Lo normal, en la música pop (y en general), es pasar a la historia por tu talento, pero hay otras maneras de conseguirlo que suelen oscilar entre lo ridículo y lo dramático, como atestigua especialmente la patética figura de Jobriath, artista lanzado a bombo y platillo a principios de los 70 como respuesta americana a David Bowie cuya campaña inicial de promoción costó un dineral que nunca se recuperó. Y a partir de ahí, todo fue cuesta abajo. Rápidamente. La fama a la que aspiraba le eludió desde un buen principio, pese a que el productor Jerry Brandt (que había descubierto a Carly Simon) le consiguió un contrato de medio millón de dólares con Elektra por dos álbumes, empapeló Manhattan con carteles de su protegido para celebrar la salida del primero de ellos y hasta colgó una enorme pancarta en Times Square en la que se veía al cantante desnudo, cerúleo y con las piernas rotas, como si fuese lo que quedaba de una estatua romana.
El lanzamiento del primer disco, Jobriath (1973), fue acompañado de un pomposo desfile por Manhattan, apariciones en televisión y planes para presentarlo en breve en la Ópera de París. El espectáculo, como anunciaba el interesado, empezaría con él mismo disfrazado de King Kong y encaramado a una réplica del Empire State Building, para luego, una vez fuera del traje de gorila, presentarse al público como una nueva versión de Marlene Dietrich. Lamentablemente, a Jerry Brandt le salieron todos los tiros por la culata: nadie compró el disco, la crítica tampoco manifestó un especial entusiasmo al respecto, lo de la Ópera de París, King Kong y Dietrich se anuló por considerarse un despilfarro inútil y el pobre Jobriath enseguida fue considerado una parodia sin mucha gracia de David Bowie. Y, sobre todo, ofendió al gran público por la reivindicación constante de su homosexualidad, todo un acto de valor que le costó muy caro. Puede que en aquellos tiempos se aceptara la androginia y la ambigüedad sexual, pero en nuestro hombre no había ambigüedad alguna: tremendamente afeminado y amanerado, resultaba excesivamente maricón (con perdón) para una audiencia lo suficientemente amplia como para financiar los delirios del señor Brandt. Él mismo, para distinguirse de la mayoría de cantantes y grupos del glam rock, dijo por televisión que era the truest fairy (el más genuino sarasa). Y así firmó su sentencia de muerte, aunque llegó a grabar un segundo disco, Creatures of the night (1974), que fue aún más vilipendiado que el primero.
Nuestro héroe se llamaba realmente Bruce Wayne Campbell (no hay constancia de que su padre fuera fan de Batman, pero así lo parece). Nació en Filadelfia en 1946 y murió en Nueva York en 1983. Musicalmente, nunca se aclaró mucho. Empezó tocando el órgano en la parroquia, luego se pasó al folk (en los grupos The Folk Three y Pidgeon) y, con el advenimiento del glam rock británico, vio la oportunidad de dar la campanada y hacerse rico y famoso. Lo logró con una maqueta que había dejado en las oficinas neoyorquinas de Columbia antes de trasladarse a California y dedicarse a la prostitución para sobrevivir. Hasta allí se desplazó Jerry Brandt para ficharlo (según algunas versiones, estaba locamente enamorado de él, como Joe Meek del voluntarioso Heinz) y convertirlo en una estrella. Lo fue, pero durante poquísimo tiempo, puede que unos meses o unas semanas o unos días. Enseguida corrió la voz de que cantaba mal, componía así-así y, sobre todo (disculpen la crudeza), era insufriblemente maricón. Si alguien ha sufrido la homofobia como nadie en el mundo pop, ése ha sido el inefable Jobriath: comparado con lo suyo, lo de Little Richard o Liberace fueron meras molestias.
Fábula moral
La pregunta fundamental es: ¿tenía talento Jobriath? Yo diría que no demasiado, aunque hay algunas canciones decentes en sus dos discos (pese a hacerse un lío con el rock, el glam, los musicales de Broadway y lo seudo sinfónico y seudo operístico). ¿Lo destruyó el hype? En gran parte, me temo que sí. El circo de tres pistas que montó Brandt para lanzarlo se volvió en contra del proyecto, que acabó pareciéndoles a muchos el capricho de un niño rico. Si Tony Bennett, como decía en una de sus más famosas canciones, Rags to riches, pasó de la miseria a la riqueza, a Jobriath le sucedió exactamente lo contrario. Cuando vio que de su personaje ya no se podía sacar nada más, el señor Campbell se refugió en el mítico Chelsea Hotel, se inventó otro alter ego, Cole Berlin (supuesto homenaje a Cole Porter e Irving Berlin), y se recicló en cantante de cabaret, con tan escaso éxito que tuvo que volver a ejercer de chapero para llegar a fin de mes.
El hombre que pudo reinar murió de SIDA a los 38 años. Morrissey, siempre en busca de iconos gay, lo reivindicó a mediados de los 90 y hasta pensó en ficharlo como telonero, ignorante de que llevaba más de diez años muerto. Hay un documental sobre él en YouTube. Y creo que cuenta con una escasa pero sólida base de fans en Japón. Pese a no interesarme especialmente su música, siempre me ha fascinado su historia, que se reproduce desde hace tiempo en la literatura o el cine con esos escritores y directores que rozaron la gloria durante un tiempo y luego nunca más se supo de ellos. En la música pop no es tan común empezar en la cumbre y decaer rápidamente hasta volver a la alcantarilla de la que saliste. Durante un breve lapso de tiempo, eso sí, Jobriath se dio el gustazo de creerse una estrella, the truest fairy, un híbrido de King Kong y Marlene Dietrich y el inventor de un rock que iba más allá del rock y podía pasearse por Broadway y la Ópera de París. Jobriath aspiró al aplauso de la audiencia y tuvo que conformarse con su desinterés y su desprecio. Puede que su vida no dé para una biografía apasionante, pero constituye una fábula moral tan inquietante como desoladora.