A finales del año 2003, me hice en la FNAC con un disco comprado a ciegas (y a sordas). Es una (¿mala?) costumbre que arrastro desde hace muchos años, guiado por la intuición, y que a veces me reporta satisfacciones, aunque a menudo acabo descubriendo que he vuelto a tirar el dinero. La adquisición del álbum de Clem Snide Soft spot fue un éxito absoluto y casi una epifanía: no había ni una sola canción mala o mediocre a cargo de aquel grupo a medio camino entre el rock, el pop, el folk y el country alternativo. Lo estuve escuchando de manera obsesiva durante las siguientes semanas, puede que meses, mientras me hacía con los discos anteriores de esa banda surgida en Boston a finales de los años 90 y que, de hecho, se limitaba a plasmar las ideas de su líder, Eef Barzelay (Tel Aviv, 1970, trasplantado en la infancia a Teaneck, Nueva Jersey), a quien no tardé nada en considerar uno de los mejores cantautores con los que me había cruzado en la vida.
Your favorite music (1999) era un excelente ensayo para lo que sería Soft spot, mientras que You were a diamond (1998) y The ghost of fashion (2001) parecían como a medio cocer y no presagiaban la maravilla que para mí era Soft spot, del que llegué a comprar algunas copias más para regalárselas a algunos amigos, convencido de que les estaba salvando la vida. A Isabel Coixet le encantó, años después conoció personalmente a Barzelay, le fabricó un videoclip y mantiene cierto contacto con él, gracias a lo cual me voy enterando de cómo le van las cosas al hombre (en general, mal). En su momento, creí que con Soft spot, Eef y su grupo se acercaban a un estrellato inevitable. Me equivoqué. No pasó nada. Barzelay disolvió el grupo y publicó dos discos en solitario, uno de ellos el magnífico Bitter honey, grabado a voz y guitarra pelada y de una hondura sentimental que ponía los pelos como escarpias (tampoco pasó nada).
En 2009, el señor Barzelay reconstruyó a Clem Snide (el nombre sale de un personaje de William Burroughs que aparece en algunas de sus novelas, incluyendo El almuerzo desnudo) y publicó tres discos estupendos (Hungry bird, The meat of life y We leave only ashes), con los que tampoco pasó nada. Daba la impresión de que la magia como compositor, letrista y cantante del amigo Eef solo la experimentábamos cuatro gatos. Y las cosas empeoraron hasta el punto de que hubo una época en que nuestro hombre componía canciones por encargo para ciudadanos de a pie: tú le soltabas unos dólares y él te enviaba una grabación con el tema que te había dedicado. El último disco que compré de Clem Snide, Forever just beyond (2020), pausado y melancólico hasta decir basta, tampoco despertó el interés de mucha gente (antes hubo otras obras que acabaron en internet y que nunca gozaron de soporte físico). Lo más reciente que sé del señor Barzelay es que fabrica unos podcasts con un relato leído y una canción al final y que anda de gira bajo el nombre de Clem Snide (que se ha convertido en un alias personal, pues no hay dinero para mantener a un grupo) y en compañía de una tal Jill Andrews, una folkie de Nashville con cinco álbumes en su haber que yo diría que no ha comprado casi nadie.
Vuelvo cíclicamente a Soft spot y a mi ineptitud como vidente, cuando me dio por imaginar un futuro glorioso para el grupo que nunca se hizo realidad. Sigo creyendo que Eef Barzelay merecía un destino mejor que el que le ha tocado en suerte (y que él se empeñó en empeorar a base de drogas y alcohol), pero me temo que es uno más de tantos personajes cargados de talento que, por el motivo que sea, no consiguen conectar con un público más o menos amplio, uno de esos músicos apreciados por cuatro devotos e ignorados por la audiencia y la industria. Para mí, Soft spot fue el mejor disco publicado en 2003, pero eso, francamente, ¿a quién le importa?