Confieso que he bebido

No quedó muy claro si el antaño cantante y líder de los Pogues, el gran Shane McGowan, se quedó en casa y no viajó a San Sebastián para presentar el documental que le ha producido su amigo Johnny Depp por asuntos relacionados con la pandemia del coronavirus o porque, sencillamente, no puede con su alma. La verdad es que las últimas fotos que vi de él no ofrecían muchos motivos para el optimismo con respecto a su salud, ¡y eso que eran las de su boda! Postrado en una silla de ruedas y calzando unas confortables pantuflas, el pobre Shane era empujado hacia el altar por su novia de toda la vida, una persona admirable que lleva aguantando al mayor borrachuzo del pop desde los tiempos de los Sex Pistols, los Clash y la más punk de todos, Margaret Thatcher. Todo un detalle por parte de Shane decidirse a convertir en una mujer decente a esa chica que se cruzó en su camino cuando él aún no había formado el grupo con el que se ganó mi corazón --y el de Johnny Depp-- a mediados de los 80, practicando un folk acelerado y etílico de muchos bemoles. Si yo tuviera el dinero del señor Depp, también me desviviría por Shane, le produciría documentales, le montaría homenajes en Nueva York y lo invitaría a las copas que haga falta: total, por unas cuantas más que se apriete, la cosa ya no puede ir a peor….

Hablamos de un hombre a un vaso pegado desde la adolescencia, de un falso irlandés --nació en Londres, aunque su familia, ciertamente, procedía de Irlanda-- que mezcló, cual inspirado bartender, el rock con el folklore y creó un grupo que, a mí, a Johnny, a Julien Temple (el director del documental presentado en San Sebastián, Crock of gold. A few rounds with Shane McGowan) y a algunos más nos proporcionó una diversión tan melancólica como interesante durante los últimos años de nuestra perdida juventud. Y la película, por cierto, será distribuida en los cines españoles el año que viene, si es que queda alguno abierto: la compañía barcelonesa A Contracorriente se ha hecho cargo de ella.

Aunque sus escasos encuentros con la ficción se han saldado con impresionantes trastazos (pensemos en Absolute beginners, adaptación de la novela homónima de Colin McInnes de la que solo se salvaba la banda sonora, con canciones de luminarias como David Bowie o Ray Davies), Julien Temple es un excelente documentalista al que debemos, entre otras piezas de mérito, The great rock & roll swindle, crónica hilarante del ascenso y caída de los Sex Pistols (muy influenciada, eso sí, por el manager del grupo, ese glorioso cantamañanas que fue Malcolm McLaren). Entra dentro de la lógica más absoluta que los caminos de Temple y McGowan se acabaran cruzando, y es de esperar que el documental incluya abundantes imágenes de cuando Shane aún se mantenía de pie y cantaba a 30 centímetros a la izquierda del micro porque la torrija le impedía situarlo con precisión (de esa guisa le vi actuar yo en Barcelona).

A sus poco más de 60 años, Shane está peor que Ozzy Osbourne, algo francamente difícil de conseguir (unos médicos ingleses le pidieron hace unos años al cantante de Black Sabbath que legara su cuerpo a la ciencia para poder estudiar su asombrosa resistencia al alcohol y las drogas). Aunque se cambió la dentadura hace un tiempo, cuando solo le quedaba un diente, más que hablar, farfulla. Y, por supuesto, no ha compuesto una canción en 40 años. Pero que todo esto no nos desmoralice: ¡lo normal es que estuviera muerto! De hecho, estuvo a punto de conseguirlo en el punto álgido de la carrera de los Pogues, cuando fue atropellado por un taxi a la salida de un pub londinense y se pasó unas semanas hospitalizado. Y cargándose de paso la oportunidad de ejercer de teloneros que les había ofrecido Bob Dylan en su gira mundial. Si es que hay que quererlo.