Pocos músicos parecen haberse esforzado tanto en no triunfar como el británico Kevin Ayers (Herne Bay, condado de Kent, 1944 – Montolieu, Francia, 2013). Pese a un talento inmenso que la crítica reconoció y el público no tanto, Ayers se mostró reacio desde el principio a las actuaciones en directo y a las giras, a las que parecía someterse a regañadientes, optando por componer lo que le salía de las narices cuando le salía de las narices. Firme partidario del dolce far niente, bien regado con alcohol, y de los lugares soleados (vivió un montón de años en Deià, Mallorca, donde me lo presentaron una noche, pero estábamos los dos tan cocidos que no recuerdo prácticamente nada del conato de conversación), consiguió, pese a sus vicios, su vagancia y su escasa fe enla industria musical, dejarnos un montón de discos estupendos (el descreimiento hacia la vida de una estrella del rock alcanza su punto álgido en el tema After the show, en el que se pregunta quién se lo llevará a casa después del bolo y promete a la mujer que lo haga bailar toda la noche y abrazarla fuerte hasta que se haga de día). Dicen quienes lo conocieron que su indolente infancia en Malasia, donde su había trasladado su madre tras divorciarse de su padre y volverse a casar con un funcionario de lo que quedaba del imperio británico lo predispuso a la vida un tanto linfática que llevó de adulto (aunque a los doce años ya estaba de regreso en Inglaterra).
Kevin Ayers se dio a conocer con el grupo de rock-jazz psicodélico Soft Machine, junto a Robert Wyatt, con el que grabó un álbum mítico, The soft machine (1968). Tras la marcha de Ayers y Wyatt, Soft Machine se convirtió en otro grupo, mucho menos interesante. Ambos pasaron también por The Wilde Flowers, que luego se convertiría en Caravan, una vez Ayers y Wyatt se hubiesen dado convenientemente el piro, como tenían por costumbre en su juventud. Como autor e intérprete en solitario, nuestro hombre se estrenó en 1969 con un disco formidable, Joy of a toy, que fue seguido en 1971, tras un segundo sin mucho interés, por Whatevershebringswesing, tan estimulante como el siguiente, Bananamour (1973). Fue entonces cuando se fijó en él el avispado mandamás de Island Records, Chris Blackwell, quien lo sacó de su sello habitual, Harvest, y se propuso alcanzar con él el éxito comercial. ¡Santa inocencia! Ayers publicó en Island The confessions of dr. Dream and other stories (1974) y Sweet deceiver (1975), así como un álbum en directo junto a Nico, Brian Eno y John Cale (la cosa no acabó muy bien porque el ex miembro de The Velvet Underground pilló a Kevin con su mujer en circunstancias, digamos, comprometedoras, aunque más adelante recuperarían la amistad y hasta acabarían compartiendo cartel en Mallorca, durante una fiesta para despedir a los chavales que se iban a hacer la mili: vi ese poster con mis propios ojos). Los discos de Island estaban llenos de canciones buenas y aparentemente comerciales, pero no acabaron de funcionar, entre otros motivos por la renuencia de Ayers a pasar por los paripés propios de la profesión (conciertos, giras, entrevistas y toda la pesca). Con lo bien que se estaba en Deià pimplando, ¿para qué lanzarse a recorrer el mundo y, tal vez, convertirse en una estrella?
Los 80 y los 90 son años de decadencia física y creativa para el señor Ayers, que encadena una serie de discos sin mucho interés y se va convirtiendo en un has been sin necesidad de volverse loco como su viejo amigo Syd Barrett. Acaba reconociendo que fue un error instalarse en un pueblo de pijos como Deià y vuelve a Inglaterra, pero a finales de los 90 vuelve a darse a la fuga y se traslada a un pueblo cercano a Carcasona llamado Montolieu (al que, casualmente, acudo con frecuencia porque mi amiga Isabel Coixet tiene una casa allí y no tiene nada en contra de que le pegue la gorra), donde morirá plácidamente durante su sueño en 2013. Seis años antes graba su último disco, uno de los mejores de su carrera, The unfairground, incitado por otro expatriado inglés radicado en Montolieu. Como si supieran que es su canto del cisne, viejos amigos se presentan a echar una mano en la grabación, entre ellos, Robert Wyatt, Phil Manzanera y la cantante de folk (y de culto) Bridget St. John. Con ese disco se despedirá de la música ese curioso personaje que lo tenía todo para triunfar, pero jamás se tomó la molestia de hacerlo. Nos dejó preciosas baladas, temas crípticos, piezas pop, manifiestos rockeros y, sobre todo, una manera muy propia y peculiar de entender el arte de la canción. Puede que su disco más accesible fuera Yes we have no mañanas (So get your mañanas today), de 1976, donde se le ve buceando en la contraportada y que contiene su material más feliz y menos retorcido. Los que no le conozcan pueden empezar por ahí y, tal vez, derramar una lagrimita con After the show.