En el ya lejano 1996, un extraño artefacto discográfico titulado Odelay captó la atención de un elevado número de aficionados a la música pop, llegando a vender dos millones de copias. El primer sorprendido fue su responsable, Beck David Campbell, en arte Beck, o a lo sumo, Beck Hansen (Los Ángeles, 1970), quien, tras el divorcio de sus padres, el músico de bluegrass David Campbell y la artista visual Bibbe Hansen (que llegó a protagonizar un cortometraje de Andy Warhol en 1965, Restaurant, tras frecuentar la célebre Factory), eligió el apellido de su madre para ir por el mundo. En aquellos tiempos, aún había la suficiente gente interesada en el rock y su evolución como para que nuestro hombre pudiera llamar la atención: mucho me temo que, en la actual escena musical, dominada por divas, raperos y adictos al reguetón, Odelay habría pasado totalmente inadvertido.
Si lo tildo de artefacto es porque Odelay no se deja asignar a ningún género musical en concreto, y ahí está su gracia al demostrar que se pueden mezclar peras con manzanas sin que no solo no pase nada grave, sino que se dé a luz un híbrido fascinante de rock, soul, funk, folk, country y electrónica cuya escucha es una fuente constante de sorpresas musicales y conceptuales. Si me pongo estupendo, diría que con Odelay culmina la evolución de la música pop de los cuarenta años anteriores y lo hace mezclando de manera nueva y sorprendente materiales que ya existían desde hacía mucho tiempo.
Beck había iniciado su peculiar carrera como un folkie más, igual que David Bowie, con el que tiene bastantes puntos de contacto y del que hizo una sensacional versión para instrumentos y coro del espléndido tema Sound and vision. Músico autodidacta que nunca se encontró a gusto en ninguna institución educativa, el señor Hansen optó por empaparse de todo lo que le gustaba, un espectro musical que podía ir de Willie Nelson a la electrónica pasando por el hip hop. Y Odelay, tras algunos discos de prueba y error, acabó siendo el punto álgido de su constante evolución. ¿Qué podía hacer después de aquella obra maestra? Pues otra obra maestra, aunque desprovista de ese tono de collage sonoro que hizo de Odelay una especie de epifanía para casi todos los que lo compramos: Mutations (1998), una colección de canciones bellísimas, tan plácidas como inquietantes, que lo mostraban en su tono más folk y que exhibían una melancolía que recordaba a menudo la del difunto Nick Drake. Con Mutations, Beck dejó de lado la perspectiva vanguardista y se limitó a fabricar un álbum precioso de principio a fin. Lo volvió a intentar en 2002 con Sea change, compuesto tras una separación sentimental, pero no fue exactamente lo mismo: era un buen disco, sí, pero tal vez le faltaba el elemento sorpresa que distinguió a Mutations.
Durante los últimos veinte años, nuestro hombre ha seguido en la brecha, pero nunca ha vuelto a alcanzar, en mi opinión, ese estado de gracia con el que fabricó Mutations y Odelay. Su último álbum hasta la fecha, Hyperspace (2019), insistía en el collage musical, pero, para mi gusto, se inclinaba demasiado hacia el funk de discoteca y una cierta electrónica banal: creo recordar que lo escuché dos veces antes de archivarlo en una estantería. Por el contrario, vuelvo cíclicamente a Odelay y Mutations (y a veces hasta a Sea change). El personaje me sigue intrigando, especialmente por su adscripción a la cienciología, el tocomocho religioso que se inventó el escritor de novelas pulp L. Ron Hubbard y por el que han pasado personajes tan variopintos como Tom Cruise, John Travolta o la Incredible String Band. No sé muy bien qué hace ahí dentro un chico de origen judío como Beck Hansen y, aunque no le voy a echar la culpa al difunto señor Hubbard de la aparente pérdida de inspiración de nuestro héroe, tengo la impresión de que la Dianética no es buena para nadie. ¿Fue fruto de la cienciología publicar en 2012 un disco no grabado que consistía en una serie de partituras imposibles de imaginar para cualquiera que no supiera leer música? Igual fue una broma conceptual, una especie de homenaje a Ikea con la que se te facilitaba un material que tenías que montar en casa, pidiendo ayuda a alguien capaz de interpretar las malditas partituras. Y como broma conceptual, no deja de tener su gracia, pero…
No sé qué estará tramando Beck en estos momentos, tras la pandemia del coronavirus, pero sé que picaré con el próximo disco que publique. Aunque lo acabe escuchando dos veces, archivándolo y volviendo de nuevo a Mutations y Odelay. En el fondo, creo que algo le debo al hombre que representó el final de la música pop tal como la habíamos concebido hasta entonces.