Como tantos otros muchachos de mi generación, yo también estuve enamorado de Emmylou Harris. Platónicamente, claro, a distancia y, encima, mal visto por mis amigos rockeros, que la consideraban una pelmaza más del country, ese género seudo musical para palurdos cutres y racistas con una vena cursi. Eso me obligaba a guardar mi amor en secreto, y ni siquiera me atrevía a comprar sus discos, limitándome a escuchar lo (poco) que sonaba por la radio mientras me sentía culpable por emocionarme con esas canciones que, para mis compadres, eran el colmo de la blandura y la ñoñez. Así estuve hasta que me decidí a salir del armario, hazaña conseguida bajo los efectos del alcohol.
Durante una época, hace muchos años, antes de optar por una abstemia que solo rompo una vez al año por motivos más terapéuticos que viciosos, adquirí la (mala) costumbre de practicar compras compulsivas bajo los efectos del alcohol en librerías y tiendas de discos. Nunca me dio por comprarme un coche (no sé conducir) ni un billete de avión a Nueva York, me conformaba con modestas razzias de material para leer (incluyendo muchos comics) y escuchar. Una tarde en la que me había cocido a gusto durante el almuerzo, perdí la vergüenza, entré en una tienda de la barcelonesa calle de Consejo de Ciento que ya no existe y me compré tres (¿o fueron cuatro?) elepés de Emmylou Harris, que fueron todo lo que sonó en mi tocadiscos durante las siguientes semanas. Para decirles de qué discos se trataba, debería rebuscar en mi desordenada colección de vinilos, pero la búsqueda sería larga y no les garantizo que provechosa. Orgulloso de mi hazaña, me pasé varios días explicándole a todo el mundo que sí, que me gustaba mucho Emmylou Harris y la escuchaba con deleite, aunque la buena mujer siempre se hubiese mantenido alejada de todo tipo de modas. Aún hoy, incapaz de localizar sus vinilos, recurro a una antología de tres cedés que, según creo recordar, compré cuando me di cuenta de que nunca encontraría los elepés de marras en las estanterías dedicadas al vinilo. Su voz nunca ha dejado de conmoverme, y aunque como compositora no es gran cosa, sus versiones de clásicos del country o del pop me siguen pareciendo sublimes. Ah, y la sigo encontrando muy atractiva, aunque se casara con otros (lleva tres maridos a cuestas), tenga dos hijos y dos nietos, su adorable melena haya encanecido y ya no cumpla los setenta.
Emmylou Harris (Birmingham, Alabama, 1947) es hija de militar (como Jim Morrison o yo mismo). Su padre, Walter, perteneciente al cuerpo de marines, participó en la guerra de Corea y se tiró diez años encerrado en una celda como prisionero de los comunistas. La niña le salió un poco hippy y empezó a cantar y a tocar la guitarra desde muy jovencita. Dios (o quien fuera) le había otorgado una voz emotiva y conmovedora con la que era muy capaz de mejorar canciones ajenas, consiguiendo a veces algún hit con alguna de ellas (pensemos en If I could only win your love, de los Louvin Brothers). Escucharla con un par de copas encima siempre me puso en peligro de acabar llorando a moco tendido, cosa que habría hecho morirse de risa a mis amigos de la era punk. Ha grabado un montón de discos con material propio y heredado y ha colaborado con Dios y su madre, una larga lista que incluye a personajes como Mark Knopfler, Willie Nelson, Bob Dylan (que la fichó para su álbum Desire), Dolly Parton, Linda Ronstadt, Neil Young y hasta el joven Conor Oberst, geniecillo irregular e imprevisible y líder del ecléctico grupo Bright Eyes, que es de lo más interesante que ha dado hasta ahora el siglo XXI para este carcamal del siglo XX.
A sus 74 años, Emmylou sigue en activo, y cuando menos te lo esperas, publica un nuevo disco. A veces lo compro, a veces no. La extraña sensación de euforia romántico-etílica de las semanas que pasé escuchando aquellos elepés cuyos títulos he olvidado es, lamentablemente, irrepetible.