Pocas cosas hay más sensatas que desconfiar de calificativos de gran tonelaje como, por ejemplo, revolucionario. Y aún menos cosas más rabiosamente vivificantes e iluminadoras que toparse, muy de tanto en tanto, con algo que verdaderamente lo es. Aunque algunas veces, o con mayor precisión, prácticamente siempre, lleve cierto tiempo reparar en ello y asimilarlo. Que se lo digan, si no, a Eddie Palmieri, que imaginó un disco, una música distinta, y creyó que el mundo se iba a poner a sus pies sin sospechar todavía que lo que había logrado hacer era un disco de culto. Y con los discos de culto, muy devota y juiciosamente amados por muy pocos durante largo tiempo, lo que ocurre es que a sus creadores sólo empiezan a darles alegrías años o décadas después, cuando consiguen aflorar más allá, en este caso específico, de las sesiones de DJs de rare grooves o de las estanterías de álbumes predilectos de otros músicos.



Harlem River Drive, obra maestra con todas las letras publicada en 1971, pasa a menudo por ser el primer álbum como líderes de banda de los hermanos Palmieri, Eddie y Charlie. Lo cual es inexacto, ya que Charlie Palmieri (fallecido en 1988 a los 61 años) participó en la grabación, sí, pero únicamente tocando el órgano en el primer corte, titulado igual que el disco y el grupo; de modo que el álbum responde tanto en su meticulosa composición como en su espíritu de sonriente guerrilla a la visión de Eddie Palmieri.

La trayectoria de los hermanos, exquisitos y vibrantes pianistas y compositores de salsa y latin jazz, es más que reconocida, en Estados Unidos institucionalmente incluso, desde hace muchísimos años. Y eso, de hecho, hace aún más fascinante el experimento que en su época representó Harlem River Drive. Cuyo nombre hace (frontal) alusión a la autopista que desde su construcción en 1964 recorre Nueva York de Norte a Sur, remarcando aún más una de las fronteras del barrio de Harlem, y permitiendo a los ricos, a las clases medias, finalmente por extensión a todos aquellos que tenían la fortuna de no haber nacido en un guetto devastado por la miseria y la desidia de las autoridades, bordear a toda velocidad la realidad más áspera e inclemente de su ciudad, sin tener que atravesarla.

Eddie Palmieri

Eddie Palmieri, en plena descarga

De conciencia política no anduvo falto nunca Eddie Palmieri, nacido en el Spanish Harlem en el seno de una familia de puertorriqueños y criado en el Bronx. Ni le faltó tampoco, desde el principio, el ímpetu innovador. Tras foguearse al piano siendo prácticamente un niño con figuras del bolero hispano-estadounidense como Tito Rodríguez y Vicentico Valdés, en 1961 fundó su primera orquesta, La Perfecta. Al frente de este colorido y efusivo combo, ya se atrevió a retocar la arquitectura instrumental de la música de baile afrocaribeña, al introducir en su formación, inspirándose en el jazz que lo volvía loco, trompetas y trombones que le daban a la paleta de sonido un muy efectivo mayor grado de contundencia rítmica. El recurso sería pronto imitado por otros ilustres colegas como Manny Oquendo (miembro de La Perfecta en su primera etapa) o Willie Colon, y en adelante incorporado prácticamente como norma no escrita al canon de la salsa brava que, pocos años después, eclosionaría con Nueva York como epicentro y el sello Fania como catalizador fundamentalísimo.

Eddie Palmieri   Portada del discoPara el oído no iniciado en el género, pesan hoy muchos clichés sobre la salsa, una forma de expresión de extraordinaria riqueza que la explosión romántico-erótico-festiva de los 80 cubrió de malentendidos. La salsa brava (como la apellidan los amantes del género para diferenciarla de la ola de vulgaridad que vino después), esa música de los orígenes, la de la apoteosis rítmica de metales y tambores, sirvió de vehículo de primer orden para expresar el orgullo de la apestada comunidad latina en aquel Nueva York bronco de los 70. Y lo hizo integrando tanto la picardía, la sensualidad, el hedonismo espontáneo, la esperanza y los sueños, como la nostalgia del hogar lejano, la pena amorosa más honda, la rabia política o la conciencia de la discriminación étnica. Con todo esto bien presente, tanto, en fin, que él mismo contribuyó a su era de máximo esplendor, Eddie Palmieri ya deslizó en sus discos de finales de los años 60 una serie de temas, como Vámonos p'al monte, Justicia o La libertad, lógico, que eran en la práctica manifiestos contra el racismo, la desigualdad y el inmovilismo político al respecto.



En aquellos tiempos, más específicamente en el 68, año oficial del temblor sociopolítico global, surgió en Harlem una beligerante organización llamada The Young Lords, una especie de Panteras Negras, pero fundada por puertorriqueños. Algunas de sus acciones fueron llamativas. Llegaron a cubrir los ojos de la Estatua de la Libertad con una bandera del país caribeño. El mismo Palmieri fue a la comisaría a pagar la fianza de los militantes detenidos por ello, entre los cuales estaba uno de los fundadores de la organización, Mickey Meléndez, a la sazón amigo íntimo del pianista.



Harlem River Drive fue, en fin, el desenlace lógico para Palmieri de toda esta agitación en las calles. Asumiendo y a la vez ampliando el efervescente sonido boogaloo (un género mestizo surgido de la mezla de la salsa con el rhythm & blues), lo que hizo el pianista fue conjugar, como nunca antes hasta entonces, las estructuras musicales afrocubanas (la rumba, la guajira, el son montuno, el mambo...) con el soul-funk característico del sello Stax, más duro o crudo, o menos pop y blanqueado, como se prefiera, que el más popular y difundido (entonces y hoy) de Motown. El disco, el grupo, el proyecto en sí, representó de este modo la respuesta cómplice desde el ángulo latino al angustiado grito de hartazgo que siempre contuvo en mayor o menor grado la música negra, y que en aquel momento había calado, mucho más allá del underground, hasta los artistas más respetados y escuchados del momento, Curtis Mayfield, Marvin Gaye, Otis Redding, James Brown...

Para el oído no iniciado en el género, pesan hoy muchos clichés sobre la salsa, una forma de expresión de extraordinaria riqueza que la explosión romántico-erótico-festiva de los 80 cubrió de malentendidos. La salsa

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Eddie Palmieri, en uno de los discos de su última etapa

Palmieri, ese tipo pequeñito pero matón que antes de aplacarse y convertirse en un clásico casi aporreaba el piano como si en vez de teclas hubiera tambores, escribió un disco cimentado sobre una base rítmica arrolladora. Baterías de sensacional groove y toda la artillería chispeante de la percusión afrocaribeña (bongós, timbales, cencerros, congas), sin atropellarse jamás, como si eso llevara toda la vida haciéndose y fuera lo más natural del mundo, marcaban el paso de un disco que contiene todo un arco emocional, desde el júbilo expansivo y contagioso de Idle Hands o Seeds of Life hasta las atmósferas introspectivas y dramáticas de Broken Home, pasando por esa suerte de germen del futuro R&B urbano de los 80 y 90 que late en If (We Had Peace Today).



Recordando a discos de la época, desde los realizados por War o Funkadelic, en el flanco funk-rock, o al Miles Davis que se dejó atraer por el lenguaje del rock en Bitches Brew, Harlem River Drive es un disco único, y no sólo, lógicamente, porque fuera casi a la vez el comienzo y el final de su experimento. Lo es, más aún, por registrar a una banda en auténtico estado de gracia y que encarnó, en su propia composición, el espíritu de hermandad frente a la adversidad que trataba de comunicar.



Músicos formidables como Cornell Dupree, Bob Bianco, Burt Collins, Bernard Purdy, Barry Rogers, Jimmy Norman, Víctor Venegas, Randy Brecker o Eladio Pérez, miembros antes y después de las bandas de Jimi Hendrix, Aretha Franklin o Bob Marley, participaron en la grabación. Pero además de excepcionales instrumentistas, eran judíos, negros o nuevos americanos de procedencia puertorriqueña, cubana o italiana. Puede parecer gratuito señalar sus orígenes, pero no entonces, ya que, aunque hoy a menudo se nos olvida, en aquel mercado musical estaban aún tácitamente compartimentados no sólo los estilos, sino también las razas y las etnias.



Comercialmente el disco fue un fiasco. En alguna ocasión ha deslizado Eddie Palmieri que el sello donde se publicó, Roulette, se desentendió de promocionarlo y defenderlo adecuadamente después de que el director de la firma recibiera la visita de agentes del FBI, preocupados por la amplia circulación del disco entre círculos de izquierdistas radicales, militantes y simpatizantes de los Panteras Negras e intelectuales cercanos o no lo suficientemente alejados del comunismo. Quién sabe. Cosas más extrañas se han visto. Pero casi con toda seguridad la explicación más sensata y probable sea que, sencillamente, no encontró a su público en aquel momento. El caso es que hoy es un clásico. Para muchos, el mejor disco de soul latino jamás grabado. Y para algo así, lo sabe Eddie Palmieri, vale esperar, aunque sean 20, 30, 40 o casi 50 años.