Ésta es una de esas historias llamadas a comenzar por el final. Una de esas, también, en las que la realidad reescribe a golpes –de fatalidad– una leyenda miles de veces cantada. La leyenda del morir con las botas puestas. El éxtasis de la mística del rock & roll. La fantasía recurrente que, en el contacto con la vida, tan prosaica, produce un chispazo brutal en el que hay más dolor que poesía.
El 3 de julio de 1999, en Palestrina, un hermoso y antiquísimo pueblo cerca de Roma, Mark Sandman, compositor, cantante y bajista de Morphine, se disponía a tocar la octava canción de un concierto que, hasta entonces, iba a como la seda. Era el comienzo de una gira europea y flotaba en el aire la convicción de que el grupo se encontraba en uno de esos momentos de cambio, de crecimiento, de despegue definitivo. El público se había calentado ya, también el formidable trío de Boston. Y entonces, poco antes de atacar Super Sex, súbitamente, el músico se desplomó sobre el escenario. El bajo, al golpear contra el suelo, provocó un acople. Después, el silencio sobrecogedor de 5.000 personas y una ambulancia camino del hospital, donde los médicos ya sólo pudieron certificar la muerte de Sandman, de 46 años, a causa de un infarto.
Acabó así la aventura de uno de los grupos más personales e inclasificables de su generación. No ayuda a rebajar la punzada de congoja acompañar el recuerdo de esta historia mientras suena –pongamos– The Night, la primera canción del disco homónimo que Sandman y sus hermanos escogidos Dana Colley y Billy Conway dejaron grabado justo antes de viajar a Europa. Para cuando se publicó, ya en el año 2000, lo hizo con el apellido póstumo adherido a él para siempre. En esa canción, y en ese disco, está compendiado todo el magnetismo de la música de la banda, un insólito power trio que en los años 90, en plena efervescencia del grunge como expresión del angst del momento, se descolgó haciendo una suerte de rock para supervivientes y epígonos de la Generación Beat.
En 'The Night' está compendiado todo el magnetismo, las experiencias personales, la densidad y el romanticismo vibrante de Morphine
No había pose alguna, tan sólo un rechazo implícito pero tajante a ciertos preceptos supuestamente canónicos del rock y experiencia personal destilada en unas canciones en cuyos oscuros, densos y envolventes magmas vibraba un romanticismo a la vieja usanza en detrimento de los eslóganes nihilistas de temporada.
Sandman exploró antes otras vías más próximas a las convenciones -el grupo Treat Her Right, una tentativa que en muchos aspectos puede considerarse el embrión del futuro trío: se respiraba ya ahí ese aire de otra época indeterminada que sería distintivo de su música-, pero acabó cansado del protagonismo por imperativo legal de la guitarra eléctrica y más aún del efectismo protocolario del guitar hero de turno. Y ese lugar se lo cedió, ya en Morphine, al saxo tenor de Dana Colley que con sus notas, ora acariciantes y líricas, ora impetuosas y volcánicas, confirió al rock a media luz de la banda otras texturas y timbres, ráfagas que en ocasiones llevaban consigo ecos jazzísticos. En la base, la indesmayable batería de Billy Conway (que reemplazó a Jerome Deupree debido a la fatídica artrosis de éste) y el bajo de Sandman, que empezó tocando con una sola cuerda, para al final, en una pequeña concesión, añadirle otra (las otras dos ni siquiera las llevaba puestas).
Más allá de una extravagancia o de un gesto de desdén hacia el virtuosismo –la pericia de Sandman para la técnica del slide era prodigiosa–, el planteamiento respondía a una radical cuestión de estilo: se trataba de buscar otra atmósfera, otro tempo, otra sintaxis para su peculiar fraseo como vocalista, más recitador que cantante. No en vano, en la profundidad y la articulación por momentos casi desganada de su voz se adivina muchísimo más cine negro, spoken word de los 60 y lecturas de poesía en librerías de San Francisco que pasajes para ser coreados con el puño levantado. Cabe suponer que para no dar explicaciones de más –su laconismo era proverbial–, él mismo acuñó la denominación low rock para su música. Alguna vez habló también de fuck rock, y convendría no tomárselo como una boutade: basta escuchar con atención, dejarse atrapar y mecer por sus plegarias para corazones errantes, para reconocer no pocas veces la irrupción del deseo abriéndose paso lentamente.
En la voz de Sandman se adivina muchísimo más cine negro, spoken word de los 60 y lecturas de poesía en librerías de San Francisco que pasajes para ser coreados con el puño levantado
Recopilatorios aparte, cinco discos –Good (1992), Cure for Pain (1993), Yes (1995), Like Swimming (1997) y el citado The Night (2000)– componen la obra con Morphine de este espíritu que pareció siempre un extranjero de su tiempo. Tiene gracia que en el documental sobre su vida, Cure for Pain: The Mark Sandman Story (2011), un amigo del músico lo defina como “un vampiro de 500 años”: fuera de toda duda, Sandman podría haber ocupado el lugar de Tom Hiddleston en Sólo los amantes sobreviven, aquella hipnótica y bellísima fantasmagoría nocturna de Jim Jarmusch.
Morphine
Hijo de unos hijos de la Gran Depresión, mayor de cuatro hermanos, el joven Mark se lanzó al ancho mundo, ligero de equipaje, vagabundo del Dharma, para ensayar otra vida, lejos de la incomprensión paterna y la tristeza insoportable del hogar familiar (dos de sus hermanos murieron mientras él vivía). Fue pescador en Alaska, taxista en Nueva York, recolector de marihuana en Belice, viajero sin rumbo atrapado tras perder el pasaporte en Machu Picchu... Para cuando regresó a Boston, ocho años después de partir, había visto un camino definitivo para él, de nuevo on the road. Ya no dejaría de hacer música, febrilmente. Hasta que el corazón dijo “hasta aquí llegamos”. Contaron los padres, máquinas de trabajar, mentes prácticas, poco dadas a veleidades, que se enteraron por la prensa de lo grande que había sido su mayor, el inadaptado, el bala perdida, el ensimismado incorregible, cuán admirado y querido fue. Para esto, al menos, sirvió una muerte.