Esta tarde tengo pensado llevar a mi hijo de un año a un espectáculo infantil de música clásica en el Auditori de Barcelona. Lo más probable es que se aburra y empiece a liarla en cualquier momento, pero voy a tomar el riesgo, porque quiero familiarizarlo con la música en directo, igual que con el arte y el teatro. Aunque sea para compensar mi deseo frustrado de convertirme en directora de museos. De más joven me encantaba estudiar historia del arte e iba a un montón de exposiciones. Ahora, lamentablemente, no tengo tanto tiempo. ¿O es una excusa?
“Con demasiada frecuencia, dejamos que la monótona realidad de la vida se interponga en el camino de las artes, que pueden parecer frívolas en comparación. Pero esto es un error”, escribe esta semana Arthur C. Brooks, profesor de management de Harvard Business School, en su columna semanal en The Atlantic.
Según Brooks, las artes son lo contrario de una distracción de la realidad; pueden ser la visión más realista que tenemos de la naturaleza y el significado de la vida. Y si se dedica tiempo a consumir y producir arte --de la misma manera que se dedica tiempo al trabajo y al ejercicio físico y a los compromisos familiares--, nuestra vida será más plena y feliz.
Citando al filósofo alemán del siglo XIX Arthur Schopenhauer, Brooks recuerda que nuestro impulso sin sentido por el éxito mundano, esa sensación de estar atrapado en una rueda de hámster, o lo que él llama “rueda de Ixión”, nos condena a la monotonía. “Nos obsesionamos con nuestras experiencias cotidianas, que son pequeñas y subjetivas, oscilando irreflexivamente entre el deseo y el aburrimiento. El arte, por el contrario, nos obliga a dejar de mirar a través de la pajita de refresco de nuestra vida cotidiana y ver el mundo tal y como es. Al experimentar el arte, contemplamos y absorbemos ideas universales, en lugar de fijarnos en las anquilosadas minucias del yo, yo, yo”, señala el columnista americano.
Mientras escribo esto, me entran ganas de enviar su columna a algunas de mis amigas, que siempre que las llamo parecen agobiadas con sus minucias cotidianas --tener que planificar las cenas de su hijo, aguantar al jefe, los deadlines del trabajo, calcular una hipoteca-- y no tienen tiempo para acompañarme a una exposición o a un concierto en el Auditori. Pero tampoco voy a ponerme en plan repelente con ellas, ni a decirles que ver arte o ir a un concierto “no es solo una distracción ni un puro placer, sino una necesidad para llevar una vida llena de profunda satisfacción”, como escribe Brooks.