Ocurre con algunos discos que están escritos e interpretados tan de verdad que condenan a (casi) cualquier otro que se escuche inmediatamente después a sonar artificioso, incluso banal. Para bien o para mal, inevitablemente, esa clase de discos no son para cualquier momento. En parte porque suelen ser oscuros. Pero también porque son intensos y demandan del oyente no tanto esfuerzo como auténtica atención. Pasa, sin más rodeos, con los de 16 Horsepower, con los de Woven Hand y, en general, con todas las demás excursiones de David Eugene Edwards al corazón de un bosque donde restallan inesperados, fugaces haces de luz.
Si bien no fue el único, pues prácticamente a la par surgieron bandas en una onda similar como Jay Munly & the Lee Lewis Harlots o Slim Cessna’s Auto Club, el enfebrecido proyecto que llevó a cabo David Eugene Edwards al frente de 16 Horsepower lo señala no sólo como una figura de culto y un creador fundamental para entender de qué iba el llamado country gótico de los años 90; yendo algo más allá de las odiosas (pero en última instancia inevitables) etiquetas, se trata también –o sobre todo– de uno de los más personales y honestos renovadores de esa vastísima tradición roots, una suerte de Hank Williams traído al tiempo presente y que ha tenido la oportunidad de conocer a Bob Dylan (al que idolatra) pero también de vibrar con la música de Joy Division, Birthday Party y Nick Cave & The Bad Seeds.
Con nuestro hombre, tan humilde, modesto y vulnerable fuera de los escenarios como dramático, intimidante y severo en sus puestas en escena, todo va en serio. Sin dobleces ni relecturas irónicas o autoconscientes. Dios es luz y amor, y todo lo demás, empezando por el corazón de los hombres, material para la hoguera donde arderán inexorablemente el pecado, la vanidad y la impureza de la vida. Llegó a ser una coletilla rutinaria compararlo con Nick Cave, una especie de Nick Cave redneck, pero existe una diferencia no precisamente baladí entre ambos: lo que en el gigante australiano, en su etapa de sonido más americano, es no impostura pero sí estilización literaria de un imaginario para transformar en melodramas épicos la intimidad angustiada de una persona probablemente agnóstica, en Edwards es estremecimiento sin manierismo ni sentido teatral, pura introspección abismada en la fe, convencimiento absoluto en la verdad profunda que se invoca.
El matiz es importante, puesto que el propio Edwards ha reconocido en más de una ocasión que su principal ambición artística es difundir la Palabra, dar testimonio de que “Dios es real”. Dejó dicho Tom Waits que nada hay más injusto que reducir la vida de un hombre a la suma de sus experiencias, pero mucho nos tememos que, en este caso, la tentación es demasiado fuerte. Nacido en 1968 en Englewood, en el estado de Colorado, Edwards perdió muy pronto, con sólo 6 años, a su padre, un rebelde sin causa que fue alcohólico y miembro de una turbia pandilla de moteros llamada Señores de la Guerra.
Tras la muerte, su madre, una persona de espíritu permanentemente abatido que ya había tenido que lidiar con otro padre conflictivo (el suyo propio, un nativo americano, indio dicho a lo bruto, que tras abandonar su comunidad se dedicó a vagabundear por el mundo), entró en barrena y comenzó a mandar al niño largas temporadas con el otro abuelo. Que era predicador itinerante de la Iglesia del Nazareno, una secta evangélica surgida en el siglo XIX conocida por su estricta y áspera visión de la vida.
Cuenta el propio Edwards en un muy precario pero conmovedor documental de producción danesa, The Preacher, que creció sin ver la televisión, sin poder escuchar la radio ni mucho menos discos de rock, tan sólo la música litúrgica en las iglesias. Que durante meses su vida consistía en ir con sus dos hermanas mayores a bodas y funerales por todo Colorado. Y le gustaba.
Aquella geografía del llanto y el rito, la música, los sermones y la mirada perdida del abuelo, el verbo inflamado, el aliento entrecortado y las promesas de redención, el consuelo que portaban esas palabras bonitas y antiguas, el trance que pretendían invocar y que en él lograban, todo aquello, al final, se fundió consigo mismo. Tal vez por eso más tarde, cuando creció y se rebeló contra las prohibiciones, toda la música secular que conseguía elevar su espíritu tenía una tendencia al sobrecogimiento, un latido seco, oscuro e hipnótico, como el primer post-punk.
Tras romper (sólo durante aquella etapa) con el abuelo, se fogueó en distintos grupos de punk, tocando la batería y engolfándose en garitos de mala muerte, pero no tardó en descubrir que su camino era otro, en el fondo parecido al del reverendo que marcó su infancia, aunque por otro medios, haciendo el viaje por su cuenta. Y comenzó entonces a escribir sus propias canciones. En aquella época vivía en Los Ángeles, donde trabajaba construyendo decorados para estudios de cine, y allí conoció a dos franceses, Pascal Humbert (bajo, contrabajo, guitarra) y Jean-Yves Tola (batería). Era 1992 y había nacido 16 Horsepower, así llamado en homenaje a una remota balada popular sobre un hombre que va cantándole a los dieciséis caballos que llevan el ataúd de su esposa a la tumba.
Aunque en el primer disco, Sackcloth 'n' Ashes (1995), perviven restos de la fiereza punk de sus años de formación, lo cierto es que la alianza con Humbert y Tola, educados ambos en la música clásica y el jazz, templó el sonido del grupo en los trabajos posteriores, Low Estate (1997), Secret South (2000) y Folklore (2002). Un sonido en el que se confunden con el ímpetu del rock 'n' roll y los ritmos del country la densidad de los relatos del Antiguo Testamento, los cantos y los ritmos de los Apalaches, una cadencia de letanía con frecuencia enrabietada, casi desesperada, y por supuesto ese suave y familiar soplo de aire que remite al folk primordial, es decir, a todas esas melodías que parecen llevar ahí desde siempre, como si hubiesen emanado de la misma tierra, sin que nadie alcance a saber cuándo diablos se hizo por primera vez una canción de esa manera, y mucho menos exactamente quién.
La banda se separó amistosamente en 2005 y desde entonces Edwards se volcó en Woven Hand, un proyecto (más que un grupo: generalmente, las grabaciones las realiza él a solas, y únicamente para los directos recurre a otros instrumentistas) que había puesto en marcha tres años antes y que puede considerarse una prolongación algo más experimental y de acento más contemporáneo de 16 Horsepower, con préstamos muy heterogéneos, desde el punk hasta el rock industrial, pasando la música tradicional de Mongolia o una psicodelia entre primitiva y cósmica (y sí, por sorprendente que resulte de entrada, suena natural y armónico).
Del espíritu inquieto de Edwards da fe también por cierto una grabación muy reciente, Risha, publicada el pasado mes de junio, y realizada junto al escritor, cineasta y músico alemán Alexander Hacke, miembro de la banda de culto Einstürzende Neubauten. Es habitual que los entrevistadores pregunten al músico por sus creencias más profundas, y fracasan siempre si lo que esperan es desenmascarar a un zumbado sediento de proselitismo fanático. Pero si su empeño pasa por recordarnos que –religiones organizadas y nihilismos de nuevo cuño aparte– la conciencia y la necesidad de lo sagrado morirá con el último ser humano, se diría entonces que lo va logrando.