Creo que descubrí a Ennio Morricone (Roma, 1928 – 2020) por la misma época en que escuché por primera vez a los Beatles y a los Rolling Stones. Debía tener 6 o 7 años cuando vi en un cine de Canet de Mar, pueblo del veraneo familiar, Por un puñado de dólares (1964), el primer western de Sergio Leone, amigo de la infancia del compositor. Hasta entonces, no me había fijado mucho en la música de las películas, pero es que la de Por un puñado de dólares me sonaba diferente y, sin ser consciente de ello, tremendamente pop (no es extraño que la influencia de Morricone haya llegado hasta grupos actuales como Devotchka, Calexico o los Hermanos Gutiérrez). Fue mi hermano mayor, que era quien me llevaba al cine, el primero en flipar con la música de Morricone, y yo no tardé mucho en secundar la moción, sobre todo porque era uno de los pocos temas musicales sobre los que podíamos estar de acuerdo, siendo él más inclinado de natural hacia la música clásica, especialmente la ópera. Luego vimos La muerte tenía un precio (1965) y nos compramos el disco, un EP con cuatro temas que solíamos escuchar a un volumen desaforado que nos ganó más de una bronca paterna: a Morricone, como al mejor pop, había que escucharlo a toda pastilla. Por esa época, mis películas favoritas eran las del oeste, y más en concreto las coproducciones hispano-italianas que acabaron acogiéndose al término de spaghetti western (curiosamente, mis gustos cambiaron de tal manera al crecer que hace décadas que contraje una alergia a los westerns que no me acabo de explicar muy bien, como el hecho de que el rostro de John Wayne me saque de quicio y me obligue a cambiar de canal cuando aparece en el televisor).
Los grandes hits con el amigo Leone siguieron con El bueno, el feo y el malo (1966), Hasta que llegó su hora (1969), Agáchate, maldito (1971) y Érase una vez en América (1985). Y no me olvido del excelente trabajo que hizo nuestro hombre para un western de Sergio Sollima, El halcón y la presa (1966), cuyo tema central, la canción Run, man, run, sonó también a lo grande en casa del coronel De España (sobre todo, en ausencia de este). Estoy hablando de la etapa primeriza de Ennio Morricone, cuando solo trabajaba en Italia y no lo habían descubierto los americanos (lo hicieron encargándole un tema nuevo para los créditos de la serie de televisión El virginiano, y aún recuerdo los relinchos de satisfacción de mi hermano y míos cuando pasaron en TVE el primer episodio de la nueva temporada), tal vez porque es la del descubrimiento, la de una cierta epifanía al comprobar que una música de fondo podía ser mucho más que una música de fondo y tener vida propia sin olvidarse de acompañar la historia en que se inserta.
Morricone tardó algunos años en conseguirlo, pero acabó convertido en el compositor de bandas sonoras más famoso del mundo. Hoy por hoy, sigo sin entender cómo supo reinventar la música de los westerns sin haber puesto todavía los pies en los Estados Unidos y sin saber una palabra de inglés, idioma que no hizo el menor esfuerzo por aprender en toda su vida. A mediados de los 60, en España, nadie sabía quién era, pero 20 años después era famosísimo en medio mundo, sin que ello le llevara a reducir su estajanovista tarea de compositor. Da la impresión de que Morricone, con 500 películas en su haber, no tenía un no para nadie (también es verdad que debía alimentar a una esposa y cuatro hijos), así que te lo podías encontrar en películas excelentes y en auténticos bodrios en los que lo único digno era su partitura. El hombre se tomaba su trabajo como un sustento más o menos digno mientras pensaba en escribir sinfonías o cantatas o flirtear con el jazz, pero se le recuerda por sus labores alimenticias, en las que hay que reconocer que invertía un cariño que muchas veces no estaba justificado.
A mí Morricone me voló la cabeza a muy temprana edad, como hicieron los Beatles o, posteriormente, Roxy Music, David Bowie o los Talking Heads. Dudo que llegara a considerarse jamás un músico pop, pero a mí me lo pareció desde los primeros compases de Por un puñado de dólares. Y aunque aprecio enormemente su producción posterior, lo que se me ha quedado grabado en el cerebro para siempre es el sonido extraño, original, fascinante y surgido quién sabe de dónde de aquellas películas del oeste americano rodadas en el sur de España.