez que Calixto Bieito representó en Barcelona fue en el 2017, con su adaptación teatral de Obabakoak, la novela de Bernardo Atxaga, que montó en vasco y con subtítulos en el Lliure. Su último Liceu data de 2015, con una Carmen desaforada, la mujer que también se quita las bragas, pero no para tirarlas al público, sino para hacer el amor sobre el capó de un coche. Nadie se imagina a la Callas en esa tesitura, pero hasta el rol de la más admirada aceptaría el cambio con los años.
Después del estreno del pasado día 11 en el Liceu, avanzan los pases y se funden los días, en ausencia de Bieito, ocupado con un estreno en Manheim de Resurrezione de Händel y con un Vespri siciliani previsto para Zürich. Esta segunda es la obra inacabada de Gaetano Donizetti, con letra de Charles Duveyrie, a partir de su obra El duque de Alba, exhibida en el Teatro Campoamor de Oviedo en 2015, pero olvidada desde el ochocientos, tanto en el Liceu de Barcelona como en el Teatro Real de Madrid, los dos grandes foros de la lírica.
El Calixto Bieito actual es el que vale y que comulga, en valor y destreza, con su compañero creativo, Jordi Savall; no lo saborean juntos y, aunque confiesen su mutua admiración, ya sabemos que los abrazos por escrito no llegan a su destino. Tampoco conviene olvidar que ha sido Víctor García de Gomar, director artístico del Liceu, quién ha logrado reunirles, pese a tener ambos visiones diferentes respecto a la obra de Monteverdi, que vio la luz en 1642, un año antes de la muerte del compositor. El libreto original de Francesco Busuenello nos sumerge en el retrato de la Venecia del siglo XVIII; es un canto al poder absoluto, que Bieito ha convertido en una hoguera de las vanidades muy actual, marcada por una versión descarnada del sexo y la violencia de corte mucho más que shakesperiano, y de presentación procazmente creativa.
El gran músico, nacido en Cremona en 1567, no es fruto de su tiempo; es él quien levanta el ánimo vital de sus coetáneos al anunciar el nacimiento del barroco; es uno de los casos en los que la imaginación individual se anticipa a la antropología social. Tal vez Monteverdi no fundó realmente la ópera, porque la eclosión del género se fue gestando lentamente a lo largo de muchos intentos de unir la palabra y la nota, a través de la voz. Pero en su caso, nos vale la cita de Emerson: “solo los inventores saben tomar prestado”.