“El mar de música en que nadaba no tenía costas”. Esta frase del violinista Gidon Kremer quizá sea el homenaje más justo y sucinto que pueda dedicarse a la memoria de Leonard Bernstein (1918-1990), cuyo centenario se celebra este 25 de agosto. La efeméride ha propiciado que a lo largo de estos dos últimos años su obra --como compositor, intérprete y docente-- se haya divulgado de nuevo en todo el mundo, ingresando en el siglo XXI con esa vitalidad suya que sigue siendo tan contagiosa.
Quizá para muchos Bernstein sólo sea todavía el compositor de West Side Story --uno de los musicales más exitosos de Broadway, luego adaptado al cine-- y el director de orquesta más mediático del siglo XX, inconfundible en su manera de dirigir, tremendamente expresiva y teatral --esos famosos saltos--, opuesta al hieratismo introspectivo de Herbert von Karajan, su amigo y gran rival en el podio. Pero detrás de esa popularidad se escondía una personalidad muy compleja, un músico integral, dotado de genio, muy cultivado --se graduó en Harvard cum laude-- y con una infinita capacidad de atención a todo el espectro musical de Occidente.
Bernstein durante una rueda de prensa en el hotel Savoy de Londres alrededor de 1972/ AP
Como director, tutelado por Sergei Koussevitsky y Dimitri Mitropoulos, sus dos queridísimos maestros, se estrenó en un concierto ya legendario, con tan sólo veinticinco años, en 1943, cuando tuvo que sustituir como ayudante a Bruno Walter, repentinamente indispuesto, al frente de la Filarmónica de Nueva York, orquesta de la que luego sería titular durante muchos años y director laureado hasta su muerte. Bernstein fue el primer gran director de estirpe americana. Hasta su llegada, tanto el oficio como las programaciones estaban dominados en Estados Unidos por el exilio europeo, una élite que hasta cierto punto desdeñaba todo lo americano.
Bernstein se empleó a fondo en reivindicar la tradición musical de su país al tiempo que se convertía en un ambicioso intérprete de la música europea. En 1951 estrenó con la Filarmónica de Nueva York nada menos que la segunda sinfonía de Charles Ives, compuesta casi cincuenta años atrás. Es el ejemplo más conspicuo de la labor de dignificación que llevó a cabo con la música vernácula, a la que siempre prestó una especial atención crítica, incorporando a sus propias composiciones --véase por ejemplo el mestizaje de su delirante Misa de 1971-- elementos del jazz, del rock y del pop.
Al mismo tiempo que llevaba a cabo una frenética e infatigable labor como director --en 1959 estuvo en Moscú dirigiendo la quinta de Shostakovich en presencia de su autor--, Bernstein no descuidó su trabajo como compositor, que en las últimas décadas se ha revalorizado considerablemente. Hay que recordar que Bernstein compuso casi siempre música tonal en un siglo dominado por la controversia ideológica asociada a las vanguardias y vinculada a la intransigencia de los defensores a ultranza de la música dodecafónica, frente a lo cual tuvo siempre una actitud en absoluto dogmática que muchos no le perdonaban, sin que él, por otra parte, se inmutara. En esa cuestión, hizo suyas una declaraciones de Charles Ives: “No veo por qué hay que dejar de componer música tonal ni tampoco por qué deberíamos dejar de tener en cuenta la música atonal”.
Bajo el magisterio de Aaron Copland, otro de los grandes compositores americanos, pronto encontró una voz propia, inconfundible, hecha de cosmopolitismo neoyorkino, de espiritualidad judía y de influencia europea; de Mahler, sobre todo, un músico cuyo prestigio restituyó en Europa, tras muchos años de destierro nazi: “El nuestro es el siglo de la muerte y Mahler su profeta”. Su segunda sinfonía, inspirada en The Age of Anxiety, el largo poema de W. H. Auden, es una muestra ideal de lo que era capaz su talento. La recreación de la atmósfera de Nueva York durante la Segunda Guerra Mundial, con sus encuentros fortuitos, la soledad de barra, la súbita alegría alcohólica y la despedida de la juventud, constituye una traducción perfecta de las voces que se escuchan en el poema de Auden. Serenade, su concierto para violín y orquesta basado en el Simposio de Platón, es otra de sus obras más memorables, lo mismo que Halil, una composición tardía para flauta y orquesta o sus bellísimos Chichester Psalms para orquesta, coro y niño soprano o contratenor.
Portada de West Side Story / CBS
Casi toda su música es de clara inspiración dramática. Por ello cuesta mucho apreciar algunas de sus obras en toda su magnitud si se escuchan sin verse representadas. Su tercera y compleja sinfonía, Kaddish, con un texto escrito por el propio Bersntein para ser declamado por un actor --en el estreno lo leyó su mujer, Felicia Montealegre--, no puede entenderse si no se escucha en vivo. Incluso en The Age of Anxiety y en Serenade la música parece siempre a punto de hacerse cuerpo. No es raro, pues, que escribiera a menudo para la escena y el cine. Ahí están los musicales On the Town, West Side Story, la banda sonora de On the Water Front --la película de Elia Kazan protagonizada por Marlon Brando que en España se tituló La ley del silencio--, los ballets Fancy Free y Dybbuk --este último de una extraordinaria complejidad-- y la opereta Candide, una obra maravillosa y llena de felicidad cuya obertura fue uno de los grandes hits de su carrera. En 1983 estrenó una ópera, A Quiet Place --secuela de otra que había compuesto en 1952, Trouble in Tahiti-- que fue un fracaso de crítica y público.
La obra exploraba los desencantos del sueño americano a través de los traumas de una familia, pero en realidad se trataba de un intento de expiación de los fantasmas de la suya propia. En 1978, Bernstein, bisexual, se separó de su mujer, para irse a vivir con un hombre. Al poco tiempo de haber tomado la decisión, Felicia enfermó de cáncer y Bernstein volvió a su lado para cuidarla hasta que murió. Según admitió a varios de sus íntimos, lo peor de su vida había sido la tensión que había vivido entre sus pulsiones homosexuales y el amor profundo que sentía por su mujer, algo de lo que nunca se recuperó y que le llevó a vivir una vida cada vez más autodestructiva --era un fumador empedernido y un bebedor contumaz, además de insomne-- hasta que él mismo murió de cáncer de pulmón en octubre de 1990, con setenta y dos años.
Bernstein y su mujer, Felicia / NYD
Tras el estreno de la ópera, Bernstein no dejó de revisar la partitura y el libreto, tratando de mejorarla, pero no ha sido hasta este año cuando la obra parece al fin haber encontrado su forma, en una reducción para orquesta de cámara que recupera buena parte del proyecto inicial y prescinde de otros añadidos, dirigida por Kent Nagano con la orquesta sinfónica de Montreal y publicada por Decca. Esta versión más austera conserva lo esencial de la partitura y es una oportunidad para redescubrir una genuina ópera americana --basta escuchar el postlude para hacerse una idea de la seriedad de la composición. La enfermedad le impidió en cambio llevar a cabo uno de sus proyectos más ambiciosos y que hubiera sido una ópera sobre la Shoáh. Ahí es nada.
Durante toda su vida, Bernstein tuvo una pasión rabínica por el estudio y la enseñanza. Su padre era, de hecho, una especie de erudito hebraico que se hubiera convertido en rabino si no hubiera tenido que dedicarse a los negocios para ganarse la vida. Su hijo heredó esa vocación y la puso en práctica al servicio de la ciudadanía. Los programas de televisión que en las décadas de 1950 y de 1960 hizo para niños --los Young People´s Concerts-- son todavía un ejemplo de divulgación musical al más alto nivel. La editorial Siruela ha tenido el acierto de traducir el libro de esas lecciones magistrales en el volumen El maestro invita a un concierto, recomendable para cualquiera que quiera iniciarse en los grandes clásicos, como también lo son sus maravillosas Charles Eliot Norton Lectures de Harvard --disponibles en libro y vídeo-- o sus clases de dirección orquestal en la escuela que fundó en Schleswig-Holstein, también filmadas.
Hoy en día, gracias a la red, todo ese impresionante legado está al alcance de cualquiera y constituye la segunda aparición de Leonard Bernstein, ahora como músico del siglo XXI. Internet ha unificado y ordenado una obra que permanecía dispersa y que no se conocía en su verdadera dimensión. Si hubiera que hacer una selección de su impresionante discografía, uno se quedaría con las siguientes grabaciones. La segunda sinfonía de Ives junto a otras piezas del mismo compositor como La pregunta sin respuesta o Central Park en la oscuridad, con la Filarmónica de Nueva York, publicada por Deutsche Gramophon.
Ives es uno de los mejores y más arriesgados compositores americanos y la interpretación de Bernstein no se ha superado, por el conocimiento tan detallado que tenía de su génesis. Algunas de sus mejores composiciones, dirigidas por él mismo con la Filarmónica de Israel, están en el disco que recoge sus Chichester Psalms y sus dos primeras sinfonías, también publicado por Deutsche Gramophon. En 1972 dirigió en el Royal Albert Hall de Londres el concierto en memoria de Stranvinsky, fallecido un año atrás, ofreciendo, con La consagración de la primavera, el Capriccio para piano y orquesta y la Sinfonía de los Salmos, uno de los ejercicios de dirección más deslumbrantes que uno haya visto, conservado en grabación filmada.
El músico Gustav Mahler
La dedicación de toda una vida a Mahler está condensada en el único concierto en el que Karajan le permitió dirigir la Filarmónica de Berlín. Fue en 1979 y Bernstein se apostó entero para enseñar a una de las mejores orquestas del mundo a tocar la novena del compositor austríaco, esa “despedida de la tonalidad” como él mismo la definió. El resultado fue apoteósico y Karajan, por supuesto, no le volvió a invitar nunca más. Además de un gran director, Bernstein fue un buen pianista y dirigió a menudo desde el teclado varios conciertos, como el segundo de Shostakovich, el concierto en sol mayor de Ravel o la Rapshody in Blue de Gershwin, recogidos en un disco recientemente reeditado por Sony. A finales de la década de 1980, dirigió la séptima de Shostakovich con la sinfónica de Chicago convirtiendo una pieza a menudo considerada menor en una obra maestra. El disco, que también incluye la primera del ruso, fue publicado por Deutsche Gramophon y es uno de los referentes de Valery Gergiev, uno de los mejores directores vivos.
Desde muy temprano, Bernstein estableció una relación de íntima complicidad con la Filarmónica de Viena y con ella hizo algunas de sus mejores interpretaciones finales, como la quinta sinfonía de Sibelius, disponible en un disco de Deustche Gramophon que también recoge el resto de obras del compositor finlandés que dirigió en sus últimos años. Pero quizá su interpretación tardía más sorprendente sea la novena de Bruckner que dirigió, también con la Filarmónica de Viena, en 1990, pocos meses antes de morir.
Bernstein había dirigido muy poco a Bruckner, prefiriendo siempre la inquietud desesperada de Mahler, más afín a su propio temperamento, que la serenidad interior de Bruckner, pero en ese concierto --que puede verse también en la red en vídeo, además de escucharse en un disco de Deutsche Gramophon-- hizo algo prodigioso, como depurándose a sí mismo, avanzando con extraordinaria calma y contención hasta esas notas finales que parecen anunciar el ingreso en otra dimensión, pensando seguramente en el adagissimo de la última página de la novena de Mahler, uniendo el principio con el final. Sólo Celibidache --el mejor intérprete de Bruckner-- logró algo parecido. Esa dedicación final a un compositor al que nunca había prestado demasiada atención pero al que entregó, como despedida acaso consciente, todo su saber y toda su pasión, como si estuviera empezando y la muerte no importara, constituye la cifra de toda su vida.