El pianista Arcadi Volodos / MARCO BORGGREVE (PALAU DE LA MÚSICA)

El pianista Arcadi Volodos / MARCO BORGGREVE (PALAU DE LA MÚSICA)

Músicas

Arcadi Volodos en el Palau

El pianista ruso, sobrio, preciso, depurado y espiritual, deslumbra con su interpretación de piezas para piano de Schubert y Brahms en Barcelona

15 junio, 2021 00:00

“No hay interpretación sino experiencia”. El pasado 7 de junio, el pianista ruso Arcadi Volodos reveló el sentido último de esta idea de Celibidache en el recital que ofreció en el Palau de la Música. Según defendía el director rumano, un músico no puede interpretar una partitura sino que tiene que experimentarla atendiendo a cada detalle y desvelando la verdad de su estructura interna. Nadie sabe dónde está esa verdad, pero no hay duda de que se reconoce en cuanto aparece. Y eso es lo que ocurrió el otro día con Volodos, un pianista que en los últimos años se ha consolidado como uno de los artistas más profundos de nuestro tiempo, reacio a las servidumbres comerciales, cada vez más depurado y espiritual, sobrio, preciso, tan poco sentimental como seriamente lírico. Escucharle supone siempre algo más que acudir a un concierto. 

El programa no podía ser más ambicioso. En la primera parte, Volodos tocó una de las últimas sonatas de Schubert, nada menos que la opus 78 (D. 894), una de las más complejas que se han escrito, ejemplo radical del late style del autor. Aunque moriría muy joven, con tan sólo treinta y un años, Schubert iba en esa época muy por delante de su edad, arrastrado por esa extraña tensión entre la sabiduría y la inmadurez que late en su obra tardía. Como hombre, Schubert aún no había empezado a vivir y como artista, sin embargo, ya lo había visto todo. ¿De dónde sale ese conocimiento?

Uno no puede dejar de hacerse esas preguntas cada vez que escucha esas piezas prodigiosas. En esas últimas sonatas, Schubert parece haber llevado su genio para el lied a otro estadio en el que el canto se agota y se transforma. Para todos los aficionados, la sonata 18 está asociada a la versión de Sviatoslav Richter, de una lentitud que nadie más ha podido permitirse, grave, vertiginosa, como si en cada nota se abriera un precipicio. No es fácil olvidarse de ella cada vez que suena. Volodos empezó con mayor levedad y rapidez, sin cargar tanto las notas en los primeros compases, como si quisiera retardar el estallido de lo que se intuye desde el principio. Con una extraordinaria delicadeza, fue mostrando poco a poco la arquitectura del primer movimiento, dejando que la estructura sonora flotara en el aire sin que se derrumbara. Cada vez que volvía a él, el motivo principal  –las primeras palabras de una canción que se desvanece– sonaba con mayor tristeza, anunciando la violencia que se desata más tarde y que se resuelve, al final, en una especie de desesperación interrogativa

Cuando en un concierto uno nota la velocidad o la duración de una pieza significa que está afuera de la música. Volodos, en cambio, consiguió introducirnos en una temporalidad paralela que anuló la conciencia de nuestro propio tiempo. Se trata de un fenómeno muy intenso que ocurre muy pocas veces y casi siempre a través de la música. Sin apariencia de esfuerzo, el ruso se adentró en el Andante bordando los contrastes entre los pasajes líricos y los momentos dramáticos, un equilibrio muy difícil de mantener en Schubert. En su ejecución, Volodos mantuvo siempre el aliento de la melodía, dosificando las turbulencias y avanzando sin sobresaltos.

Sus pianissimos eran de una simplicidad frágil y milagrosa, perfectamente modulados y articulados con el resto de dinámicas. De pronto uno se había olvidado de los movimientos y estaba en un mundo ingénito e infinito. Aprender a escuchar es una lección para siempre. Cuanto más se escucha, mejor se entiende de qué manera una determinada forma de tocar unas notas afecta al siguiente compás, cómo una réplica se constituye en metáfora o un pasaje meditativo adquiere de pronto un significado claro dentro del conjunto, imposible de traducir eidéticamente pero al mismo tiempo comprensible más allá del lenguaje, como ocurre en mitad del Allegro, cuando todas las líneas abiertas parecen replegarse para encontrar la vía de un sentido inevitable. 

Para la segunda parte del concierto, Volodos eligió las Seis piezas para piano de Brahms (Opus 118), una de sus últimas composiciones para el instrumento, dedicada a Clara Schumann. Quizá lo mejor de Brahms esté en su obra de cámara, menos conocida que la orquestal y coral. Sus sonatas para clarinete, grabadas hace poco por Andras Schiff y Jörg Widmann son una maravilla, puro late style. En un principio, parecía que esta segunda parte iba a ser menos intensa que la primera, un descanso después de la sonata de Schubert. Volodos, sin embargo, demostró la misma intimidad con Brahms, un compositor al que también ha dedicado mucho tiempo. Las Seis piezas son fogonazos de alegría e introspección, microcosmos llenos de belleza especulativa, como en el segundo Intermezzo, una obra de apenas seis minutos que concentra toda la destreza del autor en lo sinfónico como en lo camerístico. La melodía principal parece una canción de cuna. Maravillosa fue también la Romanza, reverberante de luz acuática. 

Pero la gran revelación llegó al final, en la sexta pieza, el Intermezzo último en mi bemol menor. Ya desde las primeras notas supimos que entrábamos en otro ámbito, aquel que Celibidache denominaba Erlebnis (experiencia). Sin que supiéramos exactamente por qué, de pronto se hizo el vacío, un estado de ingravidez que sólo puede adquirirse en la música en vivo. La grabación jamás puede captar ese fenómeno. Volodos entró en un estado de gracia sin duda inducido por la experiencia anterior de Schubert. Suele ocurrir en los conciertos que una determinada obra tocada al principio condiciona e influye en la ejecución de la siguiente. La ilusoria suspensión en la que entramos era sin duda deudora del espíritu de Schubert, que infundió a la pieza de Brahms un aliento en el que la materia parecía trascenderse. La última nota vibró con una intensidad que parecía abarcar y ampliar toda la sala. Por suerte, el público estuvo a la altura y escuchó la lenta dilatación del sonido sin moverse ni toser, esperando a aplaudir con un silencio reverencial. 

El estado de gracia en el que había entrado Volodos se prolongó en las seis propinas que nos concedió, sobre todo en el Andantino de la sonata 20 de Schubert (D. 959), con el que el pianista parecía agradecer la irrupción de lo sagrado que se había producido gracias a aquel compositor. A su vez, el Andantino se benefició del genio de Brahms para la miniatura, convirtiéndose en una séptima pieza para piano. Cuando la música consigue escapar a los condicionantes de la rutina y el espectáculo, la experiencia del sonido vivo es una manifestación insustituible de la verdad.