El poder curativo de la música, supuesta cualidad que se está repitiendo como un mantra para hablar de este disco (porque eso dice su nota promocional, entre otros motivos), no sabemos muy bien lo que es, reacios como somos a tragar una sola dosis de new age, esa homeopatía del pensamiento. Pero dejaremos inmediatamente de arquear la ceja si se formula el asunto de otro modo: ¿Tiene el arte, tiene la música la prodigiosa capacidad de levantar monumentos a la belleza a pesar de (o precisamente por) emplear para ello materiales tristes, oscuros y penosos como la soledad, la desesperación, la enfermedad o el miedo a la muerte? Esto es, evidentemente, lo que se conoce como una pregunta retórica e incluso capciosa, puesto que todos sabemos que sí, por supuesto que sí. Y para muestra, un botón; otro botón.
Paddy McCaloon no pasó lo que se dice una buena racha a finales de los años 90. Por si hiciera falta, en primer lugar vamos a recordar un tanto por encima quién es este señor británico, nacido en Durham en 1957, pese a que el mero hecho de tener que hacerlo pueda escandalizar a sus acérrimos admiradores (que los tiene, muchos, y por lo demás cargados de magníficas razones). Y es que pese a que alcanzó ciertos picos de popularidad y atención mediática, sobre todo en los años 80 y 90, cuando al frente de Prefab Sprout coló en las radios éxitos de gran alcance como When love breaks down, Cars and girls o The king of rock 'n' roll, McCaloon es, por encima de todo, un autor de culto.
Para más señas, uno que lleva toda la vida creando piezas de pop con vocación atemporal, de esas que rayan verdaderamente la perfección. De modo que es fácil entender la enorme devoción que suscita el amigo, más aún cada vez que vuelven a sonar en el equipo de música discos como Jordan: The Comeback o, muy especialmente (al menos en este pequeño rincón desde el que se escribe), Steve McQueen, un disco escrito y grabado en estado de gracia, una colección de canciones inmunes a todo amago de desgaste, así se escuchen dos mil veces seguidas, y tal vez si alguien, enfermo de literalidad, se dispusiese a comprobarlo empíricamente, volvería del intento en pijama, a punto de ser quedarse ya sin pareja, con ojeras y pelos revueltos de científico loco, para confirmarnos, atónito, que en efecto esas canciones no sólo no se gastan sino que, diablos, crecen en virtud de su tremendo olfato para la melodía, sus irresistibles letras de tipo con la cabeza llena de buenas lecturas y no se sabe muy bien qué otras extrañas y sutiles artes al alcance de poquísimos compositores de pop.
Bien. Presentado McCaloon muy a vuelapluma (que nos disculpen de nuevo sus minuciosos connoisseurs, a los que sentimos en nuestro mismo equipo), volvemos con él a finales de los 90, una época en la que, como decíamos, andaba el hombre pasándolo regular. Hemos dicho andaba por la mera inercia de la expresión, pero lo cierto es que, por el contrario, estaba como si dijéramos atornillado a su cama, obligado a guardar reposo absoluto, con toda actividad física terminantemente prohibida por prescripción médica y, para ir terminando este apresurado retrato al carboncillo del genial artesano pop devenido ecce homo, temporalmente ciego debido a sendos desprendimientos de retina en los dos ojos.
En esas circunstancias, cada vez más poseído por la angustia que le provocaba la sensación de aislamiento, el bueno de Paddy no encontró otro consuelo más eficaz e inmediato que escuchar la radio a todas horas, como un poseso, de día y noche, con tal desesperado empeño que todo, a la postre, se le convirtió en un magma sonoro casi indistinguible, lo mismo el noticiario del mediodía que abría con la dimisión del ministro, el parte meteorológico, los resultados de la Premier League y el tipo contando a las tres de la mañana en el silencio espeso de la noche y con la voz a punto de quebrarse que su mujer lo había dejado y eso cómo se come, si él ni siquiera lo había visto venir.
Así pasaba los días el músico cuando “una mañana de primavera del año 1999, porque sí”, recordaba hace poco, le dio por agarrar un viejo ordenador, marca Atari, y juguetear durante un rato introduciendo “unas cuantas notas al azar en el secuenciador”. “Grabé un par de capas más sin escuchar lo que había hecho antes. Por pura casualidad, cuando los toqué de nuevo formaron unos acordes que me colmaron de una extraña nostalgia por algo que no sabía identificar. En algún momento se empezó a formar una imagen”, añadía el músico. Y así es como, poco a poco, comenzó a cobrar forma el bellísimo I trawl the megahertz [Rastreo el megahercio), llamado a ser uno de los discos más sensibles y especiales de la cosecha pop de 2019.
Y sin embargo debemos aclarar inmediatamente que lo anterior no es del todo cierto. No la afirmación sobre la belleza de ese envolvente manto sonoro creado en una cama, a ciegas y con el alma en vilo, sino el hecho de que sea pop (realmente es música, a secas, de esa que cuesta embutir en un campo genérico) y ese otro hecho de que sea de 2019. En realidad el álbum lo publicó EMI en 2003, pero con una tirada tan limitada que pronto resultó prácticamente inencontrable.
Felizmente, a comienzos de este febrero Sony recuperó la obra, la remasterizó y la editó con un nuevo (y precioso) diseño, una maniobra que se nos antoja arriesgada comercialmente e incluso inaudita, ya que el disco no dejará de resultar una especie de extravagancia incluso, seguramente, para muchos de los admiradores de las píldoras elegantísimas pero a fin de cuentas más convencionales (o más dotadas de asideros familiares para el oído educado en el pop, si se prefiere así) de Prefab Sprout.
De hecho, el propio McCaloon fue en su momento perfectamente consciente de que I trawl the megahertz, su particular catarsis en aquellos meses de oscuridad literal y existencial, suponía una rareza de difícil encaje en el conjunto de la obra del grupo, por lo que decidió acreditar el álbum a su propio nombre, por lo que se convirtió oficialmente en su primera obra en solitario (aunque ahora ve de nuevo la luz bajo la rúbrica aglutinadora de Prefab Sprout).
¿Y qué encontramos en I trawl the megahertz? Lo primero que convendría decir al respecto, por redundante u obvio que pueda parecer, es que, ante todo, es un disco para sentirlo. Un conjunto de piezas en su mayoría puramente instrumentales que reclaman paciencia a los oídos ansiosos e impacientes de estos tiempos ansiosos e impacientes, y que cabrían ser consideradas tanto pop orquestal como moderna música de cámara e incluso, si nos ponemos estupendos con las dichosas etiquetas, ambient, todo a la vez, aunque en última instancia tales reducciones taxonómicas van a ser siempre eso: moldes demasiado estrechos e imprecisos para capturar el espíritu libre plenamente de ataduras que fluye y se dispersa por el aire, llenándolo de sentimiento en estado puro.
La pieza estrella, un fabuloso tour de force de 22 minutos que se titula como el disco, recibe al oyente para ubicarlo suave y profundamente en el mood del álbum, entre catártico y elegíaco. El disco se despereza así con notas de piano y secuenciador que flotan en unos exuberantes arreglos de cuerdas que remiten al característico estilo de Ravel (uno de los compositores clásicos favoritos de McCaloon), los cuales ceden paso de forma intermitente a unas pinceladas de jazz ligero e inequívocamente nocturno en forma de melancólicos saxos y trompetas.
Sobre este hermoso y envolvente tapiz sonoro lleno de ritornellos, una voz femenina, la de la actriz Yvonne Connors, amiga del artista, recita con firme sobriedad (lo cual resulta a la postre aún más conmovedor) una suerte de spoken word en el que reproduce, en principio aleatoriamente pero finalmente adquiriendo un doliente poso común, fragmentos de conversaciones, mensajes y confesiones escuchados aquí y allá durante las inmersiones de McCaloon en las ondas. Una frase vuelve una y otra vez: “I said: your daddy loves you very much, he just doesn't want to live with us any more...”.
Para cuando termina este viaje a la psique de un hombre víctima del desaliento, la emoción ha calado ya muy hondo. Y queda viaje. Vaya si queda. El resto de las piezas son mucho más breves, pero no menos hermosas: con la algo más juguetona Esprit de corps y la estilizada congoja de Fall from grace, con We were poor... y sus ecos de vieja marcha comunal y con Orchid 7, en la que el espíritu del músico parece atisbar ya la luz, salpicadas todas ellas con sampleados de música clásica, ruidillos de transmisiones radiofónicas y con un subterráneo aliento jazzístico, el disco se va volviendo cada vez más hipnótico, hasta que llegamos a I'm 49, donde de nuevo aparecen las voces, conformando un collage del desamparo: un hombre se siente solo, otro anuncia que tiene 49 años y se ha divorciado, un tercero habla del perdón...
Y entonces llega la primera canción propiamente dicha. Sleeping rough es una de esas piezas que escuchadas en el momento adecuado, con la tranquilidad precisa, recostados tal vez, preferiblemente a solas, con la noche ahí afuera y todo en silencio, hace no sólo buena sino también y sobre todo exacta la expresión “tocar el corazón”.
Y para cuando Paddy McCaloon canta en ella “I'm lost, yes, I am lost / I'll grow a long and silver beard / And let it reach my knees / I'm lost, yes, I am lost / And duty will not track me down / Asleep among the trees”, con una punzada de sobrecogimiento nos damos cuenta de que nos está cantando (y consolando) a todos, pues todos nos haremos lo suficientemente viejos como para tenerle miedo al deterioro y la muerte, despojada ésta ya de su tramposa máscara de abstracción.
I trawl the megahertz, en fin, da para empujar a uno a pensamientos de esta clase. Y nos transporta más adentro de su música cuanto más se escucha. Y es conmovedor ---nos atrevemos a darlo por hecho-- como muy pocos de los demasiados discos que vendrán en lo que queda de año a tirarnos de la manga con sus falsas promesas de novedad y noséqué. ¿Es una rareza? Pues seguramente. Aunque lo raro, lo raro de verdad, esto lo sabemos, es ir al encuentro de la música olvidando por pereza que ésta tiene, la tuvo siempre, y por eso es incomparable, la asombrosa capacidad de atravesarnos.