Crear una banda de rock extravagante que no acaba de funcionar comercialmente es algo que está al alcance de cualquiera, pero crear dos del mismo jaez solo puede hacerlo alguien que cree firmemente en sus posibilidades, aunque la realidad se empeñe en llevarle la contraria. Ese ha sido el caso del gran David Lowery, que a mediados de los 80 se inventó a Camper Van Beethoven (mezclar al compositor alemán con una caravana para hacer camping ya da una idea del retorcido humor del muchacho) y a principios de los 90 a Cracker, grupo algo menos excéntrico, desfasado y humorístico que, durante una época, funcionó algo mejor que la otra formación del señor Lowery (siempre acompañado de su fiel bajista, Victor Krummenacher). En cualquier caso, ni una ni otra han rebasado nunca la condición de bandas de culto para audiencias muy concretas. Y, puestos a elegir, me quedo con la furgoneta de Beethoven, pues es una de las propuestas más raras, mestizas, estimulantes y con un punto de delirio que uno haya disfrutado en su vida.
Puede que la canción más oída de Camper Van Beethoven sea su primer single, Take the skinheads bowling (Llévate a los skinheads a jugar a los bolos), incluida en su primer disco, Telephone free landslide victory (1985), que también contaba con otro título sensacional, The day that Lassie went to the moon (El día en que Lassie se fue a la luna). Principalmente, porque Michael Moore la incluyó en su célebre documental de 2002 Bowling for Columbine. Cuando actuaron en Barcelona, yo diría que fue en 1989, puede que 1990, la selecta audiencia la componíamos dos docenas de personas que pasamos un rato estupendo con la mezcla habitual de pop, rock, punk, ska, folk, country alternativo y ritmos seudo balcánicos y seudo mexicanos que componía el grueso de su producción. Camper Van Beethoven, que nunca llegó a entrar en Europa, era un fenómeno exclusivamente norteamericano y, si me apuran, estrictamente californiano. Para disfrutarlos había que compartir su visión algo majareta de la existencia y encajar sin prejuicios las extrañas mezclas musicales que podían darse en sus canciones y que las alejaban de su posible adscripción a un estilo concreto (en ese sentido, Cracker fue un intento de facilitar las cosas al público, aunque tampoco mucho).
Camper Van Beethoven grabó discos entre 1985 y 1990, cuando el grupo se disolvió (momentáneamente) y Lowery y Krummenacher se sacaron de la manga a Cracker, donde llegaron a protagonizar una sonora bronca con Virgin Records, a la que dedicaron la canción It ain´t gonna suck itself (No se va a chupar a sí misma). El siglo XXI asistió a la reunificación de los Campers, y en 2004 apareció el estupendo álbum de regreso New Roman Times, menos ecléctico y extravagante que los anteriores, pero de una solidez y una belleza indudables. Sus dos últimos discos hasta el momento tienen ya algunos años: La costa perdida (2013) y El camino real (2014), procedentes ambos de las mismas sesiones de grabación (dejaron el material, digamos, suave para el primero y el, digamos, más acelerado para el segundo). ¿Hace falta decir que no lo petaron precisamente con ninguno de los dos?
Y, sin embargo, Camper Van Beethoven y Cracker siguen en activo a día de hoy. Y el señor Lowery hasta publicó un disco en solitario. Es indudable que el hombre tiene su audiencia, aunque ésta no destaque por ser particularmente nutrida. Yo disfruté enormemente, y de una manera especial, de sus álbumes de los 80, sobre todo de Our beloved revolutionary sweetheart (Nuestra querida novia revolucionaria, 1987), que es, tal vez, donde mejor funciona esa explosiva e imposible mezcla de materiales diversos y, sobre el papel, hasta opuestos o divergentes. Camper Van Beethoven ha sido, sobre todo, un grupo tremendamente divertido, con una gran habilidad para la más gloriosa de las charangas mestizas y un rinconcito en su corazón para el lirismo. No conozco a nadie que los quiera tanto como yo, aunque puede que viva en el país equivocado: me han dicho que por la zona de San Francisco se les tiene bastante cariño.